09 marzo 2019

De castillos y de papas

Conocí Singapur unos tres años antes de que fuera a trabajar para su aerolínea. Singapura, como escriben en su himno nacional, significa “isla del león”, y ya se la conocía como Temasec en pasados tiempos. Desde luego, no hay indicios de que hubo alguna vez leones en la isla. Sin embargo, una enorme efigie que representa al felino -el Merlion- se ubica en sitio prominente y arroja un pródigo chorro de agua por sus fauces. Ahí está el mítico león, custodiando la desembocadura del riachuelo, a la entrada de Marina Bay, como adornando el sobrio edificio que fue la Central de Correos y que hoy se ha convertido en el espléndido hotel Fullerton.

Mi equipo asignado fue el Airbus 340 durante mis primeros cinco años. Era un aparato caracterizado por una tecnología avanzada, aunque sus motores carecían de adecuada potencia. Pero, lo que le hacía atractiva a la flota, eran sus rutas, las mismas que cubrían en la práctica los cinco continentes; y, además, que sus comandantes éramos en su mayoría pilotos foráneos, lo que allí llaman “expats”, es decir: pilotos expatriados.

Volábamos en el A-340 a sitios impensados, como: Sydney o Christchurch en Oceanía; Tokio, Dubai o Hong Kong, en el Asia; Cairo o Johanesburgo, en el Africa; Los Ángeles o Vancouver en América. Siempre me dio la impresión que los destinos más disputados -dadas las características de las ciudades a las que se servía y el tipo de pernocta- eran las ciudades europeas. Roma, Ámsterdam o París, Copenhague, Atenas o Viena, fueron lugares a los que fui, y que pude explorar en múltiples ocasiones. Ello me permitió hacer lo que solo un viajero empedernido, asistido por un presupuesto fabuloso, hubiera podido hacer; si hubiese tenido, además, la fortuna de disponer de una insólita cantidad de tiempo.

Pero, claro, ¿qué hace un piloto luego de que ha ido tres o cuatro veces al mismo sitio?, ¿qué puede hacer si ya ha repasado los principales circuitos de turismo? ¿Qué pude haber hecho yo, si ya había estado en Atenas y había visitado Placa y el Partenón, o si ya había tomado uno de esos cruceros que llevan a las islas cercanas desde el puerto del Pireo? Pues, si uno tiene las ganas de conocer, el ánimo de explorar y la curiosidad por descubrir, se arma de una exigua cuota de valor y descubre lugares como Meteora o Epidauros; el templo de Poseidón o acude a mirar las turquesas aguas del canal de Corinto.

Lo mismo parece que me sucedió en Roma. Cansado ya de repetir la visita al Foro o al Vaticano; al Panteón o la Fontana de Trevi; un día me animé a efectuar circuitos más alejados e intrigantes. A veces subía a Florencia o a los pueblitos que adornan la Toscana; otras, tomaba el tren en Términi y acudía a Capri o a Sorrento, y aun me animaba a explorar los desfiladeros de la costa de Amalfi. Pero, asimismo, pronto descubrí que había un conjunto de primorosos pueblecitos en la vecindad de Roma: los Castelli Romani, los castillos romanos que constituyen una serie de interesantes poblaciones ubicadas al sureste de la capital del Lazio.

Así llegué a lugares como Frascati, Ciampino o Ariccia: como Grottaferrata o Castel Gandolfo; en este último se encuentra el palacio de verano de los pontífices. Allí, frente al palacio, hay una plaza rectangular empedrada con guijarros perfectos. Un continuo tránsito bulle en el lugar, constituido no solo por turistas y peregrinos; sino, sobre todo, por monjas y clérigos. Abunda, al igual que en Roma, una enorme cantidad de religiosos; su solícito trajinar denuncia el jaez de su oficio, su vestimenta revela la jerarquía de sus responsabilidades. Hay ahí un incesante ir y venir de cardenales, diáconos y presbíteros.

Hubo un tiempo en que no era necesario ser religioso para llegar a ostentar el cetro de San Pedro. Dicho en forma más exacta, antes no era indispensable ser sacerdote para llegar a cardenal, condición que es un requisito ineludible para optar por el trono del apóstol. Solo en 1917 ser sacerdote pasó a ser obligatorio para aspirar a cardenal. Y fue en 1962 cuando el papa Roncalli, Juan XXIII, dispuso que se debía previamente ostentar la condición de obispo. Solo los cardenales pueden ingresar al cónclave (que quiere decir “con llave”) que elige a un nuevo pontífice, pero pierden este privilegio cuando cumplen ochenta años.

Yo era todavía un muchacho de quinto de primaria (tenía a la sazón once años), cuando una tarde de junio de 1963 me encontraba en la clínica del Seguro Social, frente a la iglesia de Santa Bárbara, “guardando turno” para la posterior atención en esa casa de salud de mi tía Ana Lucía. De pronto, todas las campanas de la ciudad empezaron a tocar a rebato. Había fallecido Juan XXIII. Habría de ser el segundo papa que conocí en mi vida.

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