05 noviembre 2019

Cada vez más cerca...

Hoy cumplo años; sesenta y ocho para ser exacto. Vengo, por parte de madre, de una familia de longevos; aunque pienso  que no he de tener idéntica fortuna. Por el otro lado, por el de mi padre, hay más bien una tendencia hacia las “despedidas” prematuras; mi padre mismo falleció por causa de un aneurisma cuando recién había cumplido cincuenta y cinco. Es curioso, hoy veo una de sus últimas fotografías y todavía me da la extraña sensación que la suya pertenece a un individuo mayor a aquel que miro las mañanas frente al espejo...

Hablando de la familia de mi padre, y mirando detrás del hombro, no encuentro -por otra parte- que mis parientes por ese lado hayan llegado a muy viejos. Quizá la sola excepción sea la de mi propio abuelo, un individuo de porte aristocrático y mirada triste y bondadosa, que no se rasuraba con frecuencia, a quien cada vez que lo fui a visitar, por aquel rito ceremonial al que nos acostumbró papá, siempre lo vi sentado en una sillón que era parte imprescindible de su dormitorio. Algo en su catadura o, quién sabe si en el rictus de su rostro, desde siempre me produjo la rara impresión que estaba allí, sentado en aquel sillón, porque estaba esperando algo...

De modo que hoy, cuando los indiscretos preguntan por mi edad, a veces acudo al mismo recurso de mi abuelastra Anatolia, la inefable Tolita, la tía y a la vez madrastra de mi papá, y les digo que “tiocho”... a sabiendas de que he ido llegando a una edad en que no sé si lo adecuado sea contestar con el guarismo de mi pasada cronología o si tal vez sea mejor utilizar aquella otra cifra, la incierta de mi cálculo subjetivo, la de mi expectativa de vida, y contestar con la más exigua del tiempo que creo que me queda disponible, la presunción del que todavía me falta...

En los últimos años, he ido dejando crecer el convencimiento de que hay algo en nuestra cultura que no nos prepara para nuestra propia muerte, no se diga para la ominosa despedida de nuestros propios seres queridos. No sé si el callado culpable sea el progresivo hedonismo de nuestra sociedad o si, más bien, se trate de algo más profundo e imperceptible, algo anclado en nuestra psiquis colectiva que nos lleva a mirar la defunción como algo ajeno, y no inherente a nuestra vida; como algo que, además, no nos va a suceder nunca a nosotros, como algo que solo les sucede a los demás...

Advierto, en este punto, que he concluido todos los párrafos precedentes con involuntarios puntos suspensivos; cuando los reviso, creo que sin querer pretenden ser inopinadas invitaciones a la reflexión. Estamos acostumbrados a regresar a ver hacia atrás todos los días, a mirar lo que hemos hecho en nuestra vida; pero nunca o muy pocas veces miramos hacia adelante y contemplamos lo cercana que pudiera estar, o las situaciones que podría generar, nuestra propia e inevitable muerte. Sí, yo sé, algo, quizá alimentado por un extraño atavismo, nos lleva a retirar la mirada y nos impele a mirar hacia otra parte. Hay allí una especie de temor a hacer el ridículo, a que se descubra que “aquello” pudiera preocuparnos.

Cuando en días pasados escribí un comentario acerca de la parca (o las Parcas), creo que estuve tentado a recoger nuevamente la frase de Borges, contenida en uno de sus formidables poemas, aquella de que “la muerte es una costumbre que suele tener la gente”, y me fue, del mismo modo, inevitable recordar una de las últimas conversaciones que tuve con ese nonagenario genial que fuera mi inolvidable tío Luis Aníbal. “No se te ocurra vivir hasta tan viejo” me dijo, como si aquella fuera una decisión que uno toma por su cuenta, como si esa fuera una opción o alternativa, como si la vida misma fuera eso, iniciativa propia, simple “ocurrencia”...

Dicen por ahí, el comentario es algo confuso, que alguna cultura antigua estuvo persuadida de que el pasado no estaba a nuestras espaldas, que estaba delante nuestro y que, por eso, es que lo podíamos recordar y contemplar. Que lo que verdaderamente estaba detrás nuestro era el futuro, y que por ello era que lo desconocíamos y nos provocaba ansiedad e incertidumbre; era lo que todavía no había sucedido, lo que aún no nos había ocurrido ni venido, y que por eso habíamos convenido en llamarlo “porvenir”. Qué curioso, algo “por venir” que no estamos de ninguna manera seguros si necesariamente nos traerá bienestar, o sea “porvenir”.

Hago esta disquisiciones persuadido que, como dice el título de aquella recordada película “La vida es bella”, la vida es corta pero bella. Pero... no podemos ver la muerte solo como la negación de la vida, como la anti-vida. Por el contrario, la muerte es parte inherente a la vida, es la confirmación de esta. No es algo que nos deba “quitar el sueño”, pero debería invitarnos a la reflexión, a no contemplar la vida como algo “dado por hecho”, como algo que no tenemos que cuidar, en cantidad y en calidad. Así, cada cumpleaños debería ser una oportunidad, no solo para la celebración, sino también y ante todo, para la meditación humilde y para la reflexión, para pensar que la vida es algo que pudiera dejar de ocurrir, que pudiera dejar de “pasar”...

Share/Bookmark

1 comentario:

  1. Interesante....
    Comparto:
    https://quasartechsciencie.blogspot.com/2019/12/noche-de-esperanza.html?m=1

    ResponderBorrar