08 febrero 2022

Crónicas y otras historias

Como creo haberles contado, volé mis últimos años como piloto, al servicio de una empresa islandesa, la Air Atlanta Icelandic. El mío era un contrato “on demand”, que se conoce en inglés como “free lance”. Operaba el Boeing 747-400 y estaba basado en Jeddah, que es una ciudad situada en la costa oriental del mar Rojo (en cuanto al nombre del mar: he oído que para los persas el negro representaba el norte y el rojo el sur; quizá esto explique también el título de la novela de Stendhal). La empresa operaba una flota de 18 Jumbos atendiendo un muy productivo contrato con Saudía, la aerolínea árabe. Lo vuelos cubrían las necesidades del “Hadjj”, la peregrinación religiosa que realizan los musulmanes a La Meca.

 

A pesar de que mis vuelos iban desde Marruecos hasta Indonesia, lo regular era que mis más frecuentes destinos estuvieran relacionados con el norte de África, Turquía y los países del Medio Oriente. Solo volando a Turquía debo haber estado en una docena de aeropuertos distintos; la mayoría a solo un par de horas de vuelo desde Jeddah, todos con terminales recién construidos. Una mañana me llamaron para que operara un vuelo a Bodrum que, al revisar en el mapa, descubrí que era un resort turístico ubicado en la esquina suroccidental de la península de Antalya (Anatolia), casi enfrentado a la isla de Rodas (aquella del muy nombrado Coloso).

 

Fuimos, la noche que llegamos, a un restaurante situado en la costa. Ahí supe que el nombre de la ciudad, que me sonaba latino, era efectivamente una deformación de Petronium, la ciudad de Pedro. Así la habían bautizado los Hospitalarios de San Juan, hoy Caballeros de la Orden de Malta, quienes habían utilizado las piedras de un famoso mausoleo (alguna vez considerado una de las siete maravillas del mundo) para construir un castillo en honor a San Pedro (!qué insólita locura!…) El mausoleo habría sido construido por la viuda de un antiguo sátrapa, llamado Mausolo, rey de Caria, aquello habría dado nombre a ese tipo de monumentos. Pero, más sorprendente me pareció que ese no había sido el primer nombre de Bodrum, sino Halicarnaso: la cuna de un famoso historiador griego.

 

Con Heródoto (484 a 425 a.C.), que sería reconocido como padre de la Historia, se empiezan a utilizar nuevos recursos; su método consistía en hacer preguntas a los testigos y comentar sobre lo que él mismo había visto y oído. Su trabajo se exponía en la forma de reportajes o informes de lo que hasta entonces se daba por conocido. Para él, como lo fue para Tucídides, la Historia era todavía una combinación de episodios reales con otros donde se confundían la leyenda y hasta el mito. Más tarde, con los historiadores del Imperio Romano, como Tácito o Suetonio, los Anales (de anual u ocurrido en un año) se convirtieron en la descripción del pasado, mientras que la Historia representaba lo contemporáneo, lo que iba sucediendo.

 

Terminada la Edad Media, fue en el siglo XVI, el de los grandes viajes y descubrimientos, cuando se asistió al nacimiento de una nueva forma de descripción, e incluso a un nuevo tipo de género literario; se lo conoció como crónica histórica. Los cronistas narraban episodios registrando fechas ordenadas de lo que iban observando y descubriendo (incluyendo la descripción de culturas y pueblos). No es coincidencia que el primer cronista haya sido Cristóbal Colón, el Almirante, con su Diario de a bordo. Más tarde, las Crónicas de Indias estarían a cargo de religiosos, exploradores, conquistadores y escribanos que se esmeraron en hacer buen uso del idioma, sea porque sus relatos estaban dirigidos a los monarcas o porque querían dejarlo todo bien presentado o mejor escrito.

 

No siempre los cronistas estuvieron presentes en las gestas que relataron; otros, en cambio, sí fueron parte de los acontecimientos, aunque escribieron solo “por encargo”; en estos casos, corrieron el riesgo de ser laudatorios y no objetivos. El suyo, más que un documento histórico, pudo pasar a ser una justificación deformada con un propósito más bien político. Hacia el año 1524 se habría de fundar el Consejo de Indias, organismo que creó la figura de un funcionario conocido como “Cronista Mayor”, quien asumió la responsabilidad de ciertas narraciones oficiales.

 

En nuestras latitudes fueron importantes: Pedro Cieza de León (Primera parte de la crónica del Perú - 1553); Agustín de Zárate (Historia del descubrimiento y conquista del Perú – 1555); Gaspar de Carvajal (Relación del descubrimiento del rio Grande de las Amazonas – 1559); Sarmiento de Gamboa (Historia de los Incas – 1572). Hubo dos oriundos de estas mismas tierras: el inca Garcilaso (García Lasso) de la Vega (Comentarios reales de los Incas – 1609 e Historia general del Perú - 1617); así como Felipe Guamán Poma de Ayala (Nueva crónica - 1600 y Buen gobierno – 1615). También se destacaron Fray Reginaldo de Lizárraga y otro cronista, amigo de Pizarro, quien se había desposado con una prima del Inca quiteño Atahualpa: se llamaba Juan de Betanzos.


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