30 abril 2021

Así hablaba Maniqueo

Sí, bien sé que este no fue el nombre que le puso Friedrich Nietzsche a su obra; bien sé que la que escribió obedecía al nombre de “Así hablaba Zaratustra”. Bien sé también que Maniqueo no es nombre propio y que, por lo mismo, no debería merecer una mayúscula; pero me he permitido la misma arbitrariedad con que –desde ya antes– se habría procedido, al calificar con el sambenito de maniqueos a quienes actuaban en consonancia con las enseñanzas de ese profeta persa del siglo III, conocido como Mani o Manes. Si maniqueos debíamos llamar a los seguidores de Manes, entonces ¿por qué no llamar al profeta de la luz y la tiniebla, de aquella absurda dicotomía del bien y del mal, de lo blanco y de lo negro, también como Maniqueo?

 

Hago esta sencilla reflexión al observar la comprensible aunque incoherente reacción de un significativo número de enfervorizados radicales que quieren descalificar y deslegitimar a una joven profesional que ha sido anunciada como la escogida para dirigir el Ministerio de Educación en el próximo gobierno. Y… ¿de qué se le acusa?, ¿de que es joven, o de que es mujer? ¿De qué mismo se le imputa?, ¿quizá de que no tiene formación o de que no tiene experiencia? Pues no; tan solo se le acusa de “haber sido correísta”, porque habría cometido el nefando e ignominioso crimen de haber participado en el gabinete de Rafael Correa.

 

Para empezar, no creo que porque alguien acepte colaborar con un determinado régimen, ya se deba deducir –ipso facto– que existe una afinidad ideológica. Si alguien acepta servir a su país, y además es honesto y se siente capaz, no lo hace necesariamente para apoyar un proyecto político; su persuasión o convencimiento es el de que está ahí para servir a la ciudadanía, de que lo que intenta es trabajar por un ideal comunitario y por el beneficio del Estado, no para ser un sumiso e incondicional esbirro de ese o de cualquier gobierno.

 

Creo, por otra parte, que estamos partiendo innecesariamente de una postura visceral y cavernaria: la de suponer que porque alguien es, o ha sido, simpatizante del anterior gobierno, es de por sí, sin prueba ni juicio, también otro funcionario venal y corrupto. No, de ninguna manera: así como existe gente corrupta y carente de integridad moral en cualquier gobierno, también existe, gente proba y honesta en todo tipo de gobierno; esta es gente que pone por delante sus convicciones y valores, su sentido del deber, su honestidad y su experiencia. Ser funcionario público no significa, por el solo hecho de serlo, ser sospechoso de peculado o de malversación de bienes públicos. Es solo una oportunidad para poner al servicio de la sociedad sus capacidades, su preparación personal y académica, sus mejores experiencias.

 

Si algo hoy criticamos en el estilo del auto-exilado líder, es justamente su espíritu pugnaz y atrabiliario, su actitud sectaria, obcecada e intolerante. Para Correa no hubo matices; en su particular gama de colores no existían los grises, todo era blanco o negro, no conocía posturas intermedias; sus conciudadanos estaban consigo o contra él; lo adulaban o eran sus enemigos. No había punto medio. Con un criterio así de aberrante, no se hace ni siquiera un equipo de fútbol, menos aún un proyecto genuino, y no se diga un acuerdo general como nación. No son posibles los acuerdos donde no existe tolerancia. No puede alcanzarse un propósito integrador donde no se reconoce la fuerza negativa que producen el odio, el denuesto y el escarnio. Cuando, en resumen, no damos oportunidad al otro para discrepar y disentir.

 

Si lo contrario sería lo cierto, si para actuar como servidor público sería primero necesario ser un partisano, tendríamos que cambiar a todos los funcionarios y servidores cada que existe un cambio de gobierno; tendríamos que aceptar que lo ideal sería transigir ante el concepto de un país incivilizado donde el reparto de mendrugos exige la imposición de la dentellada, donde tendríamos que reconocernos por las pasiones y los instintos, y nunca por el pensamiento y los ideales. Esa y no otra es la rémora brutal que producen la intemperancia y el sectarismo.

 

Manes pretendía ser el último de los profetas. A su altura solo podían ubicarse Zoroastro, Buda y Jesucristo. Aun así, ni a él se le hubiera ocurrido descalificar las posturas ajenas sobre la base de la pura intolerancia y de cualquier insensato argumento animado por el prejuicio. No, así no hablaba ni aquél que con su doctrina inspiró a los posteriores maniqueos. Porque son los actuales maniqueos, los maniqueos políticos, los que creen que lo que hoy piensan siempre está bien; y que quienes no comparten su creencia, son los fanáticos que invariablemente están en el error… Es curioso: un día escuché que una de cada dos personas que hoy se dicen anti-correístas habrían votado inicialmente por él… Me pregunto: ¿quién es más culpable, aquél que de buena fe fue parte de su gobierno, o quien cándidamente se dejó seducir y engañar por primera vez?


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