02 abril 2021

Semblanza del vagabundo

La Francisco de Caldas es una calle corta. Si uno se para en la plazoleta de San Blas, mirando hacia el norte y revisa su trayectoria, como yendo de oriente hacia occidente, observará que esta empieza en la Calle Ríos (hay quienes sostienen que comienza en la Valparaíso), cruza la carrera Guayaquil -que, en la práctica, divide la urbe en dos mitades-, sube hacia la Basílica, cruza la calle Vargas y termina en la calle Venezuela. En esa calleja irregular, viví los que creo que fueron unos de los años más importantes de mi vida; ahí estaba ubicada la casa de mi abuela. Viví allí desde 1957, año en que murió mi madre, vale decir: desde que tuve seis años de edad.

 

En el ánimo de ser prolijo, diré que en realidad fueron dos departamentos ubicados en dos casas distintas. Vivimos primero, según recuerdo, en el segundo piso de la Caldas 524; y, posteriormente, en una casa cuya entrada estaba ubicada solo unos pasos más arriba. Allí habríamos de ocupar el tercer piso: era la Caldas 528. Es esta “casa” la que me trae mejores recuerdos: era más cómoda y moderna (era que estaba remodelada), tenía una terraza bien aprovechada, lindaba con un amplio terreno sin construir, que lo habíamos declarado patrimonio nuestro. Era este una especie de parque abandonado que lo invadíamos a nuestro antojo para pasarnos a jugar; ahí aprendimos a ejercitar nuestro inicial y más cándido sentido de la libertad.

 

Si la terraza era un atalaya aventajado, había un elemento en la casa que permitía integrarse a la calle sin estar en ella, y que nos convertía en testigos de lo que pasaba en el vecindario: eran sus tres elevados balcones. Desde ahí se avistaba a quien se iba o a quien estaba por llegar, se conseguían los mejores lanzamientos de “vejigas” infladas, en tiempo de carnaval, y se importunaba a los personajes más estrafalarios que merodeaban en el barrio. Desde allí nos burlábamos de un renegrido carbonero al que habían dado por llamar “Pajarero”: era un sujeto vagabundo y demencial que jamás había probado un baño con jabón y que perseguía a los ingenuos con ánimo avieso, resentido y premeditado. No era un pordiosero, era un linyera asqueroso, harapiento y desquiciado. Nadie se quería cruzar con él, tan mugrienta era su apariencia, tan abominable su aspecto, tan repugnante su recado.

 

Era el Pajarero un tipo repulsivo, pero no era un pordiosero; a nadie pedía limosna, ni nadie se la hubiese dado. Así aprendí que no todos los vagamundos eran limosneros... Y es que hubo también, por esos mismos tiempos, otro sui generis personaje a quien tildaré de “el Extranjero”: vestía siempre de traje y corbata, aunque su vestimenta estaba siempre sucia y exhibía rasgos desaliñados; su apariencia no iba a tono con su condición: tenía facciones finas y sus ojos eran claros; aunque arrastraba algo sus pies, cual si le incomodase el calzado. Caminaba con lentitud, como si contase sus pasos. La gomina que añadía a su cabello le otorgaba una apostura altiva, un porte paradojal y aristocrático. Cuando se caminaba a sus espaldas, se podía observar que llevaba descosida la costura trasera del pantalón, como si no lo hubiera advertido o no se hubiera percatado... No era limosnero. Jamás lo vi solicitando.

 

Hubo una tercera, era una mujer entrada en años. Vestía un atuendo grotesco, su porte era estrafalario. La gente le gritaba desde lejos, la reconocía por su estrambótica vestimenta, por sus sombreros pasados de moda, por sus inusuales zapatos de tacón alto. La tildaban de “Torera”; sus ambulantes paseos eran continuos y cotidianos. Se llamaba Ana Bermeo, había sido costurera y presumía de modista de “hogares respetados”. La gente la miraba con desdén, cuando no con disimulado sarcasmo. Aún resuenan en mis oídos los fastidiosos gritos de los muchachos. Pero... nunca rogaba por nada; su único afán era lucir aquellos ropajes artificiosos. Su oropel estaba construido con retazos de indumentaria ajena; eran prendas reciclados, atavíos que otros habían despreciado...

 

Fueron los primeros seres trashumantes que conocí; luego sabría que había un tipo distinto de indigencia, de abyección y de locura: eran los llamados “homeless”. Eran personajes sin hogar, sin techo y sin fortuna, limosneros que vivían de escarbar los basureros, hurgando por un mendrugo de pan; eran tipos que buscaban rincones protegidos para poder pasar la noche. Vagabundeaban alertas, empujando su escuálida humanidad y sus escasas “pertenencias”, todas ellas contenidas en un carrito que habían “tomado prestado” de un cercano supermercado. Ellos fueron los errabundos más menesterosos que conocí; con sus costras y sus rastas. Se mostraban sórdidos e indefensos, siempre cuidando sus bártulos nauseabundos; mostrando su infame catadura y su porte desquiciado.


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