23 abril 2021

De Mariano a Salvador…

Hoy amanecí pensando en el motor crítico, aquél que -si se lo llega a perder en un bimotor de hélice- es el que más efectos adversos produce. Y así, como cuando una cosa conduce a la otra, y un pensamiento nos lleva a otro distinto, de golpe me acordé de él. Llevaba un apellido que antes no existía en el Ecuador; de hecho, nunca antes lo había escuchado, con excepción del de un cómico uruguayo que era parte del elenco de ciertas películas argentinas. Había escuchado de la existencia de un par de pilotos cubanos que vivían y volaban en Guayaquil; habían salido de Cuba después de la revolución castrista, sabía que eran gemelos y casi idénticos. Se llamaban Roberto y Guillermo Verdaguer. Hoy quiero contar de la insólita forma cómo los conocí y de cómo me hice amigo de uno de ellos…

Era el año 1972. Estando yo en Pastaza un día cualquiera (así llamábamos los pilotos a Shell Mera), había salido con mis colegas de TAO a tomar una cerveza a pretexto de realizar nuestra acostumbrada caminata vespertina. Y así fue cómo nos presentaron. Estaban sentados en un pequeño comedor avecinado a la bodega de “Goldfinger” (el padre de unas agraciadas féminas que alguna vez distrajeron nuestros arrebatos). Ambos habían coincidido en el pueblo aquella noche: el uno, Guillermo (que aunque gemelo parecía mayor), había llegado volando un viejo DC-3 que operaba para una nueva empresa llamada Americana; el otro, Roberto, era por esos días comandante de un Twin Otter perteneciente a una de esas empresas circunstanciales que aparecen de tarde en tarde en nuestro Oriente.

El punto es que todo sucedió de improviso al siguiente día. Era ya pasado mediodía y yo volvía a Río Amazonas de uno de mis destinos más frecuentes, Curaray; estaba ya por cruzar “el Arbolito”, un ejemplar "de follaje ancho y tronco esbelto" que nos servía de radiofaro situado cerca de Canelos, cuando escuché de súbito su llamada perentoria y desesperada. Era Roberto. Había salido hacia Tiputini, se le había apagado el motor izquierdo, estaba perdiendo altura y trataba de hacer un aterrizaje de emergencia. Pero, se había desorientado y no estaba seguro de dónde se encontraba. Yo estaba a punto de iniciar el descenso, pero decidí suspender la aproximación para tratar de ubicarlo y, de ser posible, asistirlo en su repentino y nada auspicioso predicamento. Di media vuelta y ascendí.

Era, por ventaja, una tarde bastante despejada. “¿Dónde crees estar?”, inquirí. “Estaba en media ruta -me comentó, balbuceante-, parece que además el compás no funciona correctamente”. “¿Qué es lo que ves abajo”, le pregunté. “Hay un río sinuoso rodeado de pantanos como medias lunas”, respondió. “Síguele y dame la lectura de la brújula”, le instruí. “120 grados”, contestó. Entonces presentí, o estaba seguro, que se encontraba sobre el Nushiño, un afluente del río Curaray y, muy probablemente, hacia el nororiente de Villano. Hacia allá me dirigí y no tardé en localizarle. “Te tengo”, exclamé: lo había avistado pero estaba terriblemente bajo. “Sigo perdiendo altura y velocidad”, imploró. “¿Cómo estás de carga?”, se me ocurrió preguntar. “Creo que estoy sobrecargado; tengo unos pocos pasajeros, pero la mayoría son víveres.”, musitó angustiado. “No importa. Solo controla la velocidad. Haz abrir la puerta y ordena botar toda la carga que se pueda”, sugerí. “Guarda el rumbo, que ya te tengo cerca. Te voy a dirigir para que pronto aterrices en el Curaray. Mantén la calma y solo procura controlar tu avión”.

Fue un milagro que pudiera localizarle. Fue justo a tiempo, porque su único recurso era un aterrizaje de emergencia sobre los árboles. El lanzamiento de la carga, dio inmediato resultado; me puse a su lado, me aseguré de que tuviera controlado el aparato, le pedí que me siguiera y, cuando logró ya estabilizar su avioncito, me puse adelante y ajusté la maniobra para que pudiera efectuar una aproximación tranquila y bien coordinada. Cuando ya estábamos en final corto, sobrevolé la pista, asegurándome de que estuviera despejada; ascendí, me puse otra vez en tramo de viento y supervisé su propia y final maniobra. Había aterrizado sano y salvo. Entonces, ya parado en la cabecera y loco de alegría me gritó por la radio: “¡Eres mi salvador tú, Vizcaíno! ¿Sabes qué, chico?: ¡Dios existe!”.

Aterricé enseguida para recogerlo y llevarlo hasta Pastaza. Nos volvimos a ver esa misma noche. “Nunca te llamaré de Alberto -sentenció-, he decidido rebautizarte. Para mí, de hoy en adelante, tu nombre será siempre Salvador”. Dos años más tarde fui a visitarlo, cené en su casa en Guayaquil; y departí con su mujer y sus tiernos hijos. Desde entonces, no lo había vuelto a ver. Hoy he escrito en Google su nombre: Roberto Verdaguer. Había muerto en Miami el 17 de marzo de 2012, tenía 85 años. Lo supe por un comentario que hace en el internet un amigo de su hija Karina. Me llevaba con 25 años. Roberto era un piloto que sentía nostalgia por su tierra; lo pude asistir una tarde que había perdido un motor volando sobre la selva, cerca del Nushiño. Pero en esta nueva vez, había perdido el único motor que sustentaba su vida y ni me había enterado… ¡Qué lástima, ni siquiera pude estar más cerca!


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