20 mayo 2022

De afeitadoras y navajas

Lo llaman “Principio de parsimonia” o Navaja de Ockham. Esto de la “parsimonia” no obedece enteramente a las definiciones contenidas en el diccionario, como frugalidad, moderación, circunspección o templanza. Para interpretar su significado quizá haga falta ir a la raíz etimológica latina; parsimonia era una voz relacionada con la oratoria, querría decir sobriedad, concisión, economía en las palabras. Visto así, consiste en un principio metodológico y filosófico que postula que: «en igualdad de condiciones, la explicación más simple suele ser la más probable» (o más probable de ser la correcta). Este no es un axioma irrefutable, pero ofrece una lección práctica: Si ya existe una razón simple, ¿para qué buscar otras razones y complicarse la vida?

 

Se atribuye el principio a un fraile franciscano que vivió a caballo entre los siglos XIII y XIV (1280-1349). El fraile se llamaba Guillermo de Ockham y ha sido considerado como “una de la mentes más brillantes que existieron en la Edad Media”. Ockham fue el más conspicuo representante del nominalismo; fue acusado de herejía por cuestionar la compatibilidad entre la fe y la razón, y por defender la imposibilidad de demostrar con esta la existencia de Dios. Su método suponía una “navaja” al método platónico, pues “afeitaba” el exceso de entidades (innecesarios razonamientos) del filósofo griego. El fraile murió debido a la peste negra y fue rehabilitado póstumamente por la Iglesia Católica. Conocí de Ockham a través de El nombre de la Rosa, la formidable novela de Umberto Eco. En ella, el personaje principal, el monje Guillermo de Baskerville, utiliza una metodología parecida.

 

Es probable que en Ockham y su navaja se haya inspirado otro incisivo escalpelo. Es conocido como Principio o navaja de Hanlon; consiste en una regla empírica, es un método usado para eliminar explicaciones menos probables, y es atribuido a Robert J. Hanlon, quien parece ser un autor desconocido. El aforismo estipula: «no hay que atribuir a la maldad lo que bien puede ser explicado por la estupidez»; el axioma pudiera ser una distorsión de la “falacia de la teoría del diablo” (una variación de la ley de Murphy) que habría efectuado un tal Robert Heinlein y que consiste en culpar a la maldad de los efectos que pueden obedecer a la estulticia. La lección es no subestimar que existen situaciones que pueden ser producidas por la estupidez y no  por la malicia o la crueldad.

 

Todo esto nos retrotrae a la vieja discrepancia de quién es el que hace más daño, si el tonto o el malvado. Creo, al respecto, que el debate ya ha quedado zanjado: Anatole France ya había enunciado con elegancia y autoridad: “El tonto hace más daño que el malvado, porque el perverso descansa a veces, en tanto que el necio jamás”. Al respecto, soy de la opinión que solo existe algo todavía más peligroso: la circunstancia del tonto que además es también malvado o, aun peor, aquella del tonto que se cree listo. Ya lo habría sentenciado el propio Albert Einstein: “Hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana, aunque no estoy muy seguro de lo primero”…

 

No hace mucho alguien urdió una increíble trama. Este cernícalo, un individuo acomplejado ruin y miserable, trató de perjudicarme. Con frecuencia había cuestionado mi estilo de liderazgo, un liderazgo que nunca fue autoritario, sino basado en comunicar con claridad, en inspirar y motivar, en ser respetuoso, empático y confiable. El susodicho, usando su cinismo y doblez intentó hacerme daño, haciéndome recordar en el ínterin la clasificación de los seres humanos establecida con ingenio por el italiano Carlo María Cipolla, y repartida en cuatro categorías:

 

Los inteligentes: esos que benefician a los demás y que de resultas obtienen algún provecho;

Los ingenuos: aquellos que favorecen a los demás pero se perjudican en el intento;

Los malvados: quienes perjudican a los otros, pero procuran siempre obtener su propio beneficio;

Los imbéciles: aquellos que hacen daño a los demás y, a cambio, no reciben ningún beneficio. Y, aun peor, aquellos que al final terminan perjudicándose ellos mismos…

 

Son tres las principales características de aquellos imbéciles, y ellas son invariablemente: la hipocresía, la ceguera y su propia inopia y estupidez.  Hipocresía, porque siempre actúan en forma disimulada, artera y aleve, procurando esconder lo que quieren, aparentando ofrecer sus geniales (e interesadas) alternativas y soluciones, siempre en busca de su propio y ambicioso beneficio. Ceguera, porque -en su ansiedad- nunca son capaces de ver que otros los están utilizando. Y, finalmente, estupidez: prestándose a ese doble juego, convencidos como están de que van a poder medrar o, al menos, pescar a río revuelto; y, claro, lejos de obtener algún exiguo beneficio, terminan disparándose en propio pié y perjudicándose a sí mismos.

 

Pero… tengan cuidado con los tontos. Ojo, he oído que están organizados, ¡hacen mayoría, son legión!


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