10 mayo 2022

Piedras que caen del cielo

Advierto, cuando reviso mis bitácoras, que “solo tuve que actuar de copiloto unas tres mil horas de vuelo, un diez por ciento del tiempo que llegué a registrar como piloto. Lo entrecomillado no constituye pretensión ni alarde; si acaso, solo intenta indicar que no tuve que esperar mucho tiempo para mis respectivas promociones. Ya mirado en retrospectiva, fueron horas y vuelos que disfruté a plenitud: gracias a ellos aprendí a emular lo mejor de cada uno de quienes fueron mis comandantes; gané en destreza, confianza en mí mismo, apuntalé mis conocimientos y reconocí, sobre todo, cómo manejar los problemas y situaciones inesperadas cuando se transige ante la incertidumbre o al estrés. Fue un tiempo provechoso e interesante. Agradezco, de veras, haberlo cumplido; aquello fortaleció los fundamentos de mi formación aeronáutica y, por sobre todo, fue un tiempo que lo disfruté.

 

Fui solo por un año copiloto en el C-47 o DC-3; y dos en el Boeing 707. Estando en este último, en entrenamiento para comandante, hubo un cambio administrativo que suspendió por pocas semanas mi proceso de instrucción. Cuando se resolvió el “conundrum” (el acertijo) se me asignó un nuevo instructor, quien se encargó de culminar lo que estaba pendiente. Haría con él unos pocos vuelos cargueros desde Miami a Cancún con materiales de construcción; Cancún empezaba recién a desarrollarse. Sería la única vez que estaría en la península de Yucatán. Esta vez usé “conundrum” con intención, pues había oído otra palabra que me la recordó: “palíndromo”, que –según comentó un locutor– significaba lo mismo que “capicúa” (algo que se puede leer igual en ambos sentidos). Sostengo que la primera se relaciona con letras (como en “reconocer”) y la otra con números (como en 2002).

 

Yucatán fue asiento de una de las más antiguas civilizaciones americanas: los mayas. Se calcula que sus ciudades pudieron haberse construido casi al mismo tiempo que la fundación de Roma, hacia el 750 a.C.; los mayas hicieron importantes descubrimientos en la escritura y la astronomía, y conocían el cero. Su hegemonía se truncó en forma inexplicable poco antes del año 1.000 de nuestra era. Allí, en las cercanías de Mérida, habría caído hace 66 millones de años, un asteroide de doce kilómetros de diámetro que se habría estrellado junto a la costa.

 

Si usted es aficionado a la geografía, revise sus mapas y localice hacia el norte de Mérida una línea de cayos que corre paralela a la costa; allí, pocos quilómetros hacia levante de un punto conocido como Progreso, se encuentra Puerto Chicxulub donde quedan los vestigios de aquel desastre. El cataclismo habría dejado la huella de un gigantesco cráter de alrededor de 200 kilómetros, el meteorito se habría estrellado a una velocidad inimaginable ocasionando voraces incendios de temperaturas incalculables; los investigadores están convencidos de que el acontecimiento envenenó el aire con azufre y fue causa para la extinción de los dinosaurios. Este hecho, sin embargo, habría permitido el esplendor y supervivencia de los mamíferos.

 

Existe la tendencia de confundir a los mayas con los aztecas; estos últimos llegaron a la parte central del actual México bastante después de la declinación maya, tuvieron su momento de apogeo entre los años 1.300 y 1.500, justo antes de la llegada de los españoles (1521). Mayas y aztecas serían descendientes de los Olmecas y Toltecas que, según se especula, pudieran haber sido los primeros en cruzar el estrecho de Bering, entre Asia y Alaska. Existen varios lugares en el mundo donde la ciencia cree que habrían caído devastadores meteoritos; uno de ellos en Rusia, otro pudo haber impactado el planeta en Tall el-Hammam, ubicado hacia el nororiente del Mar Muerto, actual Jordania, donde pudo haberse precipitado un descomunal asteroide que habría dado lugar a la leyenda bíblica de dos ciudades malditas: Sodoma y Gomorra.

 

No es inusual este fenómeno de cuerpos que caen desde el cielo, se trate de asteroides o de meteoritos (hay algunas diferencias). Si en una noche clara uno mira con paciencia y atención el cielo, puede descubrir un número importante de objetos luminosos que parecen surcar el firmamento, los llamamos “estrellas fugaces”; no son sino meteoritos que cruzan la atmósfera y que muchas veces se desintegran, antes de hacer contacto con la Tierra, en pleno recorrido. Cuando hace exactamente trecientos años (1722) el francés Jean Baptiste Bénard de la Harpe exploraba los márgenes del Arkansas, un tributario del Mississippi, encontró restos de meteoritos en las riberas del río que hoy cruza por medio del estado que lleva su nombre. Llamó al lugar “Petit Rocher” (Pequeña Roca) para reconocer la rara peculiaridad de uno de sus descubrimientos. Hoy, Little Rock es la capital de Arkansas, un estado que vio nacer al general Douglas MacArthur y, claro, al presidente Bill Clinton.

 

Otro día les contaré de un lugar que existe en el Valle de los Chillos; se llama “Playa Chica”, ahí parecen haber caído desde el cielo unas piedras de tamaño formidable. No son meteoritos, son enormes rocas de carácter volcánico. No provienen del Ilaló sino de otro volcán dormido: el Antisana.


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