13 mayo 2022

Un fugaz reconocimiento

Cuando niños (eran los años de primaria) hacíamos una dupla cómplice e inseparable con mi hermano Luis Eduardo. Sospecho que durante la temporada de receso escolar, no siempre era posible que ambos compartiésemos idénticos planes; a veces uno debía quedarse en Quito y buscar su propia forma de entretenimiento: jugar por propia cuenta. Así, cuando no obteníamos el permiso pertinente para “ir-a-patear-la-pelota” en los patios del colegio, el postergado terminaba auto-enjaulado en uno de los balcones delanteros, a donde iban a parar ipso facto -como lo hubiera enunciado fray Luis de León- “los más solitarios niños que en el mundo han sido"...

Tal como era la usanza arquitectónica de ese entonces, los balcones disponían de una traslúcida balaustrada elaborada con hierro forjado; de forma tal que uno podía sentarse en el piso del improvisado mirador y hacer auditoría de todo lo que transitaba por la calle. Y eso, una auditoría, era lo que hacíamos, cuando nos quedábamos solos y debíamos enfrentar el tedio de la inactividad en solitario. Solo nos hacía falta sentarnos en el piso del balcón, armados de papel y lápiz. El entretenimiento consistía en realizar una suerte de registro: había que anotar, ayudados de un cuaderno, las marcas de los automóviles que subían por la calle. En nuestra infantil pretensión, pudo haber sido todo un “campeonato mundial de marcas”...

 

Esos años, fueron los últimos que vimos los Auto Unión y los DKW (con el tiempo, sus fábricas se fusionaron) o los Saab (siempre presentes en las carreras de autos); fueron los últimos años, también, que vimos los Dodge y los Plymouth; y las últimas ocasiones que vimos los Chrysler DeSoto y los Studebaker, entonces ya convertidos en autos de alquiler (conocidos a la sazón como “carros de plaza”). En esos días los autos más comerciales fueron el Ford Fairlane y el Chevrolet Corvair. Hoy se me hace imposible olvidar el distintivo, a guisa de mascarón de proa, del DeSoto: exhibiendo la efigie de un barbado conquistador dotado de marcial armadura y casco mitrado. Aquel símbolo constituía un ansiado talismán de los coleccionistas adolescentes… Entonces, pocos sabían, que esa versión estilizada, era el dedicado tributo de la Chrysler a la memoria de un joven y ambicioso explorador español.

 

Hernando de Soto (1496-1542) fue uno de los pocos conquistadores que participó en la exploración y conquista tanto de América del Sur como de Norteamérica; hazaña esta, prodigiosa, si se han de considerar los rudimentarios medios de transporte disponibles hace quinientos años. Soto había nacido en algún lugar de Extremadura y había dejado España a temprana edad (solo tenía catorce años), acompañando a Pedro Arias Dávila, en busca de fortuna. Desde joven había mostrado coraje y disposición, así como gran habilidad para los negocios y asuntos administrativos. Soto había hecho fortuna con el comercio de esclavos y participando en varias expediciones en Centroamérica; por ello, estuvo en condición de aportar con varios barcos a la conquista del Perú.

 

Soto llegó a ser lugarteniente de Pizarro; habría estado en Cajamarca en la captura de Atahualpa, circunstancia en la que parece que llegó a hacer buena amistad con el Inca quiteño. Luego de muerto el soberano aborigen (1533), el conquistador habría recibido una parte importante del rescate que se había exigido (sin que los españoles hubieran cumplido con su inicial ofrecimiento). Más tarde, habría sido designado gobernador del Cuzco, y habría participado incluso en la fundación de Lima (1535). Pasado un corto tiempo, retornó a España, donde contrajo matrimonio con Isabel de Bobadilla, hija de su mentor, Pedrarias. Eran tiempos en que ya era famoso y se había convertido en uno de los más ricos exploradores que habían regresado de América.

 

El extremeño tendría alrededor de cuarenta años cuando se dejó seducir otra vez por el gusanito de los viajes de conquista. En 1538 obtuvo una comisión real y regresó a América, exploró la costa occidental de la Florida y luego condujo una expedición de valientes por el suroriente de los actuales Estados Unidos. Recorrió 6.000 kilómetros a través de ignotos y peligrosos territorios; descubrió y cruzó el Mississippi (cuyo nombre significa “padre de las aguas”), en una epopeya infatigable digna de los que buscan con ansiedad la gloria.

 

Entonces se enfrentó a las inclemencias de la naturaleza y al fiero rechazo de los aborígenes. Sufrió la falta adecuada de provisiones y tuvo que sacrificar hasta los caballos para que sus hombres no murieran de hambre. Al fin, sucumbió a la enfermedad y las infecciones; murió de fiebre en 1542 y fue sepultado por sus hombres en la ribera del mismo río que había descubierto. Ellos no pudieron cumplir la promesa de enterrarlo en su tierra que le habían hecho. El resto de la expedición regresó en balsas improvisadas a México el año siguiente. En cuanto a la fábrica de los DeSoto de la Chrysler, ubicada en South Bend, Indiana... esta cerró sus puertas en el año 1960.


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1 comentario:

  1. Súper e instructivo artículo, le agradezco por recordarme de la inocua y entretenida costumbre y pasatiempo de nuestra niñez. Abrazo

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