21 marzo 2023

Un ejercicio de paciencia

Esta es la historia de lo que ha sido uno de mis ejercicios de paciencia; habla de por qué abandoné, una y otra vez, un libro hasta que al fin lo pude terminar. Se trata de una novela que intercala varios diálogos a la vez, sin que esa mezcla tenga un sentido aparente. Por el contrario, la técnica que el autor utiliza (novedosa por lo demás) puede darle la impresión al lector de que tan compleja como enrevesada estrategia va a perpetuarse en el resto del relato y que, a más de conducirle a una confusa frustración, puede convertirse en causa para que abandone la obra, exasperado por el fastidio. De eso quiero contarles; les ruego que me tengan también una pizca de paciencia.

 

Hacia fines de quinto año, me apercibí de que la nota de grado de bachiller se establecía al integrar varios elementos: el promedio de primero a quinto; las notas trimestrales de sexto año; las de los exámenes escritos; y, finalmente, el rendimiento en el grado oral. Suponía que, aunque hasta allí mis notas habían sido discretas, todavía tenía posibilidad de graduarme con diez (equivalente a sobresaliente). Necesitaba un promedio superior a 9.1 y me propuse intentarlo… No lo hice por vanidad (según muchos, mi principal defecto). Veía en el propósito un desafío personal y, ante todo, un gesto de gratitud y reconocimiento hacia quienes habían sabido estimular mis estudiantiles empeños.

 

No debía perder puntos en sexto año… En esas estaba, cuando me informaron que me habían designado para participar en el “Concurso del Libro Leído” a efectuarse en el Salón de la Ciudad. Temí que la dedicación que asignaba entonces a mis estudios no me permitiría preparar el concurso debidamente, pero ya no podía excusarme. Empecé por elegir el libro que quería presentar. Eran los años del Boom; escogí la saga del realismo mágico “Cien años de soledad”, de Gabriel García Márquez, a pesar de que todavía no la había leído. Pudo no haber sido la selección más adecuada: anticipaba que podían haberla escogido algunos de los otros participantes.

 

Pocos días antes del certamen, un personero de Librería Cima, el nunca olvidado señor Carrera, me sugirió otro libro, escrito por Vargas Llosa: “Conversación en la Catedral”; pero ya era muy tarde para cambiar de elección. Como recuerdo, la obra o estaba por salir o ya estaba agotada. Supe que giraba alrededor del gobierno de Manuel Odría en el Perú. Era la primera vez que escuchaba ese título y me propuse leerla luego de finalizado el colegio; pero sería también la primera vez que dejaría una obra sin terminar… Todo se debió a esos diálogos intercalados y superpuestos de los que está construida la historia. Por ese motivo la abandoné, aunque siempre me prometí intentarlo otra vez.

 

No se qué pasó con el libro (quizá lo regalé o lo terminé prestando). Mucho después traté de leerlo nuevamente –esta vez, ya en versión digital– pero otra vez lo tuve que dejar: me pareció que el autor abusaba de un recurso que hacía la trama confusa, si no inentendible. Era como si se “barajaran” los coloquios: un diálogo se entremezclaba con los elementos de otro sin que las frases tuvieran relación. Había tardado en reconocer, por ejemplo, que la conversación que mantenían Zavalita y el negro Ambrosio en una precaria cantina llamada “La catedral” (de ahí el nombre de la novela), se intercalaba con otros diálogos con los que no tenía relación… Era pues ahí, parafraseando una expresión que se repite en la novela, donde “se había jodido” mi premiosa comprensión.

 

Hoy que lo pienso, quizá Santiago Zavalita no sea el personaje principal (hay quien sospecha que cuando Zavala relata es la voz del propio autor). A veces barrunto que es más bien Ambrosio, el espigado chofer de su padre, quien con sus comentarios da sentido a los acontecimientos y permite interpretar y comprender mejor la trama. Me parece que es Ambrosio, con su intuición, quien ayuda a valorar en forma adecuada, no solo los asuntos de carácter social y político, sino los desencuentros y las intermitencias de esa profunda brecha que distancia a Zavala con su padre.

 

Estos días he hecho un nuevo intento con la novela; solo para confirmar lo alambicada que puede resultar su lectura si no sabemos anticipar el efecto del recurso comentado. Y aunque el autor está en el derecho de usar la herramienta que mejor crea conveniente, no dejo de estar persuadido de lo desfavorable e innecesaria que la mezcla resulta. La historia fluiría en forma más ágil si los diálogos de la primera parte no estarían sobrepuestos, cual si obedecieran a intercambios verbales simultáneos, produciendo en el lector exasperación y fastidio. 

 

O, quién sabe… quizá a ello mismo se deba el gran reconocimiento que ha alcanzado la obra. A fin de cuentas, ha sido el mismo autor quien la ha declarado su preferida; ha dicho que si tuviera alguna vez que salvar una de sus obras, en caso de un hipotético flagelo, no dudaría en rescatar “Conversación en la Catedral”. Sí, ha sido tal vez un ejercicio de paciencia; pero ha sido, sin tener que dudarlo, una de las historias mejor contadas que he leído en mi vida...


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