14 marzo 2023

Guerras de religión

La gente pelea por cualquier cosa, porque ha malentendido un mensaje, porque sospecha que no le quieren o cree que le quedaron mirando. Lo propio sucede con las guerras: hay quienes luchan por unas fronteras, otros porque no interpretan con exactitud un protocolo, o por un sentido de honor y hasta por el “espíritu de cuerpo”. Otros se pelean porque, a pesar de que creen en un mismo dios, quieren tener otros dogmas, liturgias o ritos; o prefieren ejercitar otros sacramentos (o los mismos con diferentes ceremonias). La historia de la humanidad está repleta de esos cruentos enfrentamientos. Y esta gente mata, inconsciente de que matando incumple el mandamiento del amor al prójimo y aquel otro que ordena “No matarás”…

 

En un momento del desarrollo de la civilización, que en teoría tuvo un resurgimiento de los valores (el Renacimiento), se instauró la Inquisición, resurgieron las persecuciones religiosas y familias enteras fueron expulsadas de su colectividad porque practicaban una religión distinta. En 1492, a la par que se descubría otro continente, se expulsaba de España a judíos y musulmanes y se prefiguraba hasta donde podían llegar el fanatismo, la intransigencia y la intolerancia… El clero predicaba lo que sus miembros no practicaban. Nuevos curas y pensadores propiciaban una inminente reforma, creían que tenía que haber un cambio. De tanto rezar la gente se había olvidado de los demás y hasta se había olvidado de Dios.

 

Un futuro fraile nacido en el Sacro Imperio Germánico, Martín Lutero, tenía nueve años cuando Colón llegó al Nuevo Mundo. Con el tiempo, fue madurando nuevos conceptos que precipitaron un inesperado cisma en el cristianismo. El malestar arrastró a muchos y tuvo el efecto de lo contagioso. En Francia otro agustino nacido en 1509, Juan Calvino, a riesgo de ser considerado hereje, aportó con nuevas iniciativas y provocó hacia el final de sus días unas guerras que tendrían ocupada a Europa los últimos cuarenta años del fatídico siglo XVI. Una nueva rama del cristianismo arraigada en Francia y Flandes, conocida como de los hugonotes (con probabilidad por el nombre de Hughes, uno de sus líderes), habría de soportar el asedio de quienes no cejaban en sus crueles empeños hasta aniquilarla…

 

Desde 1562 hasta 1598 los hugonotes fueron perseguidos, luego tolerados nuevamente; más tarde –era la noche de San Bartolomé– masacrados sin misericordia; luego autorizados otra vez a ejercitar su culto; y finalmente obligados a practicar una religión que no era la suya o compelidos a abandonar sus país de origen. Más tarde, y por otra centuria, las discrepancias religiosas pasaron a ser un tema cotidiano y quizá el más importante en una Europa convulsionada; hoy se hace imposible calcular el número total de fatalidades que se produjeron por causa del encono y antagonismo entre aquellas facciones que habían compartido hasta hace poco las mismas creencias y ceremonias, dentro de una fe que unos y otros venían considerando como la única y verdadera religión.

 

Por el lapso de todos esos impíos e intolerantes años no cesaron las hostilidades. Tan pronto como las facciones parecían transigir o ponerse de acuerdo (y luego lograban firmar una paz precaria), nuevamente alguien provocaba o reanudaba una vieja discrepancia. O renacía así una nueva inconformidad y algún olvidado desencuentro servía de pretexto. Por más de una tercera parte de aquel malhadado siglo XVI los enfrentamientos se fueron repitiendo, hasta 1585, cuando por trece años continuos se produjo el octavo de aquellos inauditos enfrentamientos.

 

Insólito como parece, estas disputas no se produjeron entre militares; fueron cruentas guerras protagonizadas por civiles en nombre de su fe. Los hugonotes habían recibido el apoyo de algunos países extranjeros y de ciertos miembros de la nobleza. En el transcurso de los acontecimientos se firmaron diferentes tratados o se emitieron edictos (decretos reales) que determinaron sanciones y prohibiciones, o que pusieron un cese temporal a dichos conflictos. Cada vez se establecían nuevas restricciones o se reinstauraba una frágil libertad de culto. El cese de las incidencias solo se logró cuando Enrique de Navarra, un rey que había jurado y abjurado tanto del protestantismo como del catolicismo, se coronó finalmente como Enrique IV de Francia, impulsado por su deseo de consolidar la paz y por el ineludible juego político requerido para su ascenso al trono (suyo sería aquel “París bien vale una misa”).

 

Pero esto tampoco produjo una paz definitiva; los enconos y ataques se siguieron renovando de tiempo en tiempo. Así habría de pasar la casi totalidad del siglo siguiente hasta que el Rey Sol, Luis XIV, sustituyó el edicto de Nantes (que reconocía la libertad de conciencia) por otro nuevo, el de Fontainebleau (que la suspendía), sin poder evitar nuevos descontentos. Era el año de 1685.


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