03 marzo 2023

Faltas, vicios y pecados

Caía en cuenta el otro día que no solo que las palabras van cambiando de significado, sino que son esos mismos significados los que en forma caprichosa van escogiendo otros significantes, otras palabras. Advertí, por muestra de ejemplo, que en los albores del cristianismo, esto es antes del inicio de la Edad Media, a veces la palabra “vicio” se utilizaba para el mismo propósito que el término pecado. Los llamados “Padres de la Iglesia”, por ejemplo, fueron coincidiendo en que existían unos pecados “más significativos” o importantes, unos que daban lugar a los demás pecados; a estos los llamaron pecados o vicios capitales (de la voz latina caput, capitis, cabeza) porque creían que eran los que provocaban –cual si fueran jefes– todas las demás flaquezas.

 

Esto del “pecado” no es un invento del cristianismo. La Biblia, cuya redacción lo antecede, está repleta de menciones de estos “malos comportamientos” de la humanidad desde tiempos inmemoriales; ahí se habla del pecado e incluso de otras “abominaciones”. El pecado es tan viejo como el ser humano; los primeros pecadores habrían sido nuestros padres Adán y Eva (habrían cometido un pecado de desobediencia, una forma de soberbia). El cristianismo por su parte, sobre todo cuando se fue estructurando como Iglesia, fue como poniendo la casa en orden: clasificando todas esas faltas veniales o no tan veniales que, en comparación con los preceptos de Moisés, pasaron a ser consideradas como transgresiones, pecados o concupiscencias.

 

En los primeros siglos, los teólogos coincidieron con ese concepto, propusieron que había unos pecados que no solo eran el motivo para que se cometieran otros, sino que había uno que era algo así como “il capo di tutti capi”, el verdadero culpable de todos los otros desacatos: la ubicua e infaltable soberbia. Además, no siempre los vicios capitales fueron siete (un guarismo siempre preferido para estos asuntos), sino que hubo gente importante (Cipriano de Cartago, Juan Clímaco, Gregorio Nacianceno, Alcuino de York, Agustín de Hipona), que estaban convencidos de que los pecados capitales eran realmente ocho (parece que había discrepancia respecto a la maledicencia). Sería otro Gregorio, un papa sabio, Gregorio Magno, quien hacia finales del siglo VI, estableció que solo serían siete: soberbia, envidia, ira, avaricia, gula, lujuria y pereza.

 

Para este pontífice, que llegó a papa siendo un simple monje, y que propuso la idea del “purgatorio”, el origen de todos los pecados sería la vanagloria: el orgullo o soberbia. Si de esos vicios nacen los demás pecados en que cae el hombre, para evitarlos, haría falta practicar las “buenas virtudes” que les son correspondientes: contra soberbia, humildad; contra avaricia, generosidad; contra lujuria, castidad; contra ira, paciencia; contra gula, templanza; contra envidia, caridad; y, contra pereza, diligencia… En la escuela nos enseñaron un método mnemotécnico para recordar esos pecados: el acrónimo SALIGIA. Las últimas dos letras significan invidia y acedia (envidia y pereza en latín).

 

Ahora bien: fuera de las faltas menores o pecados veniales, ¿qué sería más grave el pecado o el vicio? Hoy se cree que son dos conceptos que no son necesariamente excluyentes: no todo vicio es pecado ni todo pecado es un vicio per se. Un vicio es un hábito que es dañino para la salud y el entorno familiar de una persona; algunos son inofensivos en apariencia, como sentarse toda la tarde a ver la tele y que nadie podría catalogarlos como pecados. Hay vicios, por otro lado, como la pornografía, el abuso de sustancias o la corrupción, que son males morales que no solo afectan al individuo y a su entorno, sino que hacen daño a toda la sociedad. Por tanto, no es lo mismo ser un vulgar vicioso que tan solo un pobre pecador…

 

Resulta curioso pero ya casi nadie habla del pecado (me temo que ya ni siquiera se habla del pecado en las iglesias). Se da por sobreentendido que faltas como la gula, la lujuria y la pereza son subproductos del hedonismo (la pura y no tan simple búsqueda del placer) que caracteriza a nuestra sociedad de consumo. Faltas como la ira se interpretan solo como una pérdida de control y la soberbia puede ser identificada como un simple rasgo del carácter; son “deficiencias” que pueden ser “tratadas” para que sean controladas o para que no produzcan un mal mayor, tanto a las personas que las padecen como a su entorno. Serían las muestras de envidia o de avaricia las que más se notan y que condenan a cualquier persona.

 

En cuanto a ese otro feo asunto, la maledicencia… es por lástima un defecto generalizado y subestimado. Tuve alguna vez un par de colegas de profesión a quienes nunca escuché hablar mal de nadie, preferían quedarse callados a caer en la crítica negativa; ellos evitaban aportar, con su cómplice aquiescencia, a la maldad ajena. Su silencioso reproche constituiría por siempre una generosa lección moral, enseñanza ética que ya jamás olvidaré…


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