19 noviembre 2021

En el camino de regreso...

Es probable que, siendo niño, me haya extrañado aquello de que, a diferencia de las centenas que siempre utilizaban el sufijo “cientos”, no sucediese lo mismo con las decenas que usaban el sufijo “enta”, palabra inexistente que, no tiene traducción. Con el tiempo he venido a concluir que se trata de una terminación, o sufijo, que significa “número de remedios”; efectivamente, estoy ya tomando en estos mismos días un conjunto de seis unidades de distintos medicamentos y nada me garantiza que pronto, muy pronto, no me encuentre enfrentando la ingesta de la séptima forma de este tipo de paliativos... Solo espero que esa pastilla, cápsula o tableta, sea una medicina para la memoria, pero –claro– no por los nunca deseados motivos.

 

Y es que, por una de esas razones que uno no encuentra explicación, me he ido persuadiendo que eso de cumplir setenta años es una especie de punto de no retorno, una forma de encrucijada, de punto de eclosión. Decir setenta ya no parece parte del camino, se antoja más bien como parte del regreso. Y no pienso así porque crea que el hombre se enfrenta de pronto a un umbral donde han menguado sus facultades (o que se haya tornado un tanto “decrépito”); sino que estoy persuadido que se va enfrentando a un desafío: eso de ir dando renovada importancia a lo que antes hizo, a lo que antes pasó. Desde ese punto de vista, llegar a esa edad es tener acceso a un privilegio: la oportunidad de combinar lo que se vive con el agradecido recuerdo de lo que se vivió. Es para eso que sería formidable una pastilla (si la hay), tan solo para eso: para acicatear la memoria.

 

De niño ya me vi obligado a ejercitar la memoria. Temprano aprendí que la repetición y unos pocos subterfugios me ayudaban a memorizar lo que no siempre pudo retener mi incierta inteligencia. Siempre espoleó mi curiosidad (y febril imaginación) aquello de que los poemas homéricos no habrían sido escritos sino que eran historias que se memorizaban y que fueron pasando de boca en boca y de generación en generación. Así supe que aquellas obras formidables, La Ilíada y La Odisea, no habrían sido escritas por una sola persona. Y que su presunto autor, si hubiese sido un personaje único, solo habría sido una suerte de recopilador. Puedo decir, como casi todos, que nunca las he leído por completo o en forma sistemática; quizá solo resúmenes o fragmentos, quién sabe si por eludir la posibilidad de enfrentarme al tedio de leerlas en verso, o a no entender y apreciar su trama en el intento.

 

Creo que fue La Ilíada la que me atrajo menos. Es la historia de una guerra, sucedida en un lugar que nunca pude identificar con facilidad; solo más tarde descubriría que estuvo alguna vez ubicado en el noroccidente de la península de Anatolia, muy cerca de la entrada del estrecho de los Dardanelos. La de Troya es una guerra por el honor, pero al fin es un conflicto ocasionado por el amor y los celos; es la historia de la abducción de una mujer hermosa llamada Helena, la de una guerra en la que se enfrentan Paris y Menelao, el marido ofendido. Vi alguna vez, siendo niño, una película que exhibía la cruenta historia, con el famoso y legendario caballo incluido, salí de la sala enamorado para siempre de la protagonista, una actriz italiana de rostro inolvidable. Se llamaba Rossana Podestá, fue para mí como una diosa que la habían tenido escondida, fue desde entonces la preferida de mi particular Olimpo. La Ilíada fue, para mí, solo la historia de una pelea, y a mí la verdad no me gustan las peleas…

 

Pero fue la Odisea la historia que por siempre me cautivó. Siempre me pareció la saga de una aventura inigualable; trata del regreso a casa del héroe, el mismo que tiene que enfrentarse a toda suerte de peligros para regresar a donde su amada Penélope. La Odisea es la historia de un viaje de retorno, de los riesgos que debe de enfrentar Odiseo, o Ulises, para, luego de un periplo de diez años (la guerra ya había durado otros diez), regresar a casa -viejo y cansado- a recuperar una esposa que es asediada por sus propios amigos convertidos en pretendientes. El héroe termina disfrazado de mendigo y es así cómo su dueña lo reconoce: no a pesar de su embozo, sino justamente gracias a él. Quizá por eso, siempre me dejé seducir por la magia de los regresos, sin caer en cuenta de la intrínseca dicotomía que tienen los retornos: una llegada en apariencia que esconde la inminencia de una nueva partida, la misma que no es sino el principio de una nueva forma de volver…

 

Superado ya el travieso guarismo del sesenta y nueve, este setenta se me presenta como una oportunidad para disfrutar, con la sabiduría que regala la edad, las cosas que tal vez vendrán; y, para, aprovechando del beneficio que pueda aportarnos la memoria, gozar todavía de todas aquellas otras cosas que nos fue regalando la vida…


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