26 noviembre 2021

Calamares y otros antojos

Siempre me gustó el calamar: es un producto marino de sabor discreto, su textura es firme y es fácil reconocer si está fresco o en buen estado. Siendo, como soy, oriundo de la región interandina, mi dieta no tuvo -por lo menos hasta que llegué a la edad adulta- preferencia especial por el pescado y los mariscos. Poco a poco, sin embargo, fui tomando gusto por los productos marinos, y en particular por ese molusco. En el país los platos más populares, hechos con calamar, son: el ceviche y los calamares fritos, que se los sirve arrebozados. El producto es por lo general estándar, los calamares son de una sola clase y miden entre quince y veinte centímetros de largo; son fáciles de limpiar y pelar, como también de preparar.

 

No creo que existan otras formas de preparación en nuestra costa, al menos en los sitios de consumo general; no descarto que existan otros modos de cocción, pero ya son temas de alta cocina y especial preparación. Lo que sí pasa es que no se confunde al pulpo con el calamar, ambos están plenamente identificados. No hay forma de que se quiera pasar “gato por liebre”. Pero, de vuelta al calamar, eso es todo lo qué hay: calamares fritos, ceviche, y uno que otro plato combinado, como arroz con calamar. En España he tenido oportunidad de saborear un calamar diminuto que se sirve en escabeche; lo conocen como “chipirón”, pero es simplemente un calamar pequeño, no se trata de otra variedad. En Asia lo he probado como un plato agridulce. La textura y el sabor combinado lo convierten en uno de mis favoritos.

 

Mientras trabajé en Corea fui tomando gusto por sus particularidades culinarias; llaman al calamar o-ching-o, o algo parecido (오징어), lo aderezan con su típica salsa fermentada y picante, que tiene algo de dulzor. Lo preparan en pequeñas tiritas (como cortadas a la juliana) y le añaden vegetales y semillas de sésamo. Un día entré a un pequeño restaurante y pregunté que cómo se llamaba algo que comía otro comensal y lo ordené (dolzot o-ching-o); realmente me fascinó. Ellos tienen, además, otro tipo de calamar: es más grande (entre treinta y cuarenta centímetros), su carne es más dura, el sabor es más fuerte, lo fríen en los sitios públicos y su olor no es muy agradable. No sé cómo lo llaman en coreano, nunca supe porqué no me gustaba su olor, y nunca me atreví a preguntar. Lo que sí recuerdo es que otros colegas me aclaraban que no era calamar, sino otra especie que en inglés se conocía como “cuttlefish”.

 

Sucede que ellos estaban equivocados, no era cuttlefish. En español se dice sepia, que es una especie de apariencia distinta: solo tiene tentáculos y aletas. Lo que había en Corea era un calamar más grande que no tenía el sabor ni la textura del nuestro. A pesar de su olor desagradable (aquellas fritangas olían a cola de zapatero), un día me animé y lo probé: no me disgustó, pero era como mascar un caucho semiduro, que permanecía por largo tiempo en la boca mientras se bregaba con su deglución. Después he descubierto que el que se preparaba asado a la parrilla en las calles de Seúl, era un tipo distinto de calamar, de menor calidad y menos cotizado; lo llaman “pota” en España. Pero la sepia es diferente, es más pequeña, tiene una concha interior redonda y no esa pluma de apariencia plástica que tiene el calamar.

 

Estos días he estado viendo una serie coreana de la que se habla por todas partes; se llama “El juego del calamar” y es un concurso entre personas endeudadas que califican para competir por un premio desproporcionado. Los participantes deben pasar una serie de pruebas que les permite continuar en carrera o ser eliminados; lo que no saben es que aquello de ser eliminados” no es un simple eufemismo, pues el significado es literal. Son al principio un medio millar de concursantes que luchan por una ilusión, pero pronto descubren que, además, deben enfrentarse unos a otros para sobrevivir. La serie concluye cuando queda un solo vencedor, quien se resiste a aceptar que no se trataba de un juego para determinar un ganador, sino para entretener a otros individuos que se divertían como si se tratara de una carrera de caballos donde fungían de indolentes apostadores…

 

El juego del calamar consistiría en un entretenimiento tradicional coreano, que antes habría sido muy popular entre los niños de ese país. El trazado se parece a nuestra rayuela; se juega entre dos personas que están autorizadas a utilizar la fuerza y todo tipo de recurso con tal de poder desplazar fuera de la figura a su adversario; se llamaría así porque la geometría angular del diseño se asemeja a la apariencia física del molusco. La serie termina con un anti-clímax: el juego representa una gran metáfora y su mensaje es relativamente simple: no vale la pena tratar de eliminar a todo el mundo si la recompensa es terminar -innecesariamente- más rico que los demás…


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