28 mayo 2024

De castañas y otras nueces

La llamaban Gretchen, la conocí en la piscina de la escuela de aviación. Todo ocurrió el día mismo de mi decimoctavo cumpleaños, con el que –de súbito– podía ya ordenar una cerveza y me convertí en “mayor de edad”… Tenía libre esa mañana y había bajado a la pileta pues quería practicar eso de “lanzarme desde el trampolín”. En esas estaba, cuando en una de las zambullidas no levanté la cabeza a tiempo y rocé la frente en el piso de la alberca. Braceé hasta el otro lado y solo entonces caí en cuenta que tenía sangre en el rostro y que alguien había sido testigo de lo sucedido… Una atractiva chica escogía una tumbona y se disponía a acomodarse, cuando reconoció que sangraba y se ofreció a acompañarme a la enfermería. Subimos luego a mi habitación; fue cuando “me supo” procurar otros cuidados … Así, sin más, “la conocí”…

Más tarde mi entusiasmo amainó cuando me enteré de que no era “el único”; que similares atenciones ya les habían sido prodigadas a otros de mis propios compañeros de dormitorio... Había creído, ¡qué ingenuidad!, que “había sido el primero” pero tuve que contentarme con la certeza de que, en realidad, había sido ella la que “había sido mi primera vez”… Gretchen fue la culpable de mi verdadero debut, de “mi primer vuelo solo”; fue, a la vez, el único pasajero de ese, mi “maiden flight”… Fue ella, además, quien me contó que su nombre era solo un diminutivo –el de Gänseblümchen en alemán, o Daisy en inglés–. Me contó que su nombre significaba “perla”, voz que provenía del latín margarita… “No lo puedo creer –respondí–, así mismo se dice en español, pero es un vocablo que no admite diminutivo: no puedes decir “margaritita”…

 

Y fue a ella a quien escuché por primera vez aquel “hazel” (se dice “jeizel”), para referirse al color de mis ojos, término que por más de 50 años estuve convencido de que quería decir “castaño”, oblivious to the fact (ajeno al hecho) de que esta era palabra que se refería al color marrón, y no al de la “avellana”, que es lo que realmente significa en inglés. Habría estado equivocado por tan largo tiempo, pues estuve convencido de que hazel era una tonalidad de castaño, cuando en realidad hacía mención a ese color “pardo bajito”, claro y algo verdoso, que tiene la corteza de ese otro fruto, esa nuez redonda que llaman avellana.

 

Existe una curiosa expresión en el castellano, aquella de “sacar las castañas del fuego”. Hay quienes la utilizan para indicar que una persona habría hecho un favor a alguien más o que habría sacado de un apuro a otra persona. El diccionario define esa locución con el sentido de “ejecutar en beneficio de una tercera persona algo que puede resultar en daño o disgusto para uno mismo”, lo que solo quiere decir: “hacer que otra persona acometa una tarea, que uno mismo no la quiere ejecutar”. El origen de la expresión estaría en una fábula de Jean de La Fontaine; en la que un mono y un gato tratan de asar unas castañas. Mas, cuando las tienen que retirar del fuego, el mono lisonjea al gato adulándole por su valentía. Esto halaga al felino, quien, sin mucho pensarlo, orgulloso se decide a tomarlas con las manos, quemándose en el intento…

 

Existe también otra conocida expresión, relacionada con esas mismas nueces, aquella de que alguna condición o circunstancia “pasa –o ha pasado– de castaño oscuro”. Esta lo que realmente quiere decir, es que una situación determinada se ha convertido en algo demasiado enojoso o grave” (esto, de acuerdo con el diccionario), es decir que algo se ha tornado excesivo o insoportable.

 

Pero si hemos de hablar de nueces y frutos secos, mi favorita es una que llaman “anacardo” (la verdad es que siempre he preferido identificarla por su nombre inglés), tiene la forma de un diminuto riñoncito que no pasa de dos centímetros, su nombre botánico es “anacardium occidentale”. Algunos la llaman “nuez de la India”, sin embargo de que es el fruto de un árbol originario del Brasil. Tiene una gran variedad de nombres, pues muchos solo tratan de imitar el sonido de la voz inglesa “cashew nut”. Sé que también la llaman cajú, cayú o cashú; o con un generoso número de otros extraños nombres, como merey, marañón, cajuil o pepa.

 

Dice la enciclopedia que este anacardo se cultiva en países del norte de Sudamérica, en lugares que gozan de clima tropical. Los “cashew nuts” eran calentados en los hornos de primera clase y los servían en algunas aerolíneas asiáticas; eran una verdadera golosina. Con el tiempo me fui dando cuenta que eran peligrosos: algo había en su textura  y sabor que los convertía en adictivos… Siempre los preferí sobre las almendras, las nueces, las avellanas o las castañas. Esos riñoncitos son ideales para acompañar un matinal aperitivo…


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24 mayo 2024

Una paz muy arisca

Es una verdad de Perogrullo que las guerras surgen de imprevistas discordias, de súbitos desacuerdos o de renovados resentimientos; pero, una cosa es cierta: el combustible que las propaga o prolonga siempre está integrado por la hipocresía y el cinismo. De hecho, ellas sobreviven gracias a esos silencios acomodaticios convertidos en complicidad. Frente a ello, y a través del tiempo, siempre ha sido valioso el papel que ha sabido asumir la literatura. Esa disposición o postura no se ha generalizado por desgracia. Hoy mismo, son muy pocas las voces que repudian los conflictos bélicos que se mantienen en el mundo; de veras parecería que ellos a pocos importan. Pasan pocas semanas y, al cabo, los medios dejan de informar.

Ya en la antigüedad, el gran Eurípides juzgaba como una forma de necedad aquello de tratar de ganar fama buscando, en el combate, remedio para los conflictos entre los pueblos. Por esa misma línea han sabido levantar sus lúcidas voces escritores como Louis Ferdinand Céline, Jorge Luis Borges o José Saramago (para citar unos pocos y sin seguir necesariamente un orden alfabético).

 

Céline se refirió a nuestra “arisca paz” en su Viaje al final de la noche. Rechazó la inútil futilidad de la guerra “por todo lo que esta entraña”; “no la deploro, ni me involucra –dijo–, no quiero tener nada que ver con ella”. Se refirió a todos esos soldados muertos, a esos hombres desconocidos que luego nadie los recuerda. Y, con ese lenguaje violento, satírico y, a veces, obsceno que lo caracterizaba, desafió por medio de uno de sus personajes a recordar el nombre de uno solo de ellos: “Resultan tan anónimos, indiferentes y más desconocidos que un detrito matinal –dijo–, ¡murieron para nada, absolutamente nada, como cretinos!”

 

Borges también se dejó escuchar: “A pesar de ser nieto y bisnieto de militares… soy pacifista. Creo que toda guerra es un crimen. Además, si se admiten guerras justas, que sin duda las hubo —la guerra de los Seis Días, por ejemplo—, si admitimos una guerra justa, una sola, eso ya abre la puerta a cualquier guerra y nunca faltarán las razones para justificarlas; sobre todo, si se las inventa y se encarcelan como traidores a quienes piensan de otro modo. De antemano, no me había dado cuenta de que Bertrand Russell, Mahatma Gandhi, Juan Bautista Alberdi y Romain Rolland tenían también razón al oponerse a la guerra; y quizás se precise más valor ahora para oponerse a la guerra que para defenderla o, incluso, para participar en ella”.

 

El premio Nobel José Saramago tampoco estavo ausente en este reprobador empeño. Poco antes de su muerte había estado trabajando en una novela de carácter pacifista a la que había titulado Alabardas, espingardas. En ella, una pareja mal avenida convierte el espinoso asunto en una alegoría doméstica: ella es una militante pacifista y antagoniza con su consorte que, para colmo, trabaja para una industria fabricante de armas. Lástima que el portugués no alcanzó a cumplir con su cometido (solo había dejado unos pocos capítulos). Tengo, entre mis planes continuar con ese proyecto. Me encantaría concluir aquella tarea…

 

Pero ha sido también una mujer, Rosa Montero, quien ha “puesto su pica en Flandes”. En un valiente artículo, publicado en El País hace pocos días, expresa muy firmes y consistentes conceptos: “Todas las culturas son belicistas –señala–. Se nos educa desde la misma cuna en una falsa épica, en un heroísmo de latón pintado… las batallas nunca son bonitas, excitantes o enardecedoras… (Allí) todo es grotesco, innecesario, aterrador, idiota y miserable. Un sufrimiento colosal carente de la más mínima brizna de sentido y de nobleza… la guerra es un horror sin paliativos”… La española utiliza frases terribles contra Napoleón; las cotejo por un minuto con el espíritu de la Primera Enmienda norteamericana y dudo que pudieran ser toleradas en esa sociedad; ahí la libertad de prensa exige dos requisitos: acusar con la verdad y no incitar al odio o la violencia.

 

Pienso en la empecinada obsesión de Putin por mantener la guerra contra Ucrania, pienso en la ironía de los judíos haciendo con los palestinos lo mismo que el mundo condenó por lo que hicieron con ellos y no lo puedo creer, ni procesar… Es fundamental que la geopolítica deje de basarse en posturas estrechas que solo miran a los intereses y la ideología. Las guerras son absurdas e insensatas, lo primordial no es resolver los pretextos sino saber atender a los aspectos humanitarios. Solo con acuerdos, cediendo en nuestras intransigencias y mirando el beneficio global, podremos sobrevivir en un planeta que ejercite la fraternidad y recupere la fe en su futuro colectivo. ¡Ya basta!, me digo a mí mismo. Y creo que no hace falta decir más.


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21 mayo 2024

Las formas de la insularidad

La entrada anterior me ofrece oportunidad para hablar de algo que unos llaman espíritu y otros mentalidad. Sin embargo, es un concepto que va más allá de lo meramente geográfico, que puede incluso caer en el terreno de la psicología o de la antropología. Es, en todo caso, un concepto sociocultural: lo conocen como “insularidad”. Yo mismo no sé si es un tipo de fortaleza, pues –bien visto– parece, más bien, una forma de debilidad. Tal vez solo se trate de un prejuicio o quizá sea la respuesta de cierta gente a vivir en un lugar remoto, alejado de todos los demás… La palabra “insular” deriva de isla; es una de las pocas en nuestro idioma que sirve como verbo, adjetivo y sustantivo, no en vano da lugar a voces que no solo se relacionan con algo que es distante o alejado, sino también que es separado, apartado o segregado; me refiero a palabras como aislado, aislamiento o, ¿por qué no?, a “insulación”…

Nunca antes se me había ocurrido pensar en este controvertido tema, hasta que me tocó ir a volar como piloto en Arabia. Mientras estuve basado allí, mi trabajo consistía en volar para una aerolínea de bandera europea, su base de operaciones estaba ubicada en Reikiavik, que es la capital de un país insular ubicado más cerca de Groenlandia que lo que pudieran estar Noruega o el Reino Unido. Este se llama Islandia; su nombre proviene del islandés island que, a su vez, viene del nórdico antiguo y significa “tierra de hielo”. Muchos se cuestionan si no será la misma Thule que había sido visitada por un antiguo navegante griego llamado Piteas; existe mucha polémica al respecto. Con un nombre similar (Última Thule) se designaba en el mundo antiguo a los territorios que estaban situados mucho más allá del mundo conocido…

 

Sucede que en Air Atlanta Icelandic (así se llamaba la aerolínea para la que trabajé en Arabia Saudita) había una cultura “diferente”… sus pilotos actuaban de una forma sui generis. Algo había de “distinto” en su forma de proceder y comportarse; aquello nos hacía pensar, a los pilotos expatriados, que ellos actuaban con cierta evidente y no muy disimulada hostilidad… O quizá era, simplemente, que “eran especiales”… Nada era más obvio que cuando nos reuníamos para desayunar: nunca compartían con los extranjeros la misma mesa. Pronto nos habríamos de dar cuenta que ahí había algo así como tres “clases sociales”: los “de primera” (los de origen islandés que estaban, además, sindicalizados); los islandeses no sindicalizados; y, al final, nosotros, verdaderos “intocables”: los “expatriados”, los desdeñados pilotos extranjeros.

 

Fue entonces, cruzando opiniones con otros compañeros “de la misma casta”, que topamos el tema. Alguien reconoció que ya había investigado la razones para esa curiosa actitud, o mejor, para sus subyacentes motivos. Ello tendría que ver con un oscuro fenómeno, la “mentalidad insular”, la percepción de quienes se sienten rodeados por agua, de que las costas son como un umbral, circunstancia que los separa del eventual acoso, ataque u hostilidad del extranjero… Esto los haría reservados y los obligaría a actuar con “independencia y resistencia” (aunque no siempre con rechazo y, aun menos, con agresión) para no tener que lidiar con una sensación de invasión o conquista… El insular no consideraría aquel “umbral” como una forma de conexión, lo cual le haría reaccionar expresando ese particular “espíritu de conservación”.

 

Esta insularidad no es un concepto definitivo, “convenido” o universal. En la práctica, ni siquiera tiene que ver con lo insignificante, distante o pequeña que pudiera ser una isla determinada, Inglaterra y Australia son “islas” pero su gente no expresa una actitud parecida; de hecho, Australia es incluso considerada un continente y la enorme Groenlandia constituiría el caso opuesto. Si bien lo pensamos, son tan extensos los océanos (ocupan la mayor parte del planeta) que incluso todas las naciones o territorios que forman parte de “tierra firme”, bien pudieran ser considerados como si fueran parte de otras “inmensas islas”…

 

Yo mismo viví por doce años en una isla diminuta: Singapur. Allí no se percibía la sensación de que el país estaba aislado. Primero, porque está separado de Malasia solo por un angosto canal; segundo, porque por un tiempo los dos países conformaron una misma entidad; y, tercero, porque se intuye –por aspectos como las finanzas o la tecnología– que la suya es una nación integrada al mundo, que se encuentra conectada al progreso y a la comunicación. En este sentido, es importante recordar que hay países insulares que constan entre los más desarrollados del mundo (Inglaterra, Japón) y que la misma Islandia consta entre las más progresistas del planeta. Y es también significativo que uno de los más aislados, no sea una isla: Irán.


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17 mayo 2024

Una Islandia griega *

 * Tomado de un antíguo artículo publicado por Ricardo Soca (elcastellano.org)

¿Quién no ha escuchado de la mítica isla de Thule, o de “la última Thule”?, que por mucho tiempo sirvió para elaborar teorías y conjeturas como el territorio más lejano y recoleto conocido por el hombre. ¿Existió realmente esa alejada isla?, ¿fueron en realidad los griegos los primeros en visitarla?, ¿por qué nadie volvió a ella? En todo caso, ¿ obedeció ese hallazgo a un predeterminado propósito o, como sucede casi siempre, respondió aquel fortuito encuentro a un golpe de suerte, “serendipity”, o a pura casualidad? La que sigue es una conjetura de un filólogo británico, profesor de la Universidad de Navarra:

Los griegos habrían llegado a Islandia diez siglos antes que los vikingos, según una hipótesis del filólogo y profesor de la Universidad de Navarra Andrew Charles Breeze. La apuesta está basada en un estudio lingüístico que intenta arrojar luz sobre el misterio de la ubicación de la mítica isla de Thule. Breeze asegura que "los griegos no solo llegaron a la India con Alejandro Magno, sino que también habrían descubierto Islandia con Pytheas”, según su hipótesis lingüística, de la que The Housman Society Journal se hace eco en uno de sus últimos números, tal como lo señala en una nota la propia universidad de la que Breeze es docente.

Este experto en lingüística histórica intenta esclarecer el misterio que rodea a la ubicación exacta de la legendaria isla de Thule, descubierta por el antiguo geógrafo, astrónomo y explorador griego Pytheas, alrededor del año 300 antes de Cristo, de forma tal que, si la tesis del profesor Breeze es cierta, los griegos habrían descubierto Islandia unos mil años antes que los vikingos. Según este experto, el relato original que Pytheas escribió sobre su viaje a través del Atlántico Norte, desde Massalia (Marsella) hasta una isla rodeada de témpanos de hielo, ubicada a seis días de viaje desde el norte de Gran Bretaña, se habría perdido por completo.

Desde entonces, y a partir de las menciones que autores posteriores –como Estrabón, Plinio o Diodoro de Sicilia– hicieron sobre su aventura, son muchos los que han tratado de ubicar de forma exacta el destino más septentrional que el navegante griego alcanzó en su viaje. “Durante siglos ha habido discusiones sobre dónde estaría Thule. La mayoría sostiene que en Islandia; algunos, en las Islas Feroe; otros, en Noruega o en las islas Shetland”, explica.

Según sus investigaciones, que ya las ha discutido con otros académicos de las universidades británicas, y que consideran que la teoría pudiera ser plausible, la clave para resolver el misterio residiría en un enfoque lingüístico. “El nombre que Pytheas dio a la isla quizá se fue deformando con el tiempo, hasta volverse completamente ininteligible. Thule (o Thyle), como vocablo, no significa nada; pero, si insertamos dos letras entre las dos sílabas de la palabra, tenemos como resultado Thymele, y eso en griego sí tendría sentido, pues significaría altar y resulta un término muy común en el griego antiguo”, argumenta.

En su artículo, el profesor Breeze sostiene que “el término Thymele pudo surgir por las características orográficas del sur de la isla, con altos acantilados de roca volcánica, similar a la de los altares de los templos griegos. Probablemente, cuando Pytheas y sus hombres divisaron Islandia, con abundante niebla, y quizás con columnas de humo y las cenizas producidas por volcanes como el Hekla, tal vez pensó en el altar de un templo”, dice.

Así, explica que “en la antigüedad, los altares podían ser inmensos. El de Pérgamo tenía doce metros de altura y se dice que otros, como el de Pariumo, en Siracusa, medían hasta doscientos metros de largo". “Los griegos pueden sentirse orgullosos de que pudieron haber sido ellos los primeros en pisar el suelo de Islandia", concluye.

* Andrew Charles Breeze es profesor del departamento de Filología de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Navarra. Es miembro de la Society of Antiquaries of London desde 1996 y de la Royal Historical Society desde 1997, es especialista en el origen del idioma inglés y de su relación con el latín y las demás lenguas prerrománicas.


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14 mayo 2024

Semblanza de un exalcalde

Me volví a ver con mi buen amigo, uno de sus hijos, hace unos pocos días. Me habían invitado a jugar unos nueve hoyos, pero uno de esos aguaceros torrenciales, que suelen desatarse en Quito, aun antes de mediodía, frustró nuestro disfrute, no se diga el respectivo trámite golfístico. Sin haber sido el primogénito, mi amigo heredó el nombre de su padre; y quizá por ello, para diferenciarlo, la familia aprendió a llamarlo de Chicho y no de Jaime. Su padre fue uno de los primeros alcaldes electos por votación popular que tuvo la capital ecuatoriana. Antes, esto es hasta mediados del  siglo pasado, el Concejo Municipal escogía un presidente y este duraba un año, a veces dos, en sus “delicadas e importantes funciones”.

Todavía llovía, aunque ya empezaba a amainar la lluvia. Me disponía a dejar el club, tratando de evitar los postreros rezagos del inclemente chaparrón, cuando de pronto lo vi en el congestionado callejón de salida. Ahí esperaban él y su esposa Anita, una cariñosa y atractiva mujer que en su juventud fungió de reina de Quito. Saludar con ambos es como renovar los prolongados sentimientos de una vieja amistad, simpatía que trasciende lo personal, pues la nuestra es más que una forma de consideración social, significa la expresión de un antiguo afecto, una forma de fraternidad que nos identifica como si fuéramos de la misma familia… Y así es como siempre saludamos, con respeto, con un discreto, sentido e íntimo ósculo que reafirma nuestra identidad, testimonia nuestra estima y hace reverencia al mutuo aprecio.

 

Fue más tarde, mientras ya conducía a casa, cuando recordé la serena y gentil silueta de ese apreciado hombre público que fuera su padre; y tuve que reconocer con pena, que la ciudad a la que con tanta honradez y eficiencia sirvió, no había sabido honrar su memoria, reconocer con justicia su gestión ni apreciar la callada integridad de su desempeño. Existe tan solo un corto tramo de una avenida que corre sobre la quebrada de El Censo (entre el puente del Machángara, al sur de la Recoleta, y el parque de la Magdalena), que recuerda a los quiteños el nombre de uno de los más honestos y visionarios alcaldes que la ciudad tuvo. No deja de ser una ironía que Jaime del Castillo ni siquiera era quiteño: había nacido en Otavalo.

 

Lo conocí en forma fugaz y nunca anticipada. Yo era a la sazón un joven de 22 años que volaba las avionetas de Texaco. Ocurrió luego de haberme hecho amigo de su hija Mariana. Estaba un domingo de servicio en Lago Agrio cuando me pidieron transportar un herido a Quito. Cumplida la misión, despegué hacia el sur en el viejo aeropuerto de Cotocollao, no sin antes solicitar autorización para abandonar la trayectoria de salida y “sobrevolar” La Gasca… Es probable que entonces no hubiera efectuado la maniobra a la altura “más recomendada” y, al pasar sobre la residencia del exalcalde, efectué un aeronáutico saludo alabeando las alas del aparato, antes de virar hacia el noroccidente y poner proa al paso de Nor-Cayambe.

 

Pasados unos días fui a visitar a mi amiga en su casa. Platicábamos amenamente en la sala, cuando vinieron a pedirle que atendiera una llamada telefónica (no había celulares todavía). Me había quedado solo, cuando vi entrar al recibo a ese hombre alto y moreno, de caminar ágil, sonrisa contenida y mirada bondadosa que era su padre. Sorprendido, me incorporé cual resorte para –atento– saludarle. Musité mi nombre y apellido para presentarme, y él en forma algo distendida respondió: “Ah, ¿no es usted, acaso, ese piloto que dizque anda haciendo ruido sobre mi casa?”… Estaba por empezar a sonrojarme, cuando me tranquilizó: “No se disculpe –me dijo–, mis hijos ya me han hablado de usted, parece que ya tiene ‘hinchada’ en esta casa”…

 

Jaime del Castillo fue burgomaestre entre 1967 y 1970, sucedió a Pallares Zaldumbide y fue reemplazado por Durán Ballén; los quiteños lo recuerdan por una ordenanza que disponía el uso de pintura para enjalbegar de blanco sus casas –con las puertas y ventanas coloreadas con azul añil, al estilo griego–. Había estudiado en varias escuelas antes de pasar al colegio Mejía (interrumpió sus estudios en el 41 para ir a la frontera). Más tarde, continuaría su preparación académica en la facultad de jurisprudencia de la Universidad Central.

 

Este querido hombre público se inició en la empresa petrolera Shell donde ocupó los puestos más humildes hasta integrar el departamento jurídico. Fue un muy activo dirigente sindical y deportivo (fue cofundador de AFNA). Había crecido a la sombra de otro gran ecuatoriano, Eduardo Salazar Gómez, de quien fue su hombre de confianza y apoderado general. También fue un respetado empresario (fue gerente de Tesalia, la embotelladora del agua mineral Güitig) y ejerció otras importantes funciones, como la Consejería de Estado y el Ministerio de Gobierno –esta en el cuarto velasquismo, cuando solo tenía 34 años de edad–.



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10 mayo 2024

Una arista de Papá Goriot

“Los espíritus mezquinos suelen satisfacer sus sentimientos con incesantes pequeñeces”. Honorato de Balzac. Papá Goriot.

Papá Goriot es la historia, una más, de cómo la excesiva –o nunca reciprocada– generosidad, puede conducir a la inconsecuencia y la ingratitud. Pero es, de otra parte, una advertencia de lo corrosiva que puede ser la vanidad, entendiéndose por ella no solo la equivocada sublimación del propio yo –la presunción o fatuidad– sino, también, aquella inconsciencia que en ocasiones expresamos, manifestada por nuestra respuesta ante la fuerza disolvente de la banalidad; esa vanidad que se traduce en la absurda y extremada importancia que damos a lo superficial. Esa exagerada atención que asignamos a la seducción que nos produce lo insustancial, a todo aquello que no merece que se le otorgue tan dedicada importancia.

 

¿Por qué, entonces, si algo es trivial o irrelevante, le damos tanta consideración? Es probable que el meollo del asunto estribe en que juzgamos como bueno o bonito, como preferible, deseable y más conveniente, no exactamente lo que nos agrada y satisface, sino que basamos nuestra predilección en lo que parece gustar y seducir a los demás, en lo que nos parece que prefieren y contenta a los otros. Lo malo es que con esa actitud nos empeñamos en ser, o en parecer, como lo que no somos, y en procurar tener algo que quizá no nos gusta y que ni siquiera necesitamos. En definitiva: porque buscamos nuestra satisfacción, siendo alguien o teniendo algo, supeditados a sentirnos aceptados y apreciados por los demás.

 

Sí, algo de ingenuo y poco profundo existe en esa intención. No sugiero que sea irresistible o ineluctable, más bien admito que saberla reconocer requiere de una cuota de madurez, y demanda una serena reflexión. Es bueno ser reconocido y apreciado, gozar de estima y consideración, pero ello debe ser solo la consecuencia de nuestros actos, nunca su finalidad, o el propósito primordial de nuestros empeños. Ser parte de un selecto o exclusivo grupo social es plausible y puede resultar muy agradable, pero no debería ser la motivación única para nuestros eventuales desvelos ni la razón de ser para nuestros esfuerzos.

 

De esto va la novela de Balzac, obra que no describe la sociedad de nuestro tiempo, de hecho está ambientada en el siglo XIX, época en que vivió Balzac, pero expone aquella fatuidad que es inherente al hombre, al de todos los tiempos, al de todas las sociedades. Papá Goriot es la historia de un padre generoso que, por satisfacer los caprichos y la superficialidad de sus hijas, se ve obligado a vivir en la miseria, en la precariedad de la indigencia. Goriot es un viejo desvalido, a quien sus hijas –por las que da la vida– no son capaces de reconocer su bondad ni retribuir su permanente preocupación por su bienestar, ni los sacrificios que él hace por atender sus antojos superfluos, sin recibir reciprocidad y ni siquiera un gesto de cariño.

 

Goriot es un “anciano” de 66 años (siempre me sorprendió esa descuidada costumbre de los escritores franceses del XIX –Stendhal, Flaubert, Victor Hugo– de llamar así a los mayores). Era Goriot un antiguo fabricante de fideos que se había acostumbrado a las bromas de sus vecinos de pensión, toda vez que “una de las costumbres de los espíritus liliputienses es la de suponer sus mezquindades en los demás”. Habría sido la viuda Vauquer, la dueña de la residencia, quien había a empezado a llamarlo con el apelativo de Pére (padre en francés) aunque la voz pudiera tener una implicación más cercana a la de tío en el habla coloquial. Esto me hace recordar cómo, en algunas partes de Asia, los chicos se refieren a sus mayores como uncle –tío–, en señal de respeto. Se han acostumbrado a llamarlos así, cual si fueren sus sobrinos.

 

Hay varios huéspedes en la pensión donde reside Goriot; los ha reunido el azar y están emparentados por idéntica condición: la miseria. Un papel especial desempeña un estudiante arribista, ambicioso y confundido por la superficialidad de los ambientes que frecuenta, se llama Eugène de Rastignac, cuyo desprecio por el esfuerzo familiar refleja, cual espejo, el mismo desdén de las hijas de Goriot por los afanes de su postergado padre. Rastignac es un buen muchacho pero sucumbe al reclamo de la fatuidad. Será su conciencia la que lo obligue a cuestionar sus fatuas pretensiones sociales… ¿En qué empresa te has embarcado?, le reprochará su madre: ¿acaso tu vida, tu felicidad, dependen de aparentar lo que no eres, de ser parte de un mundo en el que no podrás entrar sin tener que pagar unos costos que no puedes solventar?...


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07 mayo 2024

Escollos de la diversidad

Prometo ser lo menos ofensivo posible (o quizá deba decir: lo más inclusivo). Sucede que fui a una reunión social, era uno de esos almuerzos de fin de semana que, cuando termina la comida, alguien dice un breve y emotivo discurso y, mientras eso pasa, alguien más va instalando unos enormes parlantes y luego, dueño de un extenso repertorio, empieza a amenizar con sus canciones. El punto es que, más temprano que tarde, se desbordó la alegría y, como dicen en nuestras tierras, “se prendió la fiesta”. Me pareció que, quien cumplía con la tarea de hacer de “hombre orquesta” era una agraciada muchacha de rasgos y facciones nativas; algo en ella, sin embargo, fuese su pronunciación o tal vez su figura, me hacía intuir que era extranjera.

Pasados unos días, comenté lo divertida que se había tornado la reunión. Mi intención no fue otra que destacar el mérito de esa simpática chiquilla, de evidente extracción humilde y rasgos algo aindiados, que cantaba una y otra vez lo que se le pedía. Ella sabía hacerse acompañar por las pistas pertinentes y conocía todas las letras de las canciones que se le solicitaba. Quizá no tuve el suficiente cuidado y, para describirla, se me ocurrió utilizar una de esas expresiones que se usaban en tiempo de los abuelos… Pude haber dicho que era “una longuita atractiva”. Ipso facto fui reprendido con un automático y muy merecido reproche…

 

Han pasado un par de semanas desde ese lamentable “gaffe”. Y, sin que yo mismo lo hubiese buscado, me he topado con un valiente como interesante artículo. Este hace referencia a un verbo que hoy se estaría utilizando para describir a “alguien que recibe un trato favorable o discriminatorio en base a la ‘categoría racial’ que la sociedad le atribuye” (o por el hecho de ostentar unas facciones o rasgos que resulten diferentes): se trata del verbo “racializar” (que no consta en el diccionario). La nota utilizaba como ejemplo el de una reina de belleza que habría sido escogida en España, a pesar de –o precisamente por– unas características físicas que eran atípicas para el medio en que se había celebrado el certamen (sus rasgos africanos); es decir, y para hablar sin circunloquios ni eufemismos, debido precisamente a su “raza”…

 

Sí, bien sé que así es cómo se decía antes… “Raza” es una palabra que no se debería usar para hablar de las diferencias que existen entre las apariencias externas físicas de los seres humanos; asunto que nos hace preguntar: “diferencias ¿de quién y con quién?”. En realidad, el concepto de raza pudiera ser no solo subjetivo, sino que pudiera estar basado en –o heredado de– un cierto euro-centrismo (en todo caso, una noción Occidental), como el que en algunos países se conoce con el acrónimo de WASP: White, Anglo–Saxon and Protestant, (“Blanco, Sajón y Protestante”). Me pregunto si, por parecido motivo, alguien se habría referido alguna vez a un individuo senegalés como que era de raza “afro-americana”…

 

Habría sido el brillante antropólogo y etnólogo francés Claude Lévi-Strauss (1908-2009) quien hace ya tres generaciones (han pasado 75 años) recomendó, en su informe para la UNESCO, que “sería conveniente renunciar al empleo de la palabra raza”; reconocía la carga negativa que podía tener el vocablo y sugería como alternativa el uso de la expresión “grupo étnico”. A Levi-Strauss, de padres judíos de origen franco-alsaciano, le parecía suficiente hacer una diferenciación más escueta: establecía solo tres grupos étnicos, de acuerdo con sus principales características. El sabio negaba que pudieran existir diferencias intelectuales o relacionadas con el temperamento entre los distintos grupos étnicos.

 

Si bien lo pensamos, “mestizos somos todos”; el mestizaje ha sido un perenne proceso que ha existido desde el principio de la humanidad. Por lo mismo, estaremos de acuerdo en que la humanidad es una sola y que todos “pertenecemos a la misma especie, la del homo sapiens”. Visto así, y de acuerdo con ese criterio, la idea de raza “es más un mito social que un fenómeno biológico”; asunto que, por otra parte, ha sido responsable de muchos daños tanto en el orden humano como en el social. Lo más grave es el negativo impacto que ha ejercido, en detrimento de la solidaridad humana y la fraternidad entre los hombres.

 

Lévi-Strauss se habría inspirado en una noción lingüística: el estructuralismo de Ferdinand Saussure que argumentaba que la lingüística debe tener por objeto el estudio de la estructura y funcionamiento de la lengua en un determinado momento, sin tomar en cuenta su evolución. Por ello, el antropólogo francés sostenía que la lengua sería el resultado de dos ingredientes: naturaleza y cultura. Su gran obsesión habría sido la de averiguar el porqué de otro gran mito que compartimos como especie, el del incesto: la relación íntima entre parientes, que quizá subsiste todavía en algunas culturas.


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03 mayo 2024

30 años de una tragedia

Hay episodios que al recordarlos no ameritan una conmemoración y, menos aún, una celebración... Cuando algo así de triste y prevenible sucede, hay que lamentar lo acontecido y procurar, por lo menos, aprender la dolorosa lección. Mientras reviso el relato de un accidente del pasado, no puedo evitar el tener sentimientos contradictorios (“encontrados”). Colijo que, una vez más, se trató de otro estúpido accidente, otro que nunca debió suceder. Y que, como casi siempre acontece con las desgracias aéreas, solo se reseña lo que parece que ocurrió; nunca el verdadero motivo, la causa y el porqué.

La revista aeronáutica AeroTime publica en estos días un artículo que nos recuerda la tragedia ocurrida a ARIA, una subsidiaria de Aeroflot, durante el vuelo 593, la noche del 23 de marzo de 1994, entre Moscú y el aeropuerto Kai Tak de Hong Kong. Intentaré un breve resumen de lo ocurrido, con un avión casi nuevo:

 

El Airbus A-310-300 se estrelló en una remota región montañosa del sur de Rusia, falleciendo todos sus ocupantes (75 personas, entre pasajeros y tripulantes), cuando lo que parecía una inocente visita de dos muchachos a la cabina de mando, terminó en una insospechada tragedia. Como telón de fondo, se debe resaltar la composición de la tripulación: esta estaba integrada por un capitán de 40 años y 9.500 horas de vuelo (950 en el A-310); un copiloto de 33 con 6.000 horas (400 en el avión); y, un “relief captain”, un capitán de relevo, de 39 con 9.000 horas (900  de ellas en el Airbus A-310).

 

Es importante aclarar que quien actúa como capitán de relevo, por lo general, no es sino otro copiloto que ha recibido entrenamiento para suplir al capitán cuando éste descansa; se lo utiliza únicamente para cumplir con la regulación. Este ejercita esas funciones por efecto de su escalafón pero –en la práctica– solo recibe un somero adiestramiento; en caso de tener que enfrentar un problema importante, su obligación es comunicar al comandante para que éste regrese a su asiento y se haga cargo de la situación. No extrañaría que esté obligado a cumplir con esa función porque no pudo satisfacer su propia promoción.

 

Así, al asumir sus funciones en medio vuelo, el capitán de relevo que viajaba con sus dos hijos adolescentes, los invitó para que conocieran la cabina de mando. Ahí, optó por hacerlos sentar en el puesto del comandante para que pudieran vivir la sensación de ser los pilotos. El piloto automático del A-310 dispone de un subsistema híbrido llamado CWS (Control Wheel Steering); que permite que ciertas acciones (“inputs”), efectuadas con la cabrilla, se superpongan (hagan “override”) al piloto automático cuando éste se encuentra controlando el avión. Al escoger CWS, el piloto hace correcciones sin desconectar el piloto automático.

 

Como se desprende de las indagaciones efectuadas posteriormente, los pilotos habrían seleccionado el CWS para que los chicos “pretendieran” que eran ellos quienes realmente volaban el avión. Por lástima, mientras disfrutaban de este “juego”, ninguno de los pilotos, advirtió que el avión había excedido los parámetros aceptables para la condición del vuelo, hasta un punto tan crítico que el banqueo del avión alcanzó una postura inadecuada y la aeronave entró en falla de sustentación (“stall”); y, más tarde, en una incontrolable condición de caída en tirabuzón (se llama “barrena”) hasta precipitarse a tierra… Quizá los pilotos estuvieron distraídos con la “experiencia” de los chicos y afectados por la oscuridad de la noche.

 

Luego del accidente, los expertos llegaron a su conclusión, como era de esperarse. Su análisis tenía como veredicto que la causa del accidente era el incumplimiento del protocolo; la decisión de permitir el ingreso a la cabina de mando a personas ajenas a la tripulación… Sin embargo, ya en retrospectiva, pudiéramos advertir algo insólito: ¿cómo puede ser posible que existan artilugios en un avión cuyos pilotos no sepan para qué sirven, ni cómo usarlos, ni cómo se los debe desconectar? Y algo más: toda tripulación debería entrenarse para salir de esas situaciones llamadas “inusuales”, las mismas que, en la práctica, se pueden solventar ¡con solo nivelar las alas y poner el morro (la nariz del avión) al nivel del horizonte!

 

Más insólito todavía, es que los dos tripulantes no hubiesen hecho nada cuando advirtieron que el avión estaba banqueando en exceso y que era obvio que pronto iban a perder el control de la aeronave. Aquello ni siquiera requiere de un entrenamiento específico, es tan básico que es lo primero que se enseña a un piloto cuando se sube por primera vez a un avión. ¡Qué horror! Me pregunto: ¿qué tipo de pilotos estamos entrenando? ¿Qué instructores tenemos y qué planes de entrenamiento se están utilizando? ¿Por qué no estamos transmitiendo en forma adecuada los nuevos avances que ofrece la tecnología? ¡Dios mío, resulta inadmisible que estemos entregando a verdaderos ineptos, simples autómatas, el control de un avión!


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