08 noviembre 2014

Un rincón del pasado

Fui a Nueva York -propiamente a Manhattan- en forma regular, aunque siempre fugaz, por cosa de veinte años seguidos (de 1976 a 1997). Luego habría de visitar la metrópoli en forma menos frecuente. Si hubo un tiempo en que visitaba la urbe más de una vez por semana, después de 1997 -mientras trabajé con diversas aerolíneas asiáticas- mis periplos a Nueva York se fueron haciendo menos repetidos y creo que bastante más esporádicos. Sospecho que sólo alrededor de uno por trimestre.

El rincón más familiar, en los primeros años de mis apresurados y abreviados viajes, fue el entorno del afamado hotel Roosevelt, ubicado en la calle 45, entre Madison y Vanderbilt, a escasos pasos de la estación Grand Central. Sus diminutas recámaras fueron mudos testigos de mis iniciales barruntos y trasiegos. No fue ese el primer hotel en el que me habría de alojar en la Gran Manzana. Recuerdo que por asuntos de renovación del contrato de alojamiento, hubo un tiempo cuando se nos ubicó en un hotel de Jamaica, avecinado al aeropuerto Kennedy. Desde ahí había que tomar un bus “local” para poder conectar con el servicio del tren subterráneo.

Conjeturo que tal vez fue el modo en cómo estaban diseñados los itinerarios de la compañía, el que no facilitó que pudiéramos disfrutar de ciertos aspectos de la vida nocturna neoyorquina, como el teatro de Broadway y toda esa bullente actividad que da tanta luminosidad y colorido a aquellos sectores donde el espíritu artístico se transforma en expresión bohemia y da paso ocasional a un incontenible desenfreno. Nuestros vuelos llegaban muy tarde, y eso cuando operaban a tiempo; además, la mayoría de esos viajes duraban menos de veinticuatro horas y los preparativos para el retorno se producían también a una hora temprana e inconveniente…

El Roosevelt tenía algo de aristocrático, aunque justo es reconocer que había en él una pátina de rancia tradición de principios de siglo, no exenta de un polvillo opaco y mortecino. Resaltaba allí una extraña mezcla de solemnidad y de nostalgia. Su gran ventaja era su central ubicación. Nada más salir, nos encontrábamos con almacenes de la tradición y categoría de Brooks Brothers o de un Paul Stuart, lugares que más que marcar la moda, eran un símbolo del buen gusto de los habitantes de la urbe.

El hotel quedaba entonces a corta distancia de la principal estación ferroviaria de la ciudad; pero, al mismo tiempo, se ubicaba a un tiro de piedra de la Quinta Avenida y a pocos minutos de caminata de varias tiendas de departamentos, museos, centros de entretención y de una rica variedad de restaurantes internacionales. Nueva York es una ciudad donde se puede encontrar de todo y para todos, y donde la industria culinaria ha perfeccionado la especialidad de impensables procedencias y donde la preparación de esos deliciosos bocados ha alcanzado cotas muy destacadas.

Hacia poniente de la Quinta Avenida, la calle 45 se convertía en un centro de especialidades electrónicas, preferentemente de expendio de equipos de música. En aquellos sitios, lo único que hacía falta era una mayor disposición de tiempo para poder gozar de los últimos adelantos que prometían las flamantes novedades. Allí descubrimos la revolución que produjo el primer CD, nos impresionamos con un poderoso amplificador o sucumbimos frente a un par de vigorosos y sorprendentes parlantes. Allí aprendimos también de esa extraña sensación en que se convierte la tentación por algo nuevo, esa difícil disyuntiva entre el antojo y el escrúpulo...

Más arriba, en la calle 47, se concentraban las joyerías y los almacenes de fotografía. Los atendían propietarios de procedencia invariable: los “jasidistas” judíos. Vestían estos personajes unos trajes de color oscuro, cuya prenda superior semejaba un largo abrigo; usaban un sombrero magro y portaban una luenga barba. Su rasgo característico eran unos tirabuzones o caireles ensortijados que surgían de sus patillas, las mismas que, por disposición de su secta, nunca estaban en condición de recortarlas. Siempre me extrañó esa anacrónica indumentaria, que les daba una singular apostura, a medio camino entre la tradición y la extravagancia.

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