23 marzo 2015

Ha muerto el viejo Harry

Habría llegado a parecerme que el hombre sería inmortal. Me acostumbré a ese rostro impasible, de párpados turgentes, sobre el cual parecía no hacer mella el paso del tiempo. Estreché su mano una media docena de veces, en razón de la función diplomática que ejerció mi esposa mientras vivimos en Singapur; pero fue en uno de mis viajes como comandante de la aerolínea asiática que él ayudó a crear (la SIA o Singapore Airlines), que tuve aquel privilegio de cruzar un par de frases y de tratarlo brevemente; y, sobre todo, de tenerlo como a uno más de mis propios pasajeros. Se llamaba Lee Kuan Yew. Hoy, él se ha alejado de su tiempo.

Siempre me dio la impresión que había en su gesto una extraña mezcla de desdén, autoridad y sabiduría. Por un tiempo me propuse estudiar el talante que exhibía en las entrevistas que le hacían mientras viví en la impresionante ciudad-estado que él supo imaginar y más tarde construir (la más formidable ciudad-estado después de Atenas, en el criterio de un importante funcionario británico). Respondía Lee a las preguntas que le hacían con lo que parecía un tono inicial de reproche e ironía; pasaba luego a realizar una reflexión ponderada donde se mezclaban el afán didáctico del académico y la sabiduría del estadista; y, de pronto, morigeraba su severa catadura para ofrecer un pequeño consejo con un tono impregnado de cierto contradictorio paternalismo.

Había nacido en septiembre de 1923 en una diminuta isla asiática (menos de setecientos kilómetros cuadrados), situada en el punto más meridional de la península de Malasia. Pero fue en Cambridge, Inglaterra, donde sometió su raro intelecto al estudio de las leyes y a profundizar sus meditaciones acerca de la eficiencia y sustento jurídico del sistema inglés. Por esos mismos años conoció a su inseparable y perspicaz compañera, Kwa Geok Choo, a su vez una de las mujeres más cautivantes y emprendedora que jamás he conocido en mi vida. De ascendencia china, Lee no era el oriental típico: se expresaba con facilidad. Con su verbo desnudaba su prodigiosa capacidad de síntesis y, ante todo, persuadía…

Pocos años después del fin de la Gran Guerra, Lee Kuan Yew participó en los episodios que independizaron a la isla de Temasec (entonces parte de la Confederación Malaya) del dominio británico; formó, por esos mismos años, el Partido de Acción Popular con el que llegaría al poder cuando sólo contaba con 35 años. Desde entonces se mantuvo como Primer Ministro por algo más de tres décadas. No cabe duda que su estilo estuvo impregnado de cierto autoritarismo; pero, si hemos de juzgar por los resultados, modernizó un país sin recursos y, a fuerza de organización y valores, lo puso a tono con los más refinados avances de la tecnología y lo convirtió en un centro financiero e industrial, con un desarrollo y bienestar sólo comparable con los países más adelantados del primer mundo.

Pero el mayor mérito de Lee Kuan Yew no fue el formidable e incomprensible desarrollo económico que consiguió en esa pequeña isla. Su gran legado fue la integración racial y religiosa que consiguió en aquel viejo enclave pesquero a fuerza de respetar unos valores y liderar un comunitario sentido de propósito. Singapur no fuera lo que es hoy, sin un elevado sentido de comunidad, sin esa extraordinaria simbiosis de institucionalidad occidental y arraigados valores orientales que supo fundir como en un crisol con el esfuerzo de su pueblo.

Hoy regreso a ver y recuerdo esa fría noche de Shanghai, cuando me hicieron llegar un sobre con el membrete de “Reservado”… Se trataba de un documento que me alertaba que transportaría al día siguiente nada menos que al “Senior Prime Minister” de Singapur… Cuando ya en el avión salí a saludarlo, me hizo sentir que había osado interrumpir su inaplazable lectura del “Straits Times”… Nunca bajó el periódico, mientras con aire desinteresado me averiguaba por qué había venido desde tan lejos para trabajar en “su” aerolínea. Su esposa supo rescatarme de aquel intransigente escrutinio. Hoy se ha ido Lee Kuan Yew, el hombre más importante que jamás transporté. Y yo que habría creído que el más extraordinario estadista que ha dado el sudeste asiático sería imperecedero…

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