15 abril 2015

El legado de unos vagabundos

De chicos le gritábamos "pajarero, pajarero", compitiendo así, con aquella forma de insolencia, con la negritud descuidada y andrajosa de su harapienta figura. Ese fue quizá el primer ser errante que conocí y no estoy seguro si, dada su suciedad y apariencia, ejercía por ahí el humilde oficio de carbonero. Algo de estrambótico y desquiciado había en su extraña imagen; la catadura desordenada de sus greñas alborotadas denunciaba el carácter díscolo de su aviesa apostura y, sobre todo, esa su inveterada incapacidad para adaptarse a los cánones de limpieza y pulcritud que le exigía una ciudad que nunca aceptó sus trashumantes paseos.

En contraste con semejante muestra de torvo desaliño, vagabundeaba también por las calles de mi infancia una anciana escuálida, de caminar parsimonioso, ella iba acicalada con los retazos remendados de ajenas donaciones. Vivía en una estrecha calleja avecinada a la casa de una de mis tías. Nunca dejaba de usar unos desusados sombreros y en sus trajes siempre se reflejaba aquel anacrónico aporte de un estilo anticuado y pasado de moda. Un día supe que obedecía al nombre de Anita Bermeo. Todo Quito la conocía por su remoquete taurino. Le decían "la torera". Su oficio habría sido el de costurera de casa grande, razón para sus extravagantes atavíos.

He recordado a estos dos emblemáticos vagabundos de los tiempos de mi niñez, al comentar acerca de la reciente presentación en Quito de la obra del compositor alemán Carl Orff, Cármina Burana (utilizo la tilde con intención, pues aunque en el latín no se utiliza el firulete castellano, ha prevalecido siempre la errónea tendencia a pronunciar ese nombre acentuando la segunda sílaba). En la primera mitad del siglo pasado, Orff se habría inspirado en unos poemas medievales descubiertos un siglo atrás en la abadía de Bura Benedicto; su mérito fue haber compuesto la música para adaptar la letra de aquellos disolutos poemas. De este modo, rescató para la memoria el legado de quienes los habían compuesto: unos monjes vagabundos.

Cármina Burana es, en efecto, un conjunto de poemas escritos allá por el siglo XIII (parece mentira que el famoso texto ya tenga cosa de ochocientos años). Consiste en una serie de cantares de carácter mundano, que -a pesar de la naturaleza clerical de sus autores- fueron escritos con un matiz profano. En efecto, los clérigos goliardos que los habrían compuesto eran de naturaleza errante, con oficio pero sin domicilio. Habían escrito aquellos poemas a la manera de los juglares; utilizado temas para burlarse de la hipocresía y las excesivas restricciones del ambiente eclesiástico. Roma nunca habría estado orgullosa de esos monjes afincados en Bura Benedicto.

La música de Orff se expresa con una percusión estentórea y agresiva; emplea con insistencia escalas repetitivas de construcción simple. Pero lo que hace de Cármina Burana una composición de elementos vigorosos, es la fuerza que le confieren sus innumerables coros, que complementan con brioso impulso la ejecución de la orquesta. Destaca, con su maravilloso martilleo, el poema que inicia el preludio y que luego se repite al final de la obra: la oda a Fortuna, la emperatriz del mundo.

O Fortuna es un singular poema medieval, proclama el capricho con que nos suele tratar la suerte. Se trata de un homenaje a una diosa romana, cuyo nombre en lengua italiana antigua sería el de Vortumna; diosa que era representada por una noria. La suerte sería como una enorme rueda que nunca se detiene, que a veces nos aplasta y que a veces nos transporta; mas, nunca deja de rodar…

¡Oh Fortuna!/ como la luna/ cambias de estado/ a veces creces/ y otras decreces./ ¡Qué sufrimiento!/ Ora nos oprimes/ y luego nos alivias/ cual si fuera juego./ A la pobreza/ y al poderío/ derrites como/ si fueran hielo.

Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario