16 noviembre 2015

Los remos de la voluntad

Parece mentira. Son ya más de cuarenta y siete años desde que realicé mi segundo viaje internacional (esto si no he de considerar como internacionales los múltiples mini periplos que efectué con mi padre a Ipiales, mientras él se desempeñaba en una función de carácter administrativo, en la fronteriza ciudad de Tulcán). Se trató ese de un viaje de entrenamiento a Caracas, o no sé si exactamente de adoctrinamiento; eran tiempos en que participaba, con otros amigos que luego desempeñaron importantes designaciones y cargos públicos, en un movimiento juvenil que respondía al nombre de Palestra, palabra tomada del latín, y esta a su vez del griego, que quiere decir lucha, o más exactamente “lugar para luchar”.

El desplazamiento se satisfizo gracias a “una especie” de beca. Digo especie porque quienes lo facilitaron, o lo hicieron posible, fueron varios patrocinadores. Se trató, en este caso, del aporte de compañeros del mismo movimiento que participaban con su propio peculio para ayudar al financiamiento del viaje, y principalmente de la erogación que representaba el transporte aéreo. Recuerdo el viaje como si este hubiese ocurrido hace tan solo unas pocas semanas, lo hice en Avianca y el avión era un Boeing 727, el mismo que, según notificaba una placa recordatoria colocada en su ingreso delantero, había sido escogido para transportar al Papa un año atrás.

Llegué a Maiquetía en horas de la noche, era esa la primera vez que utilizaba una pista de aterrizaje en horas vespertinas; me llamó la atención el color azulado de las luces colocadas en la pista, que más tarde habría de reconocer que identificaban a las calles de rodaje. Vino uno de mis amigos a recogerme en el aeropuerto, para luego transportarme, desde La Guaira hacia Caracas, por una autopista sorprendente donde se destacaban puentes y túneles que entonces deben haberme parecido interminables. Pronto llegamos al lugar de mi primer alojamiento: una villa situada en el acomodado sector de Colinas de Bello Monte, en la avenida Ocumare.

Eran esos, tiempos de campaña política. Tiempos de un marcado bipartidismo que, al parecer, se había consolidado luego de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez. La contienda era en esos años entre “adecos” y “copeyanos”, los simpatizantes de Acción Democrática y un movimiento conocido como COPEI, y que se identificaba con la Democracia Cristiana Internacional, en donde destacaba quien resultaría el futuro presidente de Venezuela, un individuo de enorme atractivo personal, a quien tuve el privilegio, días más tarde, de saludar personalmente: Rafael Caldera.

Uno de los eslóganes de la campaña copeyana era justamente una expresión muy local que tiene un diferente significado (o quizá ninguno) en el Ecuador: “Vamos a echarle pichón”, expresión abreviada que quiere decir “vamos para adelante o para arriba”, grito de impulso o de estímulo que recoge la frase autóctona de “echarle pichón a la cosa”. Allí, en ese mi primer viaje a la tierra de Bolívar, habría de aprender el significado de muchas otras palabras y curiosas expresiones, muchas francamente contradictorias, o por lo menos distintas, como pelón, catire, carajito o carajita, y una que me produjo mi primer susto social: esa de “tirar un palito”…

Aquel “vamos a echarle pichón” era un grito de guerra, una invitación al coraje, un manifiesto al servicio de la positiva voluntad. Años más tarde, en mi primer viaje a Santander, fui a visitar los galeones en que un aventurero español, Vital Alsar Ramirez, había navegado desde América a la costa cantábrica. Allí, en una lápida conmemorativa que destacaba la perseverancia y temeridad de aquel héroe, se mencionaba la dimensión de la náutica odisea, junto a una no muy aerodinámica carabela que habría sido construida en nuestra patria. El recuerdo hacía honor a la expedición que se había titulado: “Francisco de Orellana. El hombre y la mar”.

La conspicua placa rezaba así: “Estos galeones fueron construidos con espíritu romántico, fe y voluntad en los Andes, Alto Amazonas, Ecuador, rememorando a Francisco de Orellana. Navegando el Amazonas y surcando la Mar Océana”. Y seguía: “Ofrenda de unos hombres a la humanidad”. Concluía la leyenda con una frase del propio Alsar: “La fe es la barca, pero solo los remos de la voluntad la llevan”, una forma española de expresar el más positivo de los entusiasmos. Quizá otra manera de decir lo mismo, ese sugerente “vamos a echarle pichón”…

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