Existen en la naturaleza paisajes que nos dejan absortos. Muchos de estos están caracterizados por la presencia de alguna forma de vegetación; otros, como es el caso de los macizos montañosos en las cláusulas invernales, se destacan por la primacía del blanco y el brillo de la nieve; en ellos se pueden apreciar los inusitados rasgos que van adquiriendo los contornos, ofreciendo una renovada provocación a la imaginación del hombre. Piénsese en los glaciares, por ejemplo, donde la huella de aquel soberbio fenómeno semeja la forma de portentosas autopistas, construidos por máquinas descomunales, que obedecen a un caprichoso diseño de zigzagueo imperturbable.
No es ese el caso de otros insólitos rincones que existen en el planeta, donde su condición yerma, vale decir la total ausencia de vegetación, sumada a la preponderancia de los ocres telúricos, produce un espectáculo sobrecogedor, por su aridez y sus curiosas aristas, extrañas aunque fascinantes. Fue esa la sensación que siempre experimenté, allá en mis años de Ecuatoriana de Aviación, siempre que volé sobre el interminable paisaje de los salares bolivianos y argentinos, lagos enormes y carentes de líquido contenido, donde las únicas huellas visibles parecían ser las que dejaron obcecados vehículos, cuyos temerarios conductores se animaron a desafiar la soledad, las sorpresas del azar y los embelecos de la distancia.
Muchos años después, me tocó en suerte cruzar -de norte a sur y de poniente a levante- sobre esa isla enorme, árida e interminable que constituye aquel país exiguamente poblado que se conoce como Australia. Montado en mi artilugio volador, verdadero atalaya de privilegio, he podido observar un tipo de paisaje que desde niño imaginé que solo podía encontrarse en la superficie selenita, o quizá en algún lugar ajeno a nuestro sistema. Desde arriba, aquella tierra austral semeja un portentoso y descomunal terreno en faenas de arado y siembra, donde las estrías dejadas por una mano formidable y desconocida, habrían labrado unos surcos sorprendentes con las garras de unas excavadoras desconsideradas, tercas e implacables.
Hablando de otros tiempos, y de otras edades, hubo una época que sucumbí a los escarceos y las veleidades de la pesca de altura. Quienes me tentaban, entonces, eran dos de mis más cercanos amigos; con ellos aprovechábamos de la generosa amabilidad de otros buenos amigos, los dueños de la hacienda Pinantura, la familia Delgado, y subíamos con su autorización a esa laguna de aguas mansas que se llama Mica-cocha, ubicada justo a un lado de las nieves del Antisana (Pinantura es en realidad más que una hacienda, es todo un territorio que engloba al Antisana, se acerca al Sincholagua, y se desparrama hacia el Oriente, hasta casi llegar a la población de Tena). Allá subíamos, a enfrentar el frío y poner a prueba nuestra paciencia, en busca de lo que fueron nuestro tesoro y trofeo de ocasión: las lúbricas truchas salmonadas.
A la Mica se sube a través de una hendidura, o desfiladero, que se ha formado en el promontorio delantero de la montaña, pues el promontorio oculta la vista del antiguo volcán nevado, que sólo es visible cuando se lo observa desde considerable distancia. Se llega al desfiladero a través de la población de Pintag y, mientras se sube hacia la laguna, se pueden apreciar, en el fondo del barranco, otras diminutas lagunas de aguas azabaches. Poco antes de llegar a una planicie que los lugareños conocen como “la ovejería”, el paisaje se transforma: asoma, de pronto, la huella de un antiguo glaciar, es aquella una impronta formidable; no cabe duda que fue por medio de tan escarpado lecho que descendió la lava del volcán en tiempos inmemoriales. Llaman al agreste lugar Antisanilla; es aquél un paisaje extraño, tienen sus formas un carácter áspero, escabroso, quebrado, desigual, tortuoso, salvaje…
Algo parecido es, o fue, un pequeño lugar que existe (¿existía?) cerca de la comuna de Palugo, frente a la hacienda Balbanera, en las proximidades de Pifo. Por lástima, desde hace pocos meses, el sitio ha dado paso a ciertos trabajos de nivelación y relleno, que en esos parajes se encuentra realizando la empresa española Acciona. Es probable que aquel extraño paisaje, que antes llamaba tanto la atención, hoy se haya convertido en un parque industrial o, quién sabe, si en un centro de mantenimiento del equipo camionero que posee la mencionada compañía. La referida comarca constituía, hasta hace muy poco, un paisaje ajeno al entorno general. Era, aquel escabroso pago, un sitio raro y fragoso; una zona tenebrosa, lúgubre e inescrutable...
No es ese el caso de otros insólitos rincones que existen en el planeta, donde su condición yerma, vale decir la total ausencia de vegetación, sumada a la preponderancia de los ocres telúricos, produce un espectáculo sobrecogedor, por su aridez y sus curiosas aristas, extrañas aunque fascinantes. Fue esa la sensación que siempre experimenté, allá en mis años de Ecuatoriana de Aviación, siempre que volé sobre el interminable paisaje de los salares bolivianos y argentinos, lagos enormes y carentes de líquido contenido, donde las únicas huellas visibles parecían ser las que dejaron obcecados vehículos, cuyos temerarios conductores se animaron a desafiar la soledad, las sorpresas del azar y los embelecos de la distancia.
Muchos años después, me tocó en suerte cruzar -de norte a sur y de poniente a levante- sobre esa isla enorme, árida e interminable que constituye aquel país exiguamente poblado que se conoce como Australia. Montado en mi artilugio volador, verdadero atalaya de privilegio, he podido observar un tipo de paisaje que desde niño imaginé que solo podía encontrarse en la superficie selenita, o quizá en algún lugar ajeno a nuestro sistema. Desde arriba, aquella tierra austral semeja un portentoso y descomunal terreno en faenas de arado y siembra, donde las estrías dejadas por una mano formidable y desconocida, habrían labrado unos surcos sorprendentes con las garras de unas excavadoras desconsideradas, tercas e implacables.
Hablando de otros tiempos, y de otras edades, hubo una época que sucumbí a los escarceos y las veleidades de la pesca de altura. Quienes me tentaban, entonces, eran dos de mis más cercanos amigos; con ellos aprovechábamos de la generosa amabilidad de otros buenos amigos, los dueños de la hacienda Pinantura, la familia Delgado, y subíamos con su autorización a esa laguna de aguas mansas que se llama Mica-cocha, ubicada justo a un lado de las nieves del Antisana (Pinantura es en realidad más que una hacienda, es todo un territorio que engloba al Antisana, se acerca al Sincholagua, y se desparrama hacia el Oriente, hasta casi llegar a la población de Tena). Allá subíamos, a enfrentar el frío y poner a prueba nuestra paciencia, en busca de lo que fueron nuestro tesoro y trofeo de ocasión: las lúbricas truchas salmonadas.
A la Mica se sube a través de una hendidura, o desfiladero, que se ha formado en el promontorio delantero de la montaña, pues el promontorio oculta la vista del antiguo volcán nevado, que sólo es visible cuando se lo observa desde considerable distancia. Se llega al desfiladero a través de la población de Pintag y, mientras se sube hacia la laguna, se pueden apreciar, en el fondo del barranco, otras diminutas lagunas de aguas azabaches. Poco antes de llegar a una planicie que los lugareños conocen como “la ovejería”, el paisaje se transforma: asoma, de pronto, la huella de un antiguo glaciar, es aquella una impronta formidable; no cabe duda que fue por medio de tan escarpado lecho que descendió la lava del volcán en tiempos inmemoriales. Llaman al agreste lugar Antisanilla; es aquél un paisaje extraño, tienen sus formas un carácter áspero, escabroso, quebrado, desigual, tortuoso, salvaje…
Algo parecido es, o fue, un pequeño lugar que existe (¿existía?) cerca de la comuna de Palugo, frente a la hacienda Balbanera, en las proximidades de Pifo. Por lástima, desde hace pocos meses, el sitio ha dado paso a ciertos trabajos de nivelación y relleno, que en esos parajes se encuentra realizando la empresa española Acciona. Es probable que aquel extraño paisaje, que antes llamaba tanto la atención, hoy se haya convertido en un parque industrial o, quién sabe, si en un centro de mantenimiento del equipo camionero que posee la mencionada compañía. La referida comarca constituía, hasta hace muy poco, un paisaje ajeno al entorno general. Era, aquel escabroso pago, un sitio raro y fragoso; una zona tenebrosa, lúgubre e inescrutable...

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