04 mayo 2010

Cuando se caen las estrellas

Los vuelos nocturnos suelen ser muy largos. Son a veces tediosos, a más de largos e interminables. Hay, ocasiones, en que siento una lucha por mantenerme alerta y despierto. En la semioscuridad de esa obligada nocturnidad, hay una como simbiosis luminosa de contrastantes elementos: son las pantallas e instrumentos de navegación y ese admirable entorno que regala el mágico e inconmensurable universo. Hay pocas instancias en la experiencia de vivir que definan mejor el sentido de la palabra “infinito”. Ninguna que sustituya la de apreciar el cielo nocturno desde la cabina de un avión en vuelo; desde ese mirador concedido al aviador como un incomparable e irrepetible privilegio.

Hay noches que nuestra propia galaxia luce el derroche de sus luminosos esfuerzos. Están ahí todas las constelaciones que nos regaló el Creador, esas formas celestiales que interpretaron los babilonios y que dibujaron los griegos. Están ahí, el guerrero Orión; la Osa Mayor y la Osa Menor; Pegaso, el caballo alado; Escorpión, Sagitario; en fin… todas esas brillantes y sugestivas figuras que dieron origen a la anciana mitología y a la moderna ingenuidad de creer en la fortuna, sobre la base del mes del calendario en que se haya registrado nuestro nacimiento… O, a la de supeditar nuestra confiada esperanza a que nuestras realizaciones estarán relacionadas con el caprichoso desplazamiento de los astros en el firmamento!

Observo desde ahí arriba lo que queda aún más arriba. Me pregunto, por qué será que llamamos a nuestro gran conjunto de estrellas “Vía Láctea”. Y me averiguo también, por qué no se nos ha ocurrido identificarlo con un nombre más poético. Descubro que al decir Galaxia, decimos lo mismo que Vía Láctea, que no es sino la traducción latina del primer término. Sugiero entonces, que estamos en una galaxia llamada Galaxia; un innecesario y curioso pleonasmo, o una redundancia evitable, en espera de un nombre más adecuado y más moderno. Pero… mas allá de las etimologías y del sentido de las palabras, resulta sorprendente el poder apreciar esa inmensidad indescriptible que exhibe este infatigable universo. Un universo que parece tan ajeno a nosotros, estando al mismo tiempo, tan cercano y siendo, por lo mismo, tan “nuestro”.

Cuando considero que nuestra galaxia contiene cientos de billones de estrellas o sistemas solares; se me hace menos difícil comprender que hay también millones de galaxias en el fascinante universo. Al reflexionar en sus números y distancias; caigo necesariamente en cuenta de nuestro insignificante tamaño. Esto crea una extraña sensación de humildad. Un raro e inenarrable sentimiento!

La única certeza en ese desierto sideral de arena, es que sólo somos un grano pequeño. Un cuerpo diminuto. Sí, eso, un grano ínfimo, alejado y pequeño! Y… en medio de ese sorprendente cielo interminable… reconozco lo limitado que es nuestro sistema, con sus dimensiones tan reducidas y tan modestas!

No obstante, en medio de esos intermitentes fulgores y resplandores; en medio de esta inmensidad; hay algo más que se desplaza en este prodigioso paisaje del cielo: son aquellas estrellas “que se caen”, las estrellas fugaces; los sorprendentes y veloces meteoritos. Entonces, así como reflexiono en que hay noches que estas “estrellas” se caen desde el cielo; recuerdo que, siendo todavía un niño, vi caer una “estrella”, en una tarde de travesuras y de juegos… Lo recuerdo como una de las tardes más apremiantes de mi infancia; como uno de esos momentos que se definen en la vida por la angustia compartida, la imaginación y la fraternidad. Porque ante las tragedias, que casi siempre son casuales; la vida se determina siempre por la sensibilidad humana y por la ternura de los sentimientos.

Compartíamos una tarde con mi hermano menor. Éramos todavía muchachos; teníamos no más diez y doce años, según creo. Éramos probablemente unos jovencitos inquietos, curiosos y traviesos. Eran quizás los meses libres del verano y estábamos cansados de distraernos en casa con el “Monopolio", las “carreras de bolas” y de jugar “a la escuela”, en esas semanas de vacaciones, con nuestros ya usados libros y cuadernos… Nos estaba prohibido saltar al frente, a jugar en el patio de nuestra propia escuela, donde un celoso guardián de catadura indígena y de formación militar, se resistía a dejar pasar a todo aquel que quisiera “patear la pelota”, en esos recintos que estaban tan cerca y que desde siempre nos advirtieron que eran ajenos.

Mas, esa tarde poco feliz, el “Mashca”, como apodábamos al probable sargento, nos sorprendió con su inesperada anuencia y nos dejó pasar sin problemas al interior del colegio. Cruzamos el portón y pasamos a disfrutar de esos patios y corredores que en forma inesperada, con los Hermanos ausentes, pasaron una vez más a ser declarados “nuestros”!

No habíamos caído en cuenta, sin embargo, que una perrita que tuvimos por esos tiempos, nos había seguido hacia la escuela y se había incorporado al inusual permiso del sargento Anselmo. La mascota se llamaba “Estrellita” y vino esa tarde a desahogar su inquietud, a dar rienda suelta a su deseo de libertad, a perseguirnos y a saltar todos los obstáculos con que se encontró allí adentro. Si, para nosotros, salir a jugar en patio ajeno era una falta grave… Sacar a la calle a ese animalito, que era el consentido en la casa, era merecedor a la más dura de las reprimendas, era exponernos a desafiar un castigo de los más severos.

Corre y corre estuvo la Estrellita; va y viene, en atropellada y loca carrera; salta por aquí y salta por allá. Sube y baja las gradas de esos inexplorados y enormes espacios, llenos de extraños recovecos, como eran los rincones del colegio. Hasta que, de pronto, oímos los gemidos del animalito, llorando su dolor y pidiendo ayuda con desesperados lamentos. La “Estrellita” había saltado un obstáculo ciego y había caído al patio inferior, tres pisos más abajo, desde una altura de más de diez metros! Yacía ahora, ahí abajo, sin poder moverse, con una patita rota y los suplicantes ojos entornados hacia nosotros y hacia el cielo!

Bajamos apresurados a rescatar a nuestra “Estrella”, sólo para comprobar que no se podía movilizar, caída como estaba sobre el duro pavimento. Tenía rota una pata y lastimados un par de huesos. La tomamos en brazos, sabiendo que no podíamos regresar a casa a entregar esos lastimeros y lamentables restos. Acudir a una clínica veterinaria estaba fuera de nuestras infantiles posibilidades y hubiera implicado la confesión de nuestra desobediencia en ese infeliz episodio de mis recuerdos. Entonces decidimos, acudir con el perrito en brazos, a una facultad de veterinaria, donde unos bondadosos estudiantes nos ayudaron con sus curaciones y cuidados, al comprender la situación de nuestro infortunado y penoso momento.

Había casi oscurecido cuando regresamos a casa, “luego de jugar en la escuela”. Traíamos con nosotros una perrita adolorida, con una pata entablillada. Fue la tarde que una estrella sobrevivió, a pesar de que se había caído desde el cielo!

Chicago, 5 de Mayo de 2010
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