28 mayo 2010

Ensayo de la travesura

Le llaman todavía “Mullito”; y hoy es el día de su nuevo cumpleaños. Lo del apodo le viene por el color de su pelo, cuando era niño, que se asemejaba al resplandor de esas lentejuelas doradas con que adornaban las vestimentas de fantasía a mediados del siglo pasado. Hoy el color de los mullos se ha disipado; su cabello se ha ido tornando gris; y, como él no es de aquellos que son proclives a “lanzar una canita al aire”, no ha podido tampoco acogerse a ese curioso orgullo que parecen exhibir los calvos.

Fue por unos años mi compañero de travesuras. Cuando aquellas acciones aún se las cometía sin malicia; vale decir sin responsabilidad, sin el deseo de herir o de lastimar; sólo por el afán de divertirnos y quemar nuestro solitarios y aburridos días de vacación, allá en los años de nuestra lejana infancia. Sin querer asumir burla contra nadie; y tampoco culpabilidad. No fueron nunca barrabasadas, ni fechorías. Fueron, a lo sumo, inocentes pillerías. Trastadas que nos unieron como hermanos y como conciudadanos del país de la travesura. Formas sutiles de deletrear la palabra TRAVESURA. Antes, mucho antes que yo fuera aprendiendo la conjugación completa del verbo travesear.

No sé si por ese entonces ejercitábamos la sutileza, la sagacidad y el ingenio. Porque creo, más bien, que lo que en esos días de infancia nos empujaba era, más que la curiosidad, nuestra propia ingenuidad. Nada más maravilloso en la vida que ser travieso y poder ser inocente, a la vez. Pero ese privilegio de combinar la inocencia, o la ingenuidad, con la fechoría, esta reservado a los niños pequeños y es ahora sólo parte de los recuerdos de nuestra infancia. Una maravillosa realidad que ya no vuelve; y que quizás ya nunca más volverá.

Creo que desde que cruzamos la adolescencia, ese jardín donde los senderos se bifurcan, él ha dejado ya de cometer travesuras. O, por lo menos, las comete sin que nadie siquiera lo advierta. Por eso es que “me han contado” que, para hacer travesuras a nuestros años, se requiere de actuar con inocencia; y que al carecer de ella, es imprescindible no caer en la ingenuidad… Receta ésta, un poco difícil de retener; y además bastante cínica; por lo que talvez sea mejor renunciar para siempre al seductor mundo de la picardía, cuando optamos por conjugar al más travieso e incorregible de los verbos: el verbo “travesurear”.

En mis tiempos de escuela yo había aprendido un método memorioso, revisado por el Papa Gregorio, para recordar las iniciales de los llamados siete pecados capitales. Estaba basado en la primera letra de siete palabras en latín y se asemejaba a un nombre femenino. La palabra era SALIGIA; era el recurso mnemotécnico para enumerar los siete pecados principales: “superbia, avaritia, luxuria, ira, gula, invidia, acedia”. En castellano, estas palabras se escriben en forma casi idéntica: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, envidia y pereza. Nuestras travesuras de niños nada tenían de estas concupiscencias. Nada tenían que ver con los pecados capitales. Eran sólo eso: inocentes y nunca mal intencionadas travesuras.

Cada año mi hermano Luis Eduardo me da la oportunidad de ser, por unos pocos meses, sólo un año mayor a él. En otras palabras, crea en mí la engañosa impresión que ahora es casi tan viejo como yo. O, dicho con más exactitud, de que soy tan joven como él. Esto, a pesar de que con alguna frecuencia ahora me preguntan que con cuántos años me lleva mi hermanito mayor… Y es que, aunque “tengo el pelo completamente blanco” (como en la canción mejicana), noto que la circunstancia de no tener canas en las cejas, crea probablemente la incertidumbre de si todas las demás canas que ya exhibo, representan mi verdadera edad; o, quién sabe, si solamente denuncian mi cuota de experiencia…

Los seres humanos no somos perfectos. Todos cometemos pecados, todos nos equivocamos. Nadie es infalible, ni siquiera el Papa de Roma. Quien diga que nunca peca, que nunca lastima o se equivoca, es únicamente un cándido que ha perdido su condición de mortal. Lo importante, lo verdaderamente importante, es tener el propósito de volver al sendero correcto, para no herir a los otros, para no lastimar. Recordando siempre que vivimos para tratar de hacer el bien, para hacer más fácil la vida de los demás. No solamente para la profesión estéril de evitar el hacer el mal. Vivimos para tratar de seguir ejerciendo el sublime oficio de la travesura. Una travesura contagiada de cándida inocencia; aunque esta esté avecinada a la huella nunca vergonzante de la ingenuidad.

El poeta chileno Pablo Neruda escribió un libro de memorias en prosa al que tituló: “Confieso que he vivido”. Muchas veces me robo el titulo para decir “confieso que he sido travieso”. Pero de esas travesuras… muchas veces, ni siquiera me quiero acordar! El proceso expiatorio es muchas veces muy largo y complejo. El arrepentimiento conlleva un camino tortuoso, que parece nunca concluir, que parece nunca terminar: Examen de conciencia, dolor de corazón, propósito de enmienda, confesión de boca y cumplir la penitencia impuesta por el confesor! Cinco largos pasos, para una sola promesa: “les juro, por Diosito Santo, que no vuelvo a portarme mal!”

Confesarse es tan complicado que el arrepentimiento que involucra es a menudo empequeñecido por otro arrepentimiento: el de haber decidido irse a confesar. Pero confesarse, al igual que arrepentirse, tiene un atributo catártico; una condición curadera que desemboca en el aliviante propósito de volver a escribir la página desde que estuvo en blanco, el gratificante propósito de volver a proponerse, el estimulante artificio de estar en condición de volver a empezar!

Amsterdam, 29 de mayo de 2010
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1 comentario:

  1. Completamente de acuerdo con la importancia de la travesura en nuestras vidas. Para mí, incluso, tiene una función humanizadora y epistemológica/pedagógica, además de ser válvula de escape para evitar las en verdad malas actitudes. ¡Saludos desde México!

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