27 junio 2010

El Escarpín

Fue ese probablemente mi primer esfuerzo periodístico. Ahora que lo recuerdo y lo menciono, decir esfuerzo, quizás constituya una exageración. Todo había empezado un Sábado por la tarde cuando, siendo todavía inquieto adolescente, me había puesto a deambular por los corredores vacíos de mi vecino y querido colegio. Yo era entonces un muchacho de último año de secundaria, a medio camino entre actor improvisado de ocasionales comedias escolares y dirigente estudiantil interesado en la solidaridad y el humanismo integral; persuadido como otros pocos ingenuos que la revolución era el “nuevo nombre de la paz”.

Y fue ese Sábado tarde cuando caí en cuenta que la vitrina llevaba ya más de un año sin que nadie la utilizara. Tratábase de una cartelera con cubierta de vidrio en la que nadie se había preocupado por largo tiempo de renovar las informaciones que supuestamente debía proporcionar. Se trataba de un escaparate olvidado en un uno de los rincones más concurridos del colegio. Podría decirse que los dos identificamos nuestras orfandades y no estoy seguro, si fui yo el que se quedó mirando esa tarde la cartelera; o, si fue más bien ella, la cartelera, la que se había estado fijando desde hace mucho tiempo en mí…

Lo cierto es que esa misma tarde comenzó el romance; y, como sucedía en ese entonces con los romances, tuve que acudir a su dueño para poder visitarla ocasionalmente. Aunque mi verdadero propósito no eran las visitas ocasionales, sino la posesión permanente. Fue un amor a primera vista; pero, como a menudo sucede con esos enamoramientos adolescentes, se inició con gran ímpetu, para pronto desvanecerse como suele suceder también con las fogariles llamaradas.

Así fue como el rey me concedió permiso para poseer a mi adorada princesa y desde la semana siguiente la vitrina pasó a ser mía, completamente mía; o quizás no había yo caído en cuenta que desde entonces, había sido yo el que pasaba a ser suyo, completamente suyo… Puse entonces todas mis ilusiones y mis ideas al servicio de la cartelera, cuya mas importante aspiración era la de servir como un medio para interesar a mis compañeros de colegio. Sólo me impulsaba el afán de convocar y de provocar, de compartir y de inspirar. Mi propósito era motivar, persuadido como estaba de valores absolutos como la libertad y el personalismo.

Como símbolo de que ése representaba un escorzo de mis primeros pasos, el título del periódico mural vino casi sin proponérmelo: “El Escarpín”. El elemento del atuendo infantil representaba así el instrumento germinal que había optado por utilizar para dar rienda suelta a mis iniciales trasiegos como comunicador. Y… quién sabe, si como escritor o periodista! Fue así como junto al curioso título, adorné la vitrina con un diminuto zapatito tejido en lana que había tomado prestado de los trabajos de puericultura de una de mis descuidadas primas.

Fui entonces el primer director de “El Escarpín”. Pero fui también su exclusivo editor, su único fotógrafo, su solitario comentarista, su único corresponsal, su aislado jefe de redacción y el solitario encargado de las secciones de humor e información deportiva. En mi candidez e ingenuidad no había empezado por garantizar la colaboración de los demás, celoso talvez de que sólo fuera mía la maravillosa princesa. Pronto dejé morir el romance y abandoné a la amada en las oprobiosas manos de la soledad y en los oscuros calabozos del olvido.

Fue caldo de un solo hervor. Y fue también, más tarde, sólo un triste recuerdo y una valiosa lección; la recriminación en el futuro de mi propia inconstancia; el recuerdo de esa ausente perseverancia que requieren las sencillas empresas para marcar un tiempo y trascender hacia el futuro. El escarpín, para mí, dejó entonces de ser un símbolo de iniciación; y pasó a ser sentencia condenatoria que me habría de recordar siempre de la advertencia bíblica, que “muchos son los llamados, pero pocos los escogidos”. Ahí quedó el escaparate, a la espera de un nuevo pretendiente; o quizás a la espera de que yo reconociese mi error y devolviera un día a su dueño lo que yo nunca debí haber declarado mío...

Al recordar esa cristalina cartelera, tengo a la fuerza que recordar otra que me envolvió una mañana de escuela con la tortuosa pátina del oprobio y del escarnio; y que siempre se quedará en mi memoria envuelta en la húmeda película de los humores orgánicos y de las lágrimas. Fue en cuarto grado de escuela, después del recreo de la mañana. Yo me había destacado en ese intermedio con un par de certeros lanzamientos de baloncesto. Me sentía en el cielo, sin saber lo que más tarde me esperaba…

Cuando regresé al aula, aún con los postergados rescoldos de mi infantil ímpetu deportivo, salté estirando el brazo, golpeando la cartelera donde había escrito el profesor los cuadros sinópticos con la conjugación de los verbos terminados en “ar”, en claro ademán que representaba mis indisputados atributos basqueteros. No tardé en comprobar, para mi horror, que la cartulina cedía de su soporte en la pared donde había sido colocada, y se desprendía del armazón de madera que en forma frágil la sustentaba!

Fui automáticamente “invitado” a abandonar la sala de clase, con la ominosa advertencia de que no podría retornar a ella hasta que volviera con el cartel reparado y en su condición original. Demás está por mencionar que no podía retornar a la casa con el testimonio de mi impensable travesura y con las huellas evidentes de tan grave falta… Decidí entonces no ir a almorzar a la casa y me quedé en la escuela, llorando mi angustia y mi pena, esperando que mi profesor concluyera su almuerzo para confesarle mi arrepentimiento y para declarar mi imposibilidad de costear los gastos involucrados en la reparación de la cartulina con su inolvidable contenido de gramática.

Mientras esperaba junto a la grada, dispuesto a trocar un castigo escolar por el más severo que me hubiera esperado en la casa, me entraron unas ganas incontenibles de ir al baño, para poder relevar así toda la angustiosa espera que había soportado esa ignominiosa mañana. Sólo para descubrir, para mi renovado horror, que la cartelera a más de desprendida, ahora también se encontraba mojada!

Cuando salí del lavatorio, me encontré con el maestro que ahora me observaba con una mirada de magnanimidad y bienaventuranza, pero al ver su cuadro sinóptico ya difuminado con mis efluvios accidentales, sólo atinó a bosquejar una sonrisa de desesperanza. Así aprendí a conjugar. Así aprendí que cuando entre a clases después de jugar, no tengo que ponerme a saltar, porque las carteleras se pueden arruinar, y en la casa me pueden castigar; que tampoco ya nada se puede arreglar si mojo los carteles por ponerme a llorar, y no me aguanto y me voy a orinar. Sí, así fue como aprendí la conjugación de los verbos terminados en “ar”… en una insólita y desafortunada mañana de primaria!

Anchorage, 27 de Junio de 2010
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