02 julio 2010

De colerines y jaquecas

La abuela amanecía siempre con la cotidiana queja de sus insoportables jaquecas, unos intensos dolores de cabeza que se le presentaban cada madrugada sin mediar aparente motivo. Sus precauciones nocturnas, después del rezo del rosario mariano y justo antes de ir a la cama, parecían no lograr evitar sus malestares matutinos.

Preparaba ella unas infusiones de un tronco angosto y fibroso llamado “caballo chupa” y las mezclaba con otras de color amarillento, provenientes del pelo de choclo. No sé si alguien le habría recetado médicamente o si había tomado la receta prestada de una de sus tertulias en el mercado de la mañana; pero, luego de ingerir la poción anotada, tomaba también una diminuta y colorada pastilla de “Piridium”, remedio al que invariablemente acompañaba con un vaso de jugo de tamarindo. Todo esto para anticiparse y evitar así sus insoportables migrañas.

Eran tiempos en que se dependía de consejos empíricos; tiempos en los que cualquier explicación sin sustento, servía de motivo para encontrar una razón que justificara un repetitivo y persistente dolor de cabeza. Aquello de las aguas medicinales, y la ingestión del ácido y amargo jugo de tamarindo, obedecía al exclusivo propósito de “lavar el hígado”, para así evitar que las secreciones biliosas no terminaran provocando estos tormentosos como indeseados dolores de cabeza.

Por ello es que quizás la abuela evitaba a todo trance los contratiempos y los momentos de cólera, persuadida como estaba que eran estos episodios los que le afectaban el hígado y que eran ellos los directos culpables de sus desesperantes jaquecas. Había en todo esto algo de extraño y misterioso, pues las migrañas desaparecían como por arte de magia con sólo salir de Quito. No es que se tratase de una cuestión climática, o de la altura de la sierra; las portentosas migrañas se le desaparecían con sólo alejarse de Quito, llámese el destino Riobamba, San Rafael o Machala; Cuenca, Guayaquil o Pasaje; o aún cualquier recóndito lugar de la húmeda y amazónica selva.

La abuela leía el periódico vespertino todas las noches y dedicaba gran parte de su tiempo a sus labores de costura. Es siempre probable que el esfuerzo que sin proponerse ella exigía a sus cansados ojos, sólo haya sido superado por el cansancio ocular que con seguridad le producía, el sentarse a mirar los programas televisivos en esos primeros años de emisión de la “tele” en el Ecuador. Como era obvio, pero ella quizás no lo relacionaba, este cansancio muscular sólo se le producía en Quito donde el sólo hecho de mirar un par de breves programas, le exigía un esfuerzo del órgano de la visión, que degeneraba en un malestar matinal, exacerbado por una jaqueca que le atormentaba cada nueva mañana.

Es probable también que yo mismo haya sido el persistente motivo para sus continuos “colerines”. Y no porque me haya caracterizado una cuota de maliciosa travesura; sino simplemente porque creo que fuimos desarrollando una mutua animosidad por motivos más bien cercanos a mis pruritos excesivos y a mis arrestos temáticos. Ahora que lo analizo, con el beneficioso paso del tiempo, tengo que aceptar que muy probablemente sus reacciones obedecían a mis excesos con los razonamientos, a mi pueril testarudez, a mi obcecado afán de poseer siempre la razón. En suma, a mi altanero sentido de la pedantería.

Sea lo que haya sido, parece que yo siempre resultaba culpable de esos inolvidables colerines, que no eran sino episodios de ira y de furor en medio de los que la abuela se auto-sugestionaba que le “reviraban el hígado”, que le alteraban esos verdosos humores, para hacerle llegar al limite mismo del paroxismo y de la alferecía! Ante tan evidente culpabilidad, yo mismo resultaba como encargado de acudir a “la plaza”, como entonces se llamaba al mercado de víveres, para adquirir toda esa curiosa parafernalia de mejunjes necesarios para preparar esas pócimas curativas.

Pasados los años, y muerta ya la abuela, yo he pasado a tener también estos malestares ocasionales. Los síntomas suelen ser idénticos, aunque temporales; pero son tan molestosos, que muchas veces olvido las razones por las que ella enfrentaba estos achaques, por los que tantos brebajes tenía que consumir y por los que tanto parece que sufría. No acudo, sin embargo, al bullicioso mercado para abastecerme de aquellos curativos ingredientes; me basta con reconocer que me he excedido en la lectura o en la contemplación televisiva.

Entonces, me incorporo en la cama, cuando así amanezco en alguna ocasional mañana; reconozco que no son, que no pueden ser, mis personales colerines y me pongo a esperar el paso de los minutos hasta que se mitiguen y desaparezcan mis insidiosas y punzantes jaquecas. Es entonces hora de levantarse, de vivir y de trabajar; es hora de disfrutar de la vida y de su cuota del nuevo día!

Shanghai, 1 de Julio de 2010
Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario