06 agosto 2010

Cuando fui a la universidad...

Fue para mi una etapa incierta y en cierto modo irresponsable. Como muchos adolescentes en el albor de sentirse adultos, no sabia todavía cual era el destino profesional que quería entonces; tampoco estaba seguro de cual mismo era mi verdadera vocación. Todo esto en un tiempo que se había empezado a descubrir la llamada “orientación vocacional” y en que se empezaba a declarar la libertad e independencia de las clásicas profesiones liberales. Si hacia mis años de primaria me habían “conquistado” temporalmente para abrazar los hábitos eclesiásticos, cuando transcurrieron mis primeros años de secundaria, yo mismo me había persuadido que quizás sería el ejercicio de la arquitectura donde podría mejor desarrollar mis supuestas habilidades con la planificación y el dibujo.

Pero fue en un encuentro de fin de semana con jóvenes de parecida e edad y similares intereses, que de pronto me dí cuenta que, ni en los bocetos, ni en las maquetas, iba a encontrar la verdadera realización en mi vida. No, no es que ahora sabía ya lo que quería hacer en mi vida; pero, de golpe, pasé a comprender que era “lo que no quería”. Esto fue para mí como una epifanía. Ese encuentro en donde aprendí a comunicarme mejor, a expresarme, si no a confesarme, estoy persuadido que cambió mi vida. Palestra, como así se llamaba el movimiento del que luego pasé a ser su miembro y dirigente, fue para mi como una revelación.

Entonces vino, en cuanto a la futura profesión que habría de escoger, el momento más confuso y oscuro de mi vida: cómo conciliar esos nuevos afanes e intereses con un oficio que me realice integralmente? Cómo encontrar, en el ejercicio de una tarea, la plenitud de la que tanto hablábamos en esos recurrentes encuentros de nuestros años de tierna juventud? La respuesta vino como por arte de goteo, pero con la paralela respuesta de que la posible, o probable, decisión solo parcialmente me habría de satisfacer. Me gustaba por entonces el Derecho (así, con mayúscula); pero, aunque me animaban la verdad y la justicia, bien sabía yo que no me gustaban ni la confrontación, ni la controversia. Muchos años después, dado mi conocimiento de varios documentos legales en que basaba mis defensas, como joven dirigente sindical, habrían continua y repetidamente de averiguarme si yo había cursado estudios de jurisprudencia.

No siempre terminamos siendo lo que creemos que nos puede realizar y hacer felices; muchas veces tenemos que optar por actividades para las que creemos que nuestras tendencias y habilidades nos ofrecen un marco relativo de éxito. Todo esto en medio de la gran confusión existencial que la sociedad de consumo parece que nos crea: el falso y equivocado convencimiento que el éxito esta dado por el dinero que se consigue, la fama o el reconocimiento ajeno. Tener éxito, es más bien un valor subjetivo, es la íntima y personal satisfacción con lo que se hace en la vida, es el personal convencimiento de que se es bueno en lo que se hace. Ese es el único y autentico éxito que tiene valor en la vida.

Un buen día amanecí con la impresión de que lo que quería ensayar era el subyugante terreno de la diplomacia. Esto, a pesar de que uno de mis más conspicuos e influyentes profesores, un cubano enamorado de la crítica cinematográfica, me había hecho una pregunta concluyente: Para qué quieres hacerte diplomático en un mundo que está eliminando las fronteras, chico?

Fue así como el destino y un pariente caritativo vinieron en forma un tanto tardía, pero oportuna, a mi rescate. De pronto, luego de mi graduación de colegio, se me presentaba la inesperada posibilidad de aprender a conducir aviones. Creo que la opción no me dio tiempo a pensarlo dos veces; yo era consciente ya, más que de mis habilidades, de mis múltiples limitaciones; pero, ante todo, era yo un muchacho responsable y estudioso. Sabía que me estaban ofreciendo una muy especial oportunidad y sabía que no debía, que no podía fracasar. Era tan sólo un delgado e inexperto muchacho de diecisiete años por esos días; pero pronto estuve listo para comenzar mi nueva e inédita carrera aeronáutica; y, ante todo, estaba listo para emprender lo que más tarde habría de fascinarme: viajar!

Esta es la razón por la que, a pesar de mis continuos estudios profesionales posteriores, nunca tuve realmente la posibilidad de cumplir con uno de mis sueños personales: asistir a un centro académico, ir a la universidad. En forma un tanto subjetiva, identifiqué mis primeros seis años en el Oriente ecuatoriano como una experiencia universitaria. Me había yo mismo persuadido, que así como mis compañeros de colegio habían hecho seis años de estudios, culminados con uno de práctica rural; yo, en cierto modo, había hecho un breve año de estudios profesionales, con seis años de experiencia rural… Esto para eludir la necesidad de referirme a la llamada y tan mentada “universidad de la vida”, la misma que, ya lo sabemos, terminamos recorriéndola todos y no es, no puede ser, realmente un centro de investigación académica, una verdadera universidad.

Pero hubo otras razones por las que fui en algunas ocasiones a diferentes universidades en el mundo, un poco por seguirme sintiendo todavía responsable; y, otro poco, por dar rienda suelta a mi vocación afectiva y a mi inveterado instinto de protección. Por el deseo de sentirme lo que en la tierra llaman ser “buen taita”, porque hay ocasiones en que te atropellan los sentimientos y no sientes nada que te otorgue tanto orgullo y satisfacción como la posibilidad de ejercer el más delicado y gratificante de los oficios: ser simplemente un buen padre, un buen amigo con tus hijos, la opción de ser simplemente papá.

No hay experiencia más maravillosa, como padre, que la de acompañar a un hijo adolescente a instalarse por primera vez en una universidad extranjera. Sólo la circunstancia de saber que uno se separa de sus hijos por largo tiempo, es en sí una prueba de gran peso afectivo; esto para no mencionar los demonios interiores que uno enfrenta, preocupado como se siente, de que los seres que ha creado y visto crecer, han de tener los necesarios elementos que les ofrezcan comodidad y les garanticen, ante todo, una básica seguridad.

Esos pocos días de convivencia nos unen a los padres con los hijos para siempre, nos preparan para la inevitable próxima despedida y nos ayudan a consolidar mutuamente un sentido de promesa, de compartida responsabilidad. No podría jamás olvidar los viajes continuos a las tiendas cercanas para que se provean de los implementos necesarios, como tampoco podría olvidar su ansiedad y expectativa. Nada me recuerda más, ni nada simboliza tanto mi presencia en esos viajes, como mis tareas de limpieza en los cuartos de baño que les habían asignado. Esto; y la primera, y más sentimental, de las respectivas despedidas es lo que más recuerdo cuando digo con orgullo que yo también “fui a la universidad”.

Amsterdam, Agosto 7 de 2010
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