21 agosto 2010

Eso de perder el juicio…

Fue en esos días que yo había escuchado por primera vez la palabra “juicio”…

Desde aquella mañana de Noviembre en que papá había enviudado por segunda ocasión, mis cinco medio hermanos mayores habían dejado de vivir con nosotros. A su vez, mis dos hermanos menores y yo mismo, que éramos los hijos del segundo matrimonio de mi padre, habíamos tenido un destino diferente: habíamos pasado a vivir con nuestra abuela materna. Papá, mientras tanto, que más tarde había optado por contraer nuevas nupcias, es probable que haya pasado a enfrentar renovadas presiones con sus finanzas personales; asunto que él nunca habría creído que tendría un día que considerar.

Mi abuela, por su parte, había empezado a sentir los estragos del retraso en la asignación que papá le enviaba. Estos atrasos se fueron haciendo cada vez menos esporádicos y fueron convirtiéndose en la mayor razón para el desafecto que ella le profesaba. De ahí surgieron sus continuas quejas hacia lo que ella llamaba su negligente irresponsabilidad: esta tardía y poco generosa atención hacia su compromiso con nuestra mesada. A ella se refería mi abuela como “la puchuela” que papá mandaba y un día se propuso demandarlo con un inevitable “juicio de alimentos”, para así evitar las continuas y repetidas confrontaciones; y asegurar la puntualidad en la entrega de la mensualidad que él nos asignaba.

Fue desde entonces que la palabra “juicio” pasó a tener un cierto carácter peyorativo en mi diccionario personal. Era fuente en mí, en todo caso, de un sentimiento contradictorio, pues representaba un lamentable proceso con el que se había sometido a mi propio papá. Poco sabía yo entonces, que no se trataba en forma exacta de un “proceso”, sino que era simplemente la forma de identificar un tramite administrativo que hacía oficial la existencia de una responsabilidad.

Fue por esos mismos días que, por otras cosas, descubrí que en la vida hay personas que pueden “perder el juicio”, es decir la cordura o la facultad de discernir entre el bien y el mal, entre lo falso y lo real. Por ese entonces también yo había descubierto que en mi familia también teníamos “parientes pobres”; asunto del que, al parecer, todos adolecemos; pero, claro… muy pocos estamos realmente dispuestos a tenerlo que aceptar.

La abuela tenía un hermano, mayor a ella y de edad avanzada, que vivía en el mismísimo suburbio guayaquileño; y que en forma esporádica la venía a visitar. Era un anciano que olía a humedad; tenia unos ojos azules, tristes y bondadosos; caminaba con apremio; hablaba con un cierto dejo costeño; y sus frecuentes y continuos carraspeos denunciaban que lo aquejaba alguna secreta enfermedad pulmonar. Tenia las orejas enormes y como alisadas. Fue para mí un personaje inolvidable; pero no tanto por su indigencia, cuanto por su inigualable bondad.

Se parecía, este hermano de la abuela, a mi tío Carlos, a quien conocíamos como Alfonso, y que había cometido el crimen de casarse por esos años con una mujer costeña y divorciada; y, sobre todo, de mayor edad a la suya. Era ella una mujer desinhibida, que hablaba sin secretos, y que hasta sus confidencias las hacía en voz alta. Era una mujer entrada en carnes y de porte elegante; tenía un nombre de piedra preciosa: Esmeralda. Con ella aprendimos que a las personas de la costa se las bautizaba con nombres exóticos, como Mayra, Joffre o Zelandia; que en el trópico se hablaba, se vestía, se comía y se vivía diferente. Que allí las mujeres no caminaban, sino que se contoneaban. Era por una de estas mujeres, que mi tío había “perdido el juicio”, había dejado la sierra y se había ido al trópico para poderse casar.

Era él un tipo alegre, irreverente y díscolo. Un hombre afectuoso con mi madre, que venía de rato en rato a la capital a visitar a sus hermanos y, sobre todo, a su idolatrada mamá. Parece que sus visitas coincidían con la recepción de algún dinero extraordinario o la acumulación de algún capital de ahorro; porque cuando venía a Quito era para gastar en grande; o, más bien dicho, porque venía a derrochar! Le gustaba el juego y los efectos embriagantes del licor. Fue en esas condiciones, cuando se hallaba sujeto a los efectos de Baco, que llegaba una que otra madrugada a la casa, a exhibir su condición enajenada, con ánimo bullicioso y pugnaz. Era su personal forma de expresar la veneración que tenía a su angustiada mamá… La abuela me pedía entonces que me levantara y que fuese a llamar a uno de mis otros tíos para que le ayudaran a controlar a su propio hijo, cuya flamante “pérdida del juicio” había nuevamente que lamentar!

Hoy, años después, y “en sano juicio”, recuerdo estas variaciones del concepto en una misma palabra. Años, muchos años después, de que me habría salido la “muela del juicio”; cuando ya he aprendido a hacer “juicios de valor”, es decir a opinar y a tener un parecer. Años después también de que he aprendido que en derecho hay muchas variedades de juicio; como contencioso o de desahucio, petitorio o acusatorio, sumario o plenario. Tantas y tantas variedades que sólo de saberlo uno puede “perder el juicio”. Y todo esto sin tener que comentar de lo engorrosos e interminables que pudieran ser los mencionados juicios; los cuales no tienen más clara característica que la de sacarnos literalmente de quicio.

Todo esto comento cuando, en estos mismos días, un buen amigo de nuestra familia ha optado por volver al país, luego de varios años de ausencia, a enfrentar un juicio administrativo. Lo hace persuadido que se le hará justicia y convencido que le asiste el derecho y le respalda su inocencia. El ha vivido ya muchos años de soledad y de destierro en patria extranjera; este habría sido para él un tiempo interminable, frustrante y doloroso; tiempo suficiente como para volverse loco. Es decir, tiempo suficiente como para “perder el juicio”. O, como habría dicho Cervantes: para que pudiera “volvérsele el juicio”; o, para que él terminase con el “juicio en los calcañares”. Dios quiera que pronto se resuelva el caso de mi sufrido amigo; y que quizás su juicio concluya antes, mucho antes, de ese otro juicio que nos diferenciará con sus premios o sus castigos: el inevitable como implacable Juicio Universal…

Shanghai, 10 de Agosto de 2010
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