06 agosto 2010

Los números

Fue ese como un extraño juego; una suerte de lúdico entretenimiento que me cautivó, con su sorprendente embrujo, hacia los últimos años de primaria. Fue en esas clases de aritmética que fui descubriendo el caprichoso comportamiento que suelen tener los números, que suelen tener sus extrañas secuencias; así aprendí de sus relaciones inexplicables y de sus misteriosas ecuaciones.

Y es que, el profesor no bien había terminado todavía de plantear en voz alta el complejo problema contenido en su curriculum matemático, que yo era ya uno de los primeros en precipitarse hacia los pasadizos y en correr hacia la tarima delantera de la clase, para ofrecer mi respuesta a la aprobación del maestro; ante la curiosidad, y probable desaprobación, de mis sorprendidos y sospechosos compañeros. Fue en esos años que me fui dando cuenta que los números me habían participado su sencillo y elemental secreto. Puedo insinuar que gozaba de su amistad; que disfrutaba de su complicidad y confidencia.

Para mí, se trató de una suerte de secreto descubrimiento, que más tarde se habría de diluir y me habría de desalentar cuando, pocos años después, en un libro grueso de carátulas empastadas y figuras árabes, de túnica y turbante en su cubierta, se iba a proclamar el final de mi romance inicial con los números. “Algebra de Baldor”, decía esa ominosa portada. Era un libro, en cuyo interior habría yo de descubrir que mis adorados guarismos habían sido mezclados maliciosamente con las letras del alfabeto. Se trataba de un innatural maridaje que habría de decretar el final de mi luna de miel con las cifras y que habría de tratar de tentarme con el renovado encanto que para mi ya tenían por entonces las letras. Pero, claro, sin mezclar estas con los números! El algebra habría de decretar mi temporal divorcio, tanto con los números, cuanto con las letras!

Fueron esos, también, mis años de inocencia y santidad. Fueron esos los tiempos posteriores a mi primera comunión; años en los que fui descubriendo que el tan mentado paraíso podría muy bien estar ubicado aquí mismo, en la tierra. En las interminables clases de catecismo y de Historia Sagrada había también aprendido de un libro bíblico llamado “Números”, uno de los cinco componentes del Pentateuco (las cinco cajas); un libro llamado así por la interminable cantidad de cifras que se exhibían para relacionar las doce tribus de Israel; las que, a su vez, provenían de los doce hijos varones que había tenido Jacob, un patriarca admirable por sus arrestos para negociar la primogenitura de su hermano mayor con un plato de lentejas; y, claro, por su innegable fecundidad. Es que… doce hijos varones, podrá no ser un número mágico, pero siempre será una cifra bastante respetable como número!

Fueron esos los años cuando aprendí la raíz cuadrada, la regla de tres, la prueba del nueve. Fue cuando aprendí los números primos y una serie de numéricas secuencias que parecían obedecer a una trama oculta, impenetrable y escondida. Porque los números se comportaban ante mis ojos en formas antojadizas y rebeldes, sin darme todavía una insinuación de sus reservados y ocultos misterios. Así fue como, por muestra de ejemplo, había yo de aprender que la suma continuada de los números impares, va produciendo una extraña secuencia del cuadrado de los números, que se va desarrollando en forma interminable, hasta el infinito (ad infinitum).

Así fue también, como muy temprano adquirí el conocimiento de ciertos números que, en apariencia, se comportan en forma inexplicable. Me encontré, entre los garabatos de mis cuadernos de borrador y la clandestina ayuda de las entonces prohibidas calculadoras, con números de varios dígitos, como el 142857, que al multiplicarse por cualquier número del uno al seis, daban por resultado la misma secuencia de sus dígitos constitutivos, pero con un dígito inicial diferente. Descubrí, además, que el resultado era sorprendente cuando se lo multiplicaba por siete; y que la secuencia resultaba tan, o más, admirable cuando se procedía a multiplicar el mismo número por otros múltiplos del mismo siete!

Más tarde, en mis secretas y furtivas visitas a las secciones de aritmética de las principales librerías de todo el mundo, me fui encontrando con una apasionante literatura de muchos y variados textos relacionados con la numerología: la teoría de los números. Así es como llegué al conocimiento de que existen números llamados mágicos, por su asombroso comportamiento; o de la existencia de secuencias interminables caracterizadas por su sorprendente manera de relacionarse. Alguna vez llegó a mis manos un librito que lo releo con cierta periodicidad; se llama “La revancha de Arquímedes”, texto que, más que respuestas, cada vez me despierta nuevas preguntas y me entrega nuevos, como inexplicables, descubrimientos.

Los japoneses han descubierto un reto al ordenamiento de los números en nueve cuadriculas que se complementan. El rompecabezas (nunca mejor dicho) se llama “sudoku”; y a fe mía que, a más de constituir un extraordinario y admirable entretenimiento, representa una formidable receta preventiva en contra de la arterioesclerosis. Hay una variedad más compleja, conocida en inglés, como “killer sudoku” (sudoku matador), cuya experiencia y probable acercamiento a sus elusivas pistas de solución, constituye un ejercicio apasionante; tanto que, por entretenerme con sus sinuosos recovecos, a veces me pierdo y me olvido que tengo, con mi “Itinerario Náutico”, un renovado y nunca abandonado compromiso. Pero… tampoco puedo utilizar mi obsesión con los números como excusa y decir que “no me queda tiempo”. Si no… hagamos nomás números!

Amsterdam, 6 de Agosto de 2010
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