07 diciembre 2015

El lago, la montaña y el sermón

He estado en sus orillas y he probado de sus aguas. Desde el aire y visto en el mapa físico, su forma es la de una pera, aunque su nombre reflejaría más bien su parecido con una lira invertida. En efecto, Genesaret sería una adaptación de un nombre hebreo, Kineret, que habría sido un tipo de arpa antigua que dio origen a ese nombre. Conocen al lago también con otro distintivo: Tiberíades, nombre de un poblado ubicado en sus riveras que habrían bautizado los romanos en honor al emperador Tiberio. Genesaret es un lago de agua dulce cuya superficie se encuentra bajo el nivel del mar, como lo está el Mar Muerto. Con no poca pretensión sus vecinos prefieren identificarlo como “Mar de Galilea”.

Visité Tiberíades en mi primer viaje a Israel, un país que pocos años antes había triunfado en una relampagueante ofensiva bélica que la posteridad habría de conocer como “Guerra de los seis días”. Galilea lucía entonces como una comarca apacible; era la misma tierra de donde habían sido oriundos los discípulos de Jesús, y era el mismo lugar donde hace dos mil años había vivido el Maestro con su familia. Ahí, en las orillas del lago, se podía adquirir agua enlatada de ese mar de aguas tranquilas o de su afluente, el río Jordán; o unos tarros cilíndricos que contenían auténtica “tierra santa”; o claro, no faltaba más, unos metálicos recipientes que proclamaban su contenido: “aire bendito de Palestina”…

Ahí mismo, en un paisaje exento de cerros escarpados y considerables depresiones, debe haber existido un pequeño collado en cuyas laderas Jesús predicó alguna vez, y en donde, según el evangelio atribuido a Mateo, Jesús habría pronunciado su más famosa homilía, una alocución con la que resumiría los fundamentos de una doctrina que sería más tarde recogida por el naciente cristianismo: el revolucionario sermón de la montaña.

Cuántas veces, en mis lejanos tiempos de colegio, no habré escuchado, como parte de la cotidiana liturgia a que estuve expuesto, aquel poco sucinto capítulo del evangelio que contenía: ora insistentes y bondadosas recomendaciones, ora la plegaria cristiana por excelencia –el suplicante Padrenuestro-, ora las sabias “bienaventuranzas”. En ese texto se mencionaba un lugar recóndito y subterráneo que desde siempre quiso menoscabar los cimientos de mi fe –el inenarrable y aterrador infierno-; se predicaba aquello tan cristiano de no responder ojo por ojo, ni diente por diente, y de saber ofrecer la mejilla opuesta.

Intuyo que esas lecturas evangélicas no siempre fueron del agrado de quienes fungieron como mis primeros compañeros. Con el tiempo fui descubriendo que no recordaban con simpatía diversos lugares que nos fueron siendo familiares: ni el refectorio, ni la procura; ni los portales entablados desde donde mirábamos a los hermanos redundar en sus paseos peripatéticos; ni la capilla con su iluminada sacristía, ni los patios asfaltados que daban cabida a todas esas canchas de baloncesto. Ya salidos del colegio, muchos no lo recordaban con nostalgia; optaban por borrarlo de la memoria y preferían olvidarlo por completo…

A veces me pregunto por qué uno de los más destacados deportistas que el colegio tuvo, había dejado fermentar hacia  el plantel tan profundo desafecto. Lo propio supe alguna vez advertir en un alumno brillante, futuro editorialista, uno de aquellos “abanderados” cuyo destacado desempeño estudiantil (“aprovechamiento” lo llamaban) supo reconocerle alguna vez el propio colegio. No puedo sino sospechar que algo de la crisis económica y social que afectó hacia el inicio de la segunda parte del siglo a esa institución educativa, fue creando una suerte de desdén, y posterior rechazo, frente al relajamiento y complacencia de quienes habían sido antes abnegados orientadores y nuestros primeros maestros.

Lo cierto es que de pronto “algo cambió”. En ciertos casos, nuestros mejores amigos ya no los encontrábamos en los espacios del colegio; los hallábamos en alejados establecimientos. Es probable que el problema no haya estado en el colegio en sí, sino más bien en nosotros mismos (fueron años cruciales para las ideas, las creencias y los valores; fueron los años de la revolución del sesenta y ocho, aquella del “prohibido prohibir”). Fuimos muchachos que tuvieron el privilegio de escuchar con reiteración las bienaventuranzas, que supieron preparar la otra mejilla, aunque quizá nunca pusieron real atención a los textos de Mateo…

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