24 diciembre 2015

Lago, en la distancia…

Volver luego de mucho tiempo a ciudades lejanas, a sitios que uno extraña y quiere, nos colma de ilusión, de “saudades” y remembranzas. Es que son lugares que uno conoce, sitios donde es fácil orientarse, lugares donde se han vivido variadas circunstancias, episodios y experiencias. Son sitios a donde uno añora volver, estar allí; y, cuando lo hace, vuelve a vivir un nuevo romance con sus calles, con sus plazas y parques, con sus más recónditos rincones. Así, volver se convierte en un homenaje a la nostalgia y también en una fuente inagotable para nuevas experiencias.


Así me siento cuando vuelvo a lugares como Buenos Aires, Roma, Vancouver o Shanghai; a Nueva York, Paris, Singapur, Tokio o Hong Kong; sitios donde, aunque percibo el paso del tiempo, algo me dice que todo sigue ahí, que en cierto modo “nada ha cambiado”. Me ubico con facilidad y el conocimiento anterior me permite buscar los lugares que transité y que quise, esos mismos que su recuerdo me impulsó a regresar (verbo que para estos casos me gusta mucho menos que volver. ¿Será por aquello de la letra del tango aquél?, me pregunto yo). Porque, sin contar con los viajes que en la vida hubiésemos hecho, o de los sitios que hubiésemos visitado, existen múltiples lugares que conocemos en el mundo con los que nos hemos familiarizado y una nueva visita no nos hace sentir como extraños o como ajenos.


Mas, esta no ha sido, la sensación que he experimentado cuando he vuelto a un pequeño villorrio, a una pequeña aldea, a un pueblecito que vi por última vez hace quizá ya cuarenta años. Allí, en un lugar ubicado en la mitad de ninguna parte, en un sitio selvático alejado de todo en el mundo civilizado, había una vez un grupo de casuchas asentadas sobre unos terrenos pantanosos e infestados por los tábanos. Sus estrechas y polvorientas callejuelas disimulaban su precariedad con una capa de “crudo” que habría sido donado por la conmiseración o, quién sabe, por el desdén de las compañías petroleras del Oriente.

El sitio, a más de feo, tenía un nombre exento de atractivo; no era un lago, ni lo habían ubicado junto a una laguna, pero era así como lo apellidaban: Lago. Y le habían añadido el menos atractivo de los calificativos: Agrio; respaldando con ello todas las acepciones que de esa palabra puede compendiar el diccionario: ácido, acre, áspero, desabrido, o falto de colorido, consonancia o entonación… Eso y nada más que eso era Lago Agrio, un triángulo de casas maltrechas, de cantinas impresentables; una encrucijada que invitaba a la somnolencia, una aldea que sobrevivía gracias a la concupiscencia (o era la soledad?) de los trabajadores petroleros, a las secuelas del tedio, a los rescoldos de la esperanza y al brote ocasional que produce la ensoñación.

Allá fuimos todos, preferentemente las noches, huyendo de la monotonía de esa “jaula de oro”, el campamento petrolero, en busca del entretenimiento que proporcionaba el sórdido chongo o, simplemente, para aliviar la rutina insufrible de los efectos de la selva o el fastidio del calor. Ahí, en esos abyectos antros, quién sabe si quizá enriquecimos nuestro vocabulario, escuchando palabras que jamás habíamos oído pronunciar nunca, voces como cafiche, anchetoso, tránsfuga, angurriento o no sé si tal vez macró. Lago, así simplemente -y abreviando aquel Agrio-, fue también para nosotros una suerte de promesa y sitio de encuentro, un lugar para satisfacer aquello tan común a nuestra edad temprana: la aventura, la curiosidad o el deseo inocente de exploración…

A ese mismo lugar avecinado a las cenagosas aguas del Aguarico he vuelto cuarenta años después. Ya no encuentro sus calles polvorientas; las descubro uniformes y asfaltadas; no es ya aquella aldea de pocos centenares de almas, es un enjambre comercial donde bulle la actividad mercantil, donde destaca el cuidado de sus veredas y se levantan sólidas edificaciones que denuncian el formidable, vertiginoso y empecinado avance que tuvo en estas indóciles tierras esa fuerza insostenible que viene con el desarrollo, el progreso y la civilización. Lago Agrio es ahora una urbe ordenada y alegre, organizada y altiva.

El pueblo cambió de nombre; ahora lo llaman Nueva Loja. Ya no es aquel centro promiscuo caracterizado por la fritanga maloliente o esa substancia negruzca que aplacaba la polvareda. El calor y la presencia de la selva siguen allí, pero el bullicio y el colorido son diferentes; hay en medio de todo aquello una canción que surge prometedora de la expectativa, del sentido de comunidad, de la renovada ilusión de los que esperan…

Share/Bookmark

No hay comentarios.:

Publicar un comentario