12 enero 2016

Mecánica del mito

Tal pereciera que el mundo, y la vida misma, están repletos de lo que se ha dado por llamar “teorías conspirativas”. Ayer nomás leía en un periódico local acerca de la creencia propuesta por un supuesto filósofo alemán en el sentido que Adolf Hitler no habría muerto acompañado de Eva Braun, su compañera, en el bunker que el Führer había construido (los dos se habrían suicidado con ácido prúsico), sino que habría escapado hacia las Islas Canarias, antes de iniciar un más largo periplo para retirarse a vivir luego en algún lugar de la Argentina. A propósito del líder alemán, sus padres habían sido primos entre sí, y Johann Georg Hiedler, su padre, había sido hijo ilegítimo y había llevado el apellido de su madre por casi cuarenta años.

Barrunto yo que todo hecho en nuestra vida está de alguna manera afectado por circunstancias conspirativas. Esto de “conspirar” sucede cuando dos o más cosas se juntan o concurren hacia un mismo fin. En otras palabras, siempre que se planea o programa algo, existe en forma ineludible algún grado de conspiración. Por lo mismo, conspirar no es necesariamente “unirse contra un superior o soberano”, o tramar algo en “contra de algún particular en el ánimo de hacerle daño”. Las historias bíblicas de Sansón y Dalila, o de Judith y Holofernes, o cualquier otra, sucedieron por ello, porque concurrieron ciertas circunstancias y no sería descabellado, al escudriñar sus motivos, asociarlas con otras posibilidades, fueran distintas o parecidas.

Hay ocasiones en que el destino o la fortuna “conspiran” para que suceda todo de inversa manera a lo que estuvo previsto; o el resultado final sucede justamente de tal manera que quienes más tarde escriben la historia terminan convencidos de que en realidad sucedieron circunstancias diversas y conjeturan que lo que sucedió resultó de la ineludible participación de algo desconocido, y que no estuvo previsto. Yo mismo incendié un día mi propia casa en una noche de fuegos de artificio, cuando por puro descuido abandoné unos lánguidos rescoldos en la cercanía de unos trastos viejos que habían arrumado en un soberado lóbrego y poco atendido.

Hablar de los asesinatos de García Moreno o John F. Kennedy es ya una invitación para hablar de hechos oscuros o de las mencionadas teorías conspirativas. Un día conocí un pueblo en Nuevo México que había vivido, por más de cincuenta años, de mantener el fuego latente de una de esas inverosímiles teorías. En este caso, la de que una misteriosa nave extraterrestre había sido alcanzada por armas especiales y había sido destruida por las fuerzas armadas de los Estados Unidos. Ese pequeño pueblo se llamaba Roswell y todos sus rincones y negocios parecían vivir de las cenizas que dejan a veces los restos del temor o de la novelería… A fin de cuentas, hay siempre gente dispuesta a creerse todo, y que es propensa a comulgar con enormes ruedas de molino!

En nuestros días siempre hay alguien que sustenta una diferente interpretación con respecto a todo lo que sucede. Así, los accidentes aéreos son pábulo inexorable para la creación de fantásticas, si no fabulosas, conjeturas. El accidente del presidente Jaime Roldós, por ejemplo, fue una clara muestra de lo que puede inventar la imaginación; al final, no se trató sino de una serie de eventos que se juntaron y que luego produjeron un accidente que era todo menos algo evitable: un piloto cansado, el desconocimiento de la ruta, la presión por cumplir una agenda, la mala costumbre de que el edecán pudiera actuar a la vez como piloto presidencial.

Hace poco, a pretexto de la inesperada actividad que empezó a manifestar el volcán Cotopaxi, también un grupo de personas especuló que el gobierno había declarado el estado de emergencia, no para proteger a la ciudadanía de los eventuales riesgos que hubiere entrañado una catastrófica erupción, sino más bien como una treta o estratagema para evitar que las manifestaciones políticas que se expresaban en contra del régimen, esos mismos días, hubiesen alcanzado la indefinible magnitud de una dramática avalancha.

El mito no solo que echa raíces, sino que crece insostenible cuando la información no es auténtica o la comunicación no es efectiva. La mentira y la desinformación son campos propicios para que se vigorice el mito y para que se fortalezca la leyenda.

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