21 enero 2016

Ni hablar de peluquín

Acabo de revisar un simpático artículo que trae El País de España con el sugestivo titulillo de “Cómo disimular la calva sin hacer el ridículo”, y caigo en cuenta de la enorme cantidad de nombres que se utilizan en nuestro idioma para designar a aquellos artilugios, o métodos artificiales, que los hombres solemos usar para esconder o disimular esa fea “costumbre” de perder el cabello. En lo personal (“y de mi experiencia”, como alguna vez dijo un ingenuo copiloto, asaz inexperto), creo que solo pudiera haber algo más feo que eso de ser calvo, y es aquella otra y aún más desagradable costumbre que tenemos ciertas personas, la de llevar el pelo lacio e hirsuto, o sea necio (tú mismo).

Voces como emparrado, cortinilla o peluquín; churumbel, flequillo o bisoñé, son términos que usa la gente para reconocer algo que solamente los calvos creen que nadie más que ellos se ha dado cuenta, cuando descubren que han transigido ante algo inapelable: la tendencia suya, prematura o no, de que poco a poco, o bastante a bastante, han empezado a experimentar eso indetenible de perder el cabello.

Creo en este punto que debo corregir a tiempo un aserto que expresé en el primer párrafo, cuando dije que solo aquello de llevar el pelo lacio era más feo que no poder retener la caída del cabello. Y es que si hay algo más feo que estar afectado por la conciencia de tender a quedarse calvo, es justamente la poco efectiva estrategia de tratar de engañar a los demás, haciéndoles creer que todavía nos abunda el cabello. La verdad de la verdad es que no solo que no logramos disimular los lustrosos efectos de nuestra lamentable alopecia, sino que más bien con ello solo logramos evidenciar aún más lo que creemos que es un muy íntimo secreto.

Esta mañana me vi nuevamente y a los tiempos en el espejo… y pude advertir nuevas huellas o indicios de lo que mi peluquero ya descubrió hace algún tiempo. Sí, yo también, a más de tener el pelo un tanto erizado, he empezado en forma bastante acelerada, aunque no muy dramática, a perder mi nada ondulado cabello. Hoy por hoy no lo trato de disimular, pero he caído en cuenta que el único que no quiere meterse con mi parte de arriba es mi cuidadoso peluquero. Pero, la impronta de lo que vendrá ya está ahí, veo a mis tíos y sé lo que me espera. Son el azogue en el que desde ya me veo, sé que eso es lo que me espera para cuando sea viejo.

Hay un personaje a quien estoy obligado a ver casi todos los días. Me he percatado que su particular pérdida del cabello se ha ido produciendo en forma traviesa y selectiva. Le ha ido quedando una suerte de churumbel, una especie de rúbrica en la parte frontal de su fachada, un ensortijado cairel que adorna la parte anterior de su preciada cabellera. El otro día tuve la impresión de que aquel emblemático cairel había empezado a ralear y a cobrar acta de independencia. Desde luego, quien ha de haber advertido tan cruel acontecimiento ha de haber sido su angustiado dueño. Conjeturo que para tratar de disimular tan tortuoso padecimiento, él habrá optado por utilizar alguna suerte de tintura de apariencia deslucida y mate que le ayude a esconder o, quién sabe si a disimular, aquel capricho que abona a su descontento.

A los pelados, a quienes en otras latitudes han dado por llamar pelones, se los encuentra por doquier en nuestros tiempos. Unos son únicamente trasquilados, individuos que han cedido al influjo de la moda; otros son auténticos pelados que han transigido al saludable recurso de la resignación oportuna. Estos últimos han optado por anticiparse al inevitable influjo con que a algunos nos castiga el paso de los días. Porque, para aquello de lucir mejor, todos están en su más pleno derecho. A fin de cuentas, y como dicen por ahí, cuando las oportunidades se presentan calvas, todos prefieren aparentar que nada pasa y que hasta se sienten “al pelo”.

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