09 marzo 2018

Entre la maldad y la estulticia

“El necio es más funesto que el malvado, porque el malvado descansa a veces, en tanto que el necio jamás”. Anatole France.

Yo recordaba casi textualmente la frase, pero no podía precisar ni dónde la había leído, ni tampoco quién era su autor. Lo más probable, conjeturaba, era que la hubiera leído en uno de esos compendios de adagios, refranes o aforismos; más precisamente, en un ya casi olvidado “Diccionario de citas y frases célebres”, que corrió la lamentable suerte de las cosas prestadas... Lo único que tenía por aproximado era que la frase pertenecía a Anatole France (a quien jamás había leído) o a ese autor incorregible, amigo de crear frases y dichos de antología, ese maestro de la diatriba y la ironía que fuera el escritor irlandés Oscar Wilde.

Fue hace pocos días, cuando la volví a repetir, porque alguien mencionó algo parecido. Probablemente aquello de que “un tonto causa más estragos que un terremoto”; pero un buen amigo, que quería saber quién era el autor original de la frase, me obligó a la inevitable tarea de ponerme a investigar. De pronto, caí en cuenta de en dónde la había leído: habría llegado a mi conocimiento, de la lectura de uno de los libros que había llegado a mis manos del maestro y filósofo español José Ortega y Gasset (“La rebelión de las masas”). La frase no era de su pertenencia, pero era parte de una cita suya en la que la mencionaba como perteneciente a Anatole France (¡sí, mi frágil memoria tenía por fin la razón!)...

No fue hasta ayer que volví a encontrar, por coincidencia, una frase parecida. Diría yo que sospechosamente parecida; y, en lugar de comentar la validez o inexactitud del aforismo, generaba una discusión en las redes en términos de si el autor era Arturo Pérez-Reverte o si, más bien, el filósofo que antes fuera mencionado, el (como dicen ahora) “imprescindible” Ortega y Gasset. Pérez-Reverte es quien habría sentenciado, en una entrevista, una frase harto parecida (“Los estúpidos causan más daños que los malvados”), justificándolo con el argumento de que “la estupidez nos deja indefensos ante la realidad”, y siendo corregido más tarde por un contertulio con un “pero los estúpidos mueren primero”...

Pero... ¿quién causa realmente más daño, el tonto o el malvado? Nótese, por un momento, que estas no son “cualidades” (o, hablando con más propiedad, defectos) que sean excluyentes. Ya alguna vez hice una reflexión similar (“Allegro ma non troppo”, Itinerario Náutico, 2 de enero de 2016), al comentar acerca de un pequeño ensayo escrito por Carlo María Cipolla, que trata de la relación entre beneficio propio y beneficio ajeno para, de ese modo, clasificar la inteligencia de los hombres, o su carencia. O su ingenuidad o perversidad, en cuanto al resultado de las acciones humanas cuando buscan el propio beneficio.

Solía decir un buen amigo: “No es tontito porque es chiquito”, refiriéndose a la situación de inocencia de quienes, por su escasa edad, no habrían entrado todavía en una fase de su vida en la que pudieran gozar de los beneficios del buen criterio o la capacidad de razonar. En efecto, el ser ignorante o inocente (en el sentido de ser incapaz de maldad o de mala intención) puede liberar de responsabilidad a quienes “no saben lo que están haciendo”. Ello nos recuerda el adagio evangélico, aquél de: “Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen”. Pues, sin intención, no siempre existe culpa ni merecimiento de castigo.

El tonto peligroso no es el caracterizado por la estulticia. Es el que se sabe limitado y quiere aparentar genialidad con sus frases aprendidas o disimulando su indigencia intelectual; es aquel que esconde sus prejuicios y complejos, y trata de aparecer como dechado de virtudes y sabiduría porque tiene pavor a enfrentar el escrutinio ajeno. A ese, el miedo lo empuja y hace perder el equilibrio y, en el ánimo de que no se lo descubra o exponga, actúa como un tonto impulsado por una cuota de maldad. Para ello, usa a los otros porque le faltan recursos para defender sus deleznables como prejuiciados argumentos.

Pero el tonto más tonto, el tonto por antonomasia o excelencia, es aquel que la vanidad le impulsa a creer que sabe de todo, que es el más atractivo y perspicaz. Ese parece que jamás se habría mirado en el espejo, y por ello se cree ejemplo y envidia de todos, el que nunca se equivoca, el que siempre tiene la razón, el que es el centro del comentario y atención de quienes él cree que seduce, convencido cómo está que causa admiración y que todos lo quieren emular... Como habría dicho el director Claude Chabrol, “La tontería es infinitamente más fascinante que la inteligencia; puesto que la inteligencia tiene sus límites, en tanto que la tontería no”.

Einstein habría dicho también una frase que cierra la controversia: “Solo hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana. Y no estoy tan seguro de la primera”...

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