02 marzo 2018

Geometría de la seguridad

Sospecho que desde niño experimenté, si no una inquieta fascinación, por lo menos una secreta debilidad por la geometría. Hacia el final del colegio, había la alternativa de escoger, para acceder a lo que se llamaba la “especialidad”, en el último año de Humanidades, a la posibilidad de registrarse en una de tres opciones disponibles: físico-matemáticos; químico-biólogos o filosófico-sociales. A esas alturas de nuestro postrer año pre-universitario, se suponía que buena parte de nosotros “ya sabía qué quería ser en la vida”, si médico o ingeniero, si artista o arquitecto, si bogado o contador. Ese escogimiento, por lo mismo, ya había sido decidido por lo que parecía más cercano a nuestra vocación individual o, quizá, al oficio de nuestra inclinación.

En mi caso particular, pocos meses atrás había declinado mi interés por la arquitectura y había empezado a considerar una carrera en el mundo de la jurisprudencia o en el de la diplomacia; fue por ello que me incorporé al grupo que había escogido la alternativa de sociales. Lejos estaba de imaginar que una propuesta posterior a mis exámenes de grado de bachiller, me habría de inclinar, casi a deshora, por el mundo insospechado de la aviación. Ya en la academia de vuelo, a menudo me preguntaba si no hubiese sido mejor que para el destino que había escogido, no hubiere sido preferible que optase por una especialidad de distinto tenor.

Y así, a pesar de que no me había registrado en una especialización que me relacionara con la matemática, meses más tarde habría de comprobar que los números, las ecuaciones y las figuras no eran realmente indispensables para iniciarse en ese mundo que hasta entonces me había parecido tan misterioso y esquivo, el mismo que más tarde se me tornaría en indispensable y fascinante. En eso pensé por un par de ocasiones por lo menos, cuando, de pronto, la física o la geometría se hicieron presentes en mis estudios, aunque en forma tenue y muy sutil. Habría de escuchar las leyes de Newton, por ejemplo, y especialmente aquella que hablaba de la acción y su igual y opuesta reacción. Y aunque también aparecieron términos como diedro o cantiléver, los mismos me hicieron persuadir, que de las especialidades que pude haber escogido, cualquiera pudo haber aportado bases suficientes para apuntalar el inicio en mi ya definitiva profesión.

Hablemos del ángulo diedro, por ejemplo. El diccionario dice que es masculino y que significa, en geometría, “cada una de las dos porciones del especio limitadas por dos semiplanos que parten de una misma recta”. En la escuela de aviación aprendí el concepto de una forma más simple: si las alas del avión salían del fuselaje y se inclinaban hacia arriba, quería decir que tenían un diseño en ángulo diedro (positivo); si se inclinaban hacia abajo, el diseño era en anti-diedro o, si se prefiere, de ángulo diedro negativo. Fueron aviones con diedro positivo, casi  todos los primeros aviones que yo conocí; y habrían de pasar algunos años hasta que empecé a reconocer una serie de turbo-reactores, con dos o cuatro motores, identificados por esa característica, la de tener sus alas con diseño en anti-diedro, con el propósito de “evitar una excesiva estabilidad espiral”. El B-52, un bombardero conocido como “la Fortaleza Volante” era un clásico ejemplo del diedro negativo.

Los rusos, que por un tiempo diseñaban y construían en colaboración algunos de sus aviones en una fábrica ubicada en Ucrania (Antonov), fueron haciendo continuas modificaciones a un tipo de avión STOL que desde sus inicios tuvo un desempeño muy interesante. Asi nacería el An-148 (nótese la similitud con el cuadri-reactor británico BAe 146, incluso en el nombre); el 148 fue un desarrollo del Antonov An-74 (llamado así, probablemente, porque 148 es igual a dos veces 74), este era, a su vez, una variante de otro jet similar de características STOL, el An-72. Todos estos aviones, mencionados en este párrafo, tienen una característica común: la de tener un ala anclada en la parte superior del fuselaje e inclinada hacia abajo, con diedro negativo.

Hace un año el An-148 estuvo en los titulares de prensa por equivocados motivos (es el mismo modelo que se estrelló cerca de Medellín, con el equipo del Chapecoense); y hace pocos días estuvo involucrado en un nuevo accidente en Rusia. Era una aeronave de la aerolínea Saratov. En efecto, este último avión acaba de estrellarse en las cercanías de Moscú, luego del despegue, debido probablemente a acumulación de hielo en los sensores del sistema estático (tubo “pitot”). Este accidente, aunque producido a baja altura, tiene enorme parecido con el sucedido hace pocos años, en ruta desde Río de Janeiro a París, un Airbus A-330 de la compañía Air France, que se precipitó a tierra sobre el Atlántico (en las cercanías de las islas de Fernando de Noroña) cuando sus pilotos no pudieron controlar el avión con uno (¿o, dos?) de sus indicadores de velocidad en condición no confiable y, probablemente desestimaron la indicación del instrumento auxiliar.

Es sumamente triste, y desde luego inconcebible e insólito, que esta trágica situación siga ocurriendo en la aviación comercial moderna, debido principalmente a tres factores: la falta de experiencia en vuelo manual por parte de muchos aviadores jóvenes; la escasa comprensión de algunos profesionales aéreos de la “arquitectura” del diseño de algunos componentes modernos (el “fly by-wire” o los modos de protección contra el stall, por ejemplo); y, ante todo, la ausencia de métodos adecuados de entrenamiento para solventar en vuelo estas confusas, pero manejables, indicaciones contradictorias en los instrumentos básicos. Si en algo podemos coincidir es precisamente en ello: la falla de un solo instrumento no debería sino producir una momentánea confusión, pero nunca terminar en la dolorosa tragedia que significa un nuevo accidente.

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