08 febrero 2020

Juderías

De pronto, aquello parece haberse puesto de moda. Veo por doquier, a parientes y amigos, dedicados a su personal trámite para obtener la ciudadanía española; esto, en base a un pretendido reclamo de que ostentan, entre sus ancestros, pruebas fehacientes de su ascendencia sefardita. “Sefarad” es el nombre que tiene España en idioma hebreo; y sefardita es el toponímico utilizado para designar a los judíos que emigraron en el pasado a la Península. Estos judíos hablan un dialecto conocido como ladino y han seguido practicando el judaísmo.

La diáspora del pueblo judío se completó en el resto de Europa con la inmigración de otro enorme contingente que, a su tiempo, se desplazó hacia Alemania y algunos otros países del centro europeo; estos judíos hablan una lengua emparentada con el alemán (el yiddish) y son conocidos como “ashkenazis”. Estos, al igual que los sefarditas, han conservado sus costumbres y tradiciones, en especial las religiosas; pero, por sobre todo, su acendrada identidad nacional y, desde luego, la idea primordial de regresar algún día a la tierra de sus padres y antepasados; aquél país que en sus hogares y libros sagrados han dado por llamar “la tierra prometida”.

¿A qué se debe el inusitado trajinar de mis familiares y conocidos? Pues se trata de una especie de amnistía, en calidad de reparación histórica, que ha sido propiciada por el gobierno español en favor de los descendientes de los judíos que en 1492 (el año del Descubrimiento) fueron expulsados de España. Cierto es que no todos se fueron de aquella tierra, en la que habían nacido y que habían pasado a considerar como suya; muchos se quedaron, unos porque adoptaron el catolicismo, en forma voluntaria u obligada (los habrían de llamar conversos), otros porque adujeron haberse convertido, aunque en secreto continuaron practicando su ancestral religión. A estos los llamaron “marranos”, como un símbolo de escarnio no exento de desprecio.

Ahora bien, ¿por qué los habían expulsado? Pues, por diversos motivos. Eran otros tiempos. Eran años de intolerancia y persecución; habían sido una comunidad muy unida, constituida por gente trabajadora, esforzada y ahorradora. Los demás siempre los asociaron con la usura, la avaricia y, desde luego, con la pobreza ajena. Estaba, por otro lado, su religión y sus costumbres; daban la impresión de no integrarse con quienes no participaban de sus ritos y creencias. Se los asociaba con la muerte de Jesús, el Salvador (él mismo, otro judío), dejando a un lado la verdad histórica, pues fueron los romanos quienes lo habían crucificado y perseguido.

Como se entiende, para poder optar por el antes mencionado privilegio, hoy solo hace falta demostrar que ciertos apellidos previamente escogidos constan entre los ancestros de quienes han aplicado por la graciosa consideración. Cuando uso el último adjetivo me refiero al supuesto beneficio, y no a las probables sonrisas que pudiera generar la aparente contradicción que involucra la aplicación en referencia. Esto porque no deja de contener una cierta ironía aquello de que lo mismo que alguna vez fue percibido como causa de vergüenza y oprobio, hoy pueda ser considerado más bien como objeto de sano orgullo, restitución y reconocimiento...

Lo anterior resulta importante, sin subestimar que la continuidad de los apellidos es algo que bien pudiera ser inexacto e incierto… Los judíos, tanto antes como después de la expulsión, optaron por escoger distintos apellidos, muchas veces relacionados con su oficio o quizá con su lugar de su residencia. Como se sabe, hasta el final del Siglo XIX no existió en España una normativa general con respecto al registro de los apellidos; hubo mucho arbitrio y discrecionalidad: unos optaron por utilizar el apellido de la madre, otros el paterno; y hubo quienes tomaron otras identidades, pues juzgaran que estas pudieran serles de mayor utilidad o conveniencia. En este sentido, la transmisión del linaje no obedeció necesariamente a un proceso de carácter lineal.

A esto hay que sumar la circunstancia de las minorías árabes y judías, quienes ya sea por disimular su origen o para procurar adoptar un apellido que les aportase una mejor identidad, decidieron cambiarlo, por un factor de seguridad o por pura conveniencia social. De lo que se sabe, varios reconocidos personajes de la política y de las artes españolas han sido identificados como judíos. Muestras al canto, se sugiere, por ejemplo, que Miguel de Cervantes y Saavedra, el autor del Quijote, sería descendiente de judíos conversos por ambos lados. Es comprensible que en un ambiente como el de aquellos siglos de simulación y mojigatería, se haya tenido que acudir a todo tipo de artificio para satisfacer el bienestar propio y la seguridad de la familia.

Aquella forma de discrimen no concluyó con la expulsión referida. El mismo dictador Francisco Franco, apodado como “el Caudillo”, y quien gobernó España por treinta y cinco años, estuvo siempre persuadido de que en el mundo existía una oscura y malévola conspiración que estaba organizada, si no financiada, por la masonería y el sionismo internacional, con el apoyo político del comunismo; esta fue una de sus fobias y obsesiones. No sorprende, por lo mismo, que quienes, por ignorancia o estupidez, siempre están buscando fantasmas, para achacar a los judíos la culpa de sus propios males, vean en ellos el motivo para sus desgracias y sinsabores.

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