24 febrero 2020

Réquiem por un luchador

La muerte de alguien que queremos es siempre trágica, no importa si ha sido esperada por largo tiempo o es el resultado de un repentino desenlace. Pero, claro, es más profundo el arañazo de su artero impacto cuando quien se despide ha influenciado nuestras vidas con la impronta de su beneficioso influjo, con el sortilegio de su motivador efecto. Sucede que la Providencia, con sus aleatorios caprichos, nos suele asignar en este mundo un determinado número de hermanos; mas, es luego la fortuna la que, en ocasiones, se encarga de convertir en nuestro hermano a uno de nuestros más cercanos y preferidos amigos...

Conocí a Hugo Coronel en mis años de Texaco. Quiso el destino que trabajáramos juntos en el campamento de Lago Agrio, en el Oriente. Luego me enteraría que esa misma señora joven que realizaba alguna gestión, en las oficinas de la empresa en Quito, la misma tarde que fui entrevistado para recibir el visto bueno previo a mi inminente contratación como piloto de la empresa, era su propia esposa, quien, pasados los días, habría de convertirse, a su vez, en muy cercana amiga y confidente de mi futura mujer, desde aquellos ya olvidados años.

Algo espontáneo y mágico surgió con Hugo desde el día mismo que nos conocimos. Aquello fluyó en forma natural, como si nos hubiésemos conocido desde siempre; cuál si hubiéramos sido compañeros de escuela o quizá amigos de barrio desde que éramos niños. En el fondo, así mismo habría sido... Luego me habría de enterar que habíamos estudiado en el mismo colegio (él era unos años mayor) y que no solo compartíamos similares gustos y aficiones. De hecho, compartíamos también, y casi sin saberlo, los mismos amigos. Fue, por lo mismo, muy fácil, de ahí en adelante, poder compartir con él inquietudes y afinidades, distracciones y proyectos.

Es curioso, los dos habíamos sido parte del mismo plantel educativo, el colegio de los Hermanos de La Salle, ubicado en la calle Caldas; ese mismo plantel que desde siempre privilegió, entre las disciplinas deportivas, la práctica del baloncesto. Pero, eh ahí que ahora, en el insoportable calor de la canícula, nos reuníamos de lunes a jueves, a eso de las cinco de la tarde, para jugar algo que a él le habría apasionado desde muchacho y para lo que era realmente bueno; un deporte que, en cuanto a mí, su práctica se me había vedado cuando niño (pues despedazaba mis escasos pantalones), algo que con el tiempo nos identificó: nuestra afición por el fútbol.

Hugo jugaba de defensa, era un irreemplazable “back centro”. No es que fuera hábil; lo sorprendente en él era su formidable lectura de la ubicación e intenciones de los delanteros contrarios, su extraño don del anticipo, su sorprendente visión del juego. Quien lo enfrentaba no competía con otro jugador, que siempre estaba bien ubicado. Su reto era el de atravesar una muralla, porque la ventaja de Hugo estaba en su privilegiado físico; y la facilidad natural que tenía para organizar a los demás defensas, sus obedientes compañeros. Lo suyo era una mezcla de advertencias y de estímulos que surgían de su indiscutible liderazgo, de su actitud y de su ejemplo.

Poco a poco me fui apercibiendo de que esas virtudes que Hugo desplegaba en la cancha con su esfuerzo, él las aplicaba día a día en los asuntos del trabajo y de la vida. Con él se podía compartir gustos, entretenimientos y aficiones, pero era su actitud ante las circunstancias y ante los hombres la que hacía que fuera fácil compartir con él valores y opiniones, como la mutua ilusión de luchar por una situación estable o ver crecer a nuestros hijos en medio de bienestar, seguridad y contento.

Había en Hugo algo especial; se trataba de una suerte de energía espontánea que exudaba de su manera de ser. Si a ello sumábamos sus ágiles maneras o su relajada forma de vestir, podía decirse que aquel, su físico bien cuidado, reflejaba menos años que los que representaba su verdadera edad. Sin embargo, no era ese liderazgo, y ni siquiera su simpatía, ni tampoco su apariencia, lo que siempre le procuraba nuevos amigos y le hacía ganarse la voluntad y confianza de la gente; lo que a nuestro querido amigo realmente distinguía, era su particular sentido de la amistad, en él se conjugaban la discreción y la nobleza, la lealtad y el compromiso.

Una insidiosa afección hepática fue minando su salud en el último tiempo. Pude compartir con él un breve y afectuoso diálogo pocos días antes de su postrera despedida; pudimos recordar nuestro tiempo compartido en los días de Lago Agrio. Todavía me parece oír sus gritos de aliento, su voz estentórea animando a sus compañeros a luchar para recuperar el balón, para tratar de propiciar un nuevo contragolpe... Esa voz se fue quebrando de a poco en estos últimos meses; y de pronto, esa voz dejó de emitir aquel sonido familiar que nos había permitido ejercitar nuestras confidencias, nuestros amenos coloquios por alrededor de medio siglo...

Lo voy a echar de menos. Temprano, una parte de mi vida se ha ido ya con él.

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