19 diciembre 2016

Error, errar, vagabundear

Acabo de terminar una pequeña novelita de Jorge Amado intitulada “De cómo los turcos descubrieron América”. Realmente debí decir “empezar y terminar” porque la mencionada lectura no me ha tomado más de dos o tres horas. No se trata de un texto de Historia, sino, como queda indicado, de una pequeña historia novelada, un “romance”, como creo que le llaman en portugués, la lengua del escritor brasileño.

La obra me ha hecho recordar cómo llamaban en nuestra tierra, cuando yo era todavía niño, a los inmigrantes o descendientes de la gente que provenía de la parte oriental del Mediterráneo, preferentemente a árabes, sirios y libaneses, no se diga a los turcos propiamente dichos. En efecto, era con el apelativo de “turcos” como se identificaba en forma indiscriminada a todas estas nacionalidades. En aquellos tiempos, los de mi niñez, se acostumbraba a tratarlos de turcos, sin que hayan nacido en Turquía, sin que fuera correcto hacerlo. Hablaban, como recuerdo, un español medio contaminado por su lengua árabe original, se dedicaban en forma preferente al comercio de telas y géneros. Les llamaban turcos, sin serlo.

Leyendo el librito de Amado he caído en cuenta que así llamábamos a los recién llegados (o lo hacían nuestros abuelos), pero no con una intención peyorativa, y ni siquiera por un motivo emparentado con el prejuicio. Se llamaba de esta manera a los individuos provenientes de esos países, que forman parte del así llamado Medio Oriente, porque todos esos lugares, hasta sólo algo más de un siglo, fueron parte del Imperio Otomano (en honor a Osman, uno de sus primeros líderes), imperio que tuvo en jaque al oriente europeo por más de seis siglos.

No se puede olvidar que la última capital de los otomanos fue la sorprendente Estambul, una de las ciudades más cautivantes que existen en el mundo, no solo por su arquitectura, sino por sus paisajes naturales y por su privilegiada historia. Antes tuvo dos nombres inolvidables: primero Bizancio y luego Constantinopla; fue cuna de Solimán el Magnífico, como se ha dado en llamarlo en español, que fue un gran organizador, un soberano pacificador que se preocupó de codificar e implementar las normas jurídicas de las que carecía su pueblo. En Estambul están dos de las más hermosas e importantes mezquitas del mundo musulmán: la que fuera construida por Solimán y la hermosa de Hagia Sophia, esta última convertida hoy en museo.

La parte europea de Estambul -la que queda hacia occidente- es la más tradicional; en ella se hunde el Cuerno de Oro y está bañada hacia levante por el Bósforo, que no es sino un estrecho que comunica el Mar Negro (conocido en la antiguedad como Ponto) con el Mar de Mármara; y que separa a la ciudad del Asia Menor. En las orillas del lado europeo pueden todavía apreciarse los espléndidos “yalis”, los palacios de verano de la élite otomana. Estuve más de una vez en esta ciudad sorprendente, sólo para lamentar que el tiempo de estadía del que disfruté fue siempre exiguo, porque éste siempre me pareció insuficiente.

La gente que se origina en, o proviene de, el Cercano Oriente, es también parte de aquella interminable secuencia de olas migratorias que, por ya más de quinientos años, no han dejado de venir a residir en América. Los ahora locales no dejamos de sorprendernos por este ocasional ímpetu migratorio y, muchas veces, expresamos nuestra inconformidad, y aún nuestro rechazo, por estas iniciativas y emprendimientos. Tendemos a olvidar que ese incesante proceso que se llama mestizaje no es otra cosa que el resultado natural de todos esos viajes, movilizaciones y asentamientos. Cuántas ilusiones, frustraciones y tragedias no serán parte de aquellos procesos.

Si bien se ve, la vida del hombre ha sido por siempre una permanente reubicación en busca de un mejor lugar para encontrar nuevas oportunidades y conseguir más felicidad y mejor bienestar. Resulta curioso que exista un verbo en el castellano que no solo significa desplazarse sin un rumbo definido, sino también una probabilidad -convertida en la más humana y definitoria de las posibilidades-, aquella de fallar en nuestros esfuerzos y tentativas, la contingencia real de poder equivocarse… Me refiero al verbo “errar”, verbo que no solo contempla esas dos acepciones, sino que, además, reconoce dos tipos disímiles de conjugación, confusas y caprichosas…

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