Artículo publicado en el periódico La Nación
de Guayaquil. Sábado 4 de enero de 2025
Sí, el tiempo pasa; ya estamos en 2025 (guarismo que, como saben los que aman las cifras, resulta ser el cuadrado de 45, curioso número este que resulta de sumar todos los dígitos). Y digo que pasa y no que “vuela” porque este es un concepto subjetivo. Mas, el tiempo es real y “pasa”, lo que quiere decir que lo que sucede en este instante ya es pasado y que transcurre para todos: es inexorable. El tiempo no es ficción, es pura realidad; por eso todos los relojes marcan la misma hora. No hay manera de detener el tiempo. Bien visto, el reloj es un artilugio fascinante, una maravillosa forma de medir y comprobar el paso del tiempo.
Quizá habrían sido los sumerios los que habrían buscado formas de medir el tiempo. Y habría sido en la Media Luna Fértil, esa franja en que se asentaron las primeras civilizaciones, donde se inventó una forma de escritura y el concepto de la semana, donde se prefiguró el sistema sexagesimal que tendría tantas aplicaciones –hoy indispensables para la navegación y la medición del tiempo–. El ser humano por siempre se sintió seducido, no solo por el tiempo sino por la esquiva posibilidad de medirlo con exactitud. Los antiguos ya jugaban con clepsidras y relojes solares, y buscaron una manera uniforme de regular el trabajo o el sueño.
Los griegos tampoco se quedaron atrás y tuvieron un dios, hijo de Urano y padre de Zeus, al que llamaron Cronos, este estaba encargado de “la efectiva y completa ejecución de todo”, lo que quiere decir “del cumplimiento final del tiempo”. Los romanos lo identificaron con uno de sus dioses autóctonos, Saturno, en honor del cual bautizaron el día sábado (‘saturday’ en inglés) y honraron las fiestas saturnales, unas carnestolendas parecidas a nuestro carnaval; lo cual, más tarde sirvió para que la Iglesia las suplantara con la fiesta de la Natividad.
Si subyugante es pensar en el paso del tiempo, quizá existan pocos artificios que nos cautiven más que los relojes, esos formidables mecanismos que, sin que nos demos cuenta, tienen el atributo de la ubicuidad (uno se topa con ellos por donde va). Yo mismo los encuentro en el estudio y el comedor, en el vestidor y la cocina; en el celular y el ordenador; dispongo incluso de un “reloj de abuelo” (un portentoso Howard Miller): un prodigio de relojería que no solo marca el tiempo, sino que advierte cada cuarto de hora con música preseleccionada, registra las fases de la luna y celebra el paso de las horas con idéntico número de campanadas.
Habría sido, hacia el ecuador del Medioevo, que un monje benedictino nacido en Auvernia, llamado Gerberto y que llegaría muy joven a papa con el nombre de Silvestre II, que, siendo estudiante, habría viajado a Cataluña y se habría puesto en contacto con el saber de los árabes. Gerberto fue un erudito, un verdadero sabio; había nacido al mediar el SS X y se había interesado por el conocimiento musulmán; a su regreso, trató de compartir su aprendizaje del cero (algo todavía desconocido en Europa) y del sistema decimal. Era un tiempo en que nadie sabía dividir, se utilizaban unas tablas para realizar las operaciones y se desconfiaba de la gente que sabía hacerlo porque se intuía que podía estar “en tratos con el demonio”…
Gerberto fue nombrado papa en el año anterior al ominoso primer milenio (gobernó desde 999 hasta 1003), cuando la gente conjeturó que se avecinaba el “final de los tiempos”, y que ocurrirían guerras, catástrofes y otros cataclismos. Es a Silvestre II, un pontífice al que se lo rechazó porque quizá “sabía demasiado”, que el mundo debe la iniciativa de medir el tiempo utilizando ruedas y pesas, un concepto precursor al reloj de péndulo que vendría siete siglos más tarde. Sería un neerlandés, Christiaan Huygens, hacia mediados del SS XVII, quien se encargaría de perfeccionar el péndulo (invento de Galileo) en los relojes de torre y de pared…
Sí… ¡Cómo pasa el tiempo…!
