Los chicos
(mis hijos) eran todavía muy chicos (pequeños) pero ya se habían acostumbrado a
que salir de vacaciones significaba ir al exterior (y ello casi siempre
implicaba ir a los Estados Unidos). No, no es que fuéramos ricos; era que
teníamos la suerte, por un par de veces en el año y dada mi profesión, de gozar de pasajes con
descuento –o sin costo– a los destinos a los que volaba “nuestra” aerolínea.
Incluso, algunas veces, nos animábamos a pedir descuentos en otras aerolíneas,
aprovechando de un convenio de reciprocidad que para eso existía (el inter-line); lo malo de lo último, era
que esos pasajes estaban sujetos a espacio y el viaje no siempre podía
realizarse…
En nuestra aerolínea, sin embargo, los pasajes estaban confirmados –aquello era parte de los beneficios–, de modo que se hacía más fácil programar un presupuesto de vacaciones. Cuando los hijos empezaron a viajar, casi siempre preferían ir era a Disney (en sus dos versiones). Pero… ir, con el calor de agosto, hacer colas para cada una de las diversiones, cuando todo el mundo también había ido de vacaciones, era algo que, poco a poco, ya no nos fue gustando... Además, siendo seis, ya no salía tan conveniente. No había presupuesto que alcanzara; en los parques habían establecido un “pasaporte” que era todo, menos económico.
Años más tarde, fuimos buscando destinos más cercanos; nos gustaba disfrutar de pequeños departamentos ubicados junto a la playa donde pudiéramos estar más tranquilos y aprovecharlo en familia, gozando de otras entretenciones. Un día, alguien proclamó que había encontrado “la fórmula perfecta” para que todos disfrutáramos por igual: “ya está –dijo–, lo ideal sería ir a una playa, con comodidades, pero que quede cerca de un centro comercial”… “Aprobada la moción”, respondí, y así decidimos ir –por esa vez– a una pequeña playa, avecinada al golfo de México, algo al sur de Tampa, conocida como Naples (se pronuncia Neipels, en inglés).
Naples era entonces un lugar tranquilo; sus residentes le encontraban cierta semejanza con el lugar que había sido cuna de sus padres. De a poco fue convirtiéndose en un lugar de retiro. Estaba ubicado en el SO de la Florida, estado al que llaman Panhandle (literalmente “mango del sartén”, yo prefiero decir “cacerola”, que suena menos prosaico). No tardaría en descubrir que su nombre era solo una transliteración de Napoli (en italiano) o Nápoles. Lo que tardé algo más en conocer fue que ese nombre tenía historia: no siempre Nápoles se había llamado así…
El cuento tiene que ver con una hermosa doncella oriunda de Frigia (occidente de Anatolia), llamada Pisínoe o Parténope, que se enamoró locamente de un joven pero se resistió a romper sus votos de castidad; ella se cortó el cabello y huyó a la Magna Grecia donde Afrodita, envidiosa de su belleza, la convirtió en sirena. Pero… las sirenas no siempre fueron como hoy las imaginamos: en la antigüedad se creía que también tenían rostro de mujer y cuerpo de ave; pero, desde el Renacimiento, han mantenido la forma con que hoy se las conoce: un torso femenino y una cola escamada, como de pez. Por eso, a veces suelen tener dos nombres (ej: siren y mermaid, en inglés).
En la Odisea, cuando Ulises regresaba de Troya, había evitado ser hechizado por las sirenas de la orilla (una de ellas era Parténope). Siguiendo el consejo de Circe, Ulises ordenó a los marineros que se taparan los oídos con cera y que lo amarraran al mástil del barco, así podría él disfrutar de su canto. Parténope, sintiéndose rechazada, prefirió morir ahogada y fue arrastrada por las olas hasta la orilla. Los marinos la enterraron con honores y su sepulcro se convirtió en un templo; este se convirtió en un pueblo, al que llamaron Parténope. En ese mismo lugar los griegos, en el SS VIII a.C., establecieron un asentamiento al que bautizaron de Palaeopolis o Ciudad Vieja. Dos siglos más tarde, los romanos tomaron posesión y lo apellidaron de Nea-polis, o Napoli, que significa Ciudad Nueva. Fue, en su tiempo, la urbe más importante que tuvo la Magna Grecia.
Nápoles fue incorporada en el Reino de Dos Sicilias en 1140, y fue su capital (1282-1503). Junto con Sicilia fueron dos reinos independientes gobernados por un mismo príncipe. Desde 1282 (las Vísperas Sicilianas) hasta 1861 (la Expedición de los 1.000), Sicilia fue gobernada por Aragón (y más tarde por España) en distintas formas, con excepción de cuando fue gobernada por Saboya y los Habsburgo (1713-1735). Sicilia fue capturada por Saboya durante la Guerra de Sucesión Española (1713). El apelativo Dos Sicilias data de 1282, cuando dos reyes: Carlos de Anjou (hermano de san Luis), en Nápoles; y Pedro de Aragón, en Sicilia, reclamaron el trono. En 1816 (durante el Congreso de Viena), Fernando I ya utilizó el nombre Dos Sicilias para identificar al nuevo reino.

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