30 mayo 2025

El nuevo ‘Air Force One’ *

 * Escrito para AeroTime por Ian Molyneaux, y editado por Andy Murray. Con mi traducción y reedición en español. Tomado de la revista AeroTime.

Título original: Trump se embarca en un nuevo proyecto Air Force One, tras perder la paciencia con Boeing

Habiendo perdido su paciencia con Boeing, el presidente Trump se está ahora embarcando en su propio proyecto, para garantizar que tenga un nuevo Boeing 747-800 operativo hasta fin de año. Según The Wall Street Journal, el presidente se halla cada vez más frustrado con Boeing debido a los retrasos en la entrega de los dos nuevos aviones, conocidos como Air Force One, que ordenó durante su primer mandato. El 18 de febrero pasado, un funcionario de la presidencia admitió que el proyecto podría retrasarse hasta 2029, o incluso para más tarde, lo cual significaría que el actual presidente nunca pondría un pie en esos aviones.

 

Con esto en mente, el presidente y los funcionarios del gobierno han encargado a la empresa de tecnología L3Harris que revise un Boeing 747-800, utilizado anteriormente por el gobierno de Qatar, como una solución provisional. Fuentes autorizadas dijeron a The Wall Street Journal que el Boeing 747 catarí sería adaptado con tecnología avanzada, que pudiera ser adaptada, para que ese avión opere como Air Force One. Esta renovada "Reina de los Cielos" complementaría así a los dos aviones presidenciales, hoy existentes, de tipo Boeing 747-200, conocidos en defensa como VC-25A. **

 

En julio de 2024, Ted Colbert, Jefe de Defensa, Espacio y Seguridad de Boeing, admitió que la compañía estaba lidiando con problemas en la cadena de suministro; así como con la inflación y la fuerza laboral. Sin embargo, es poco probable que el nuevo B 747-800 modificado, satisfaga las necesidades específicas del presidente de los Estados Unidos; las mismas que incluyen sistemas avanzados de navegación, capacidades defensivas e instalaciones para reuniones de alto nivel o comunicaciones seguras. Los 747 que se utilizan para la operación Air Force One, cuentan con sistemas defensivos avanzados e instalaciones para proteger al presidente contra diversas amenazas, incluidos ataques con misiles o guerra electrónica.

 

En febrero de 2025, el presidente Trump desestimó la idea de que podría recurrir a Airbus para construir la próxima generación de aviones Air Force One. "No consideraría a Airbus. Podría comprar uno de otro país, tal vez, o conseguir uno de otra nacionalidad", dijo...

 

Con sede en Florida, L3Harris es un viejo socio de Boeing, habiendo suministrado aviónica avanzada y sistemas de misión a la compañía durante mucho tiempo. Las dos empresas han colaborado en múltiples proyectos conjuntos, incluyendo el entrenador T-7A Red Hawk, como también los modelos F-35 y F/A-18 Hornet de la Boeing.

 

Nota 1: El artículo menciona erróneamente a los VC-25B, pero esta designación equivale realmente a los 747-800, aviones de más moderna tecnología que ya fueron ordenados, y no los que vuelan actualmente.

 

Nota 2: Más que un asunto de paciencia, se trata de una cuestión de escrúpulos y de ética… Para una adquisición de este tipo –aunque fuera un regalo– la presidencia requiere de autorización del Congreso. Ya existen voces que argumentan que pudiera tratarse de una forma de soborno disimulado; tampoco se tiene claro, cual sería el destino del avión luego de que Trump dejara la presidencia. Se insinúa que se trataría de un regalo personal, y que para evitar el respectivo pago de impuestos, el aparato no sería registrado como propiedad de la operación Air Force One sino como un bien de propiedad de la Biblioteca del Gobierno.


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27 mayo 2025

Ecuatorianos que triunfan

Sí, bien sé, puede sonar despectivo (‘derogatorio’, como a uno de ellos escuché), pero la verdad es que eso de los “ecuatorianos que triunfan”, suele utilizarse para referirse a aquellos que han vivido unos pocos meses en Estados Unidos, han comprado su ropita, un parcito de zapatos de ensueño y vienen de la “yuni” hablando de una manera que los hace creer que pueden pasar por gringos… Hoy quiero hablarles de esos compatriotas que salen y le ponen empeño, sudor y sacrificio, nadie sabe lo duro que han tenido que pasarlo, “nos hacen quedar bien”, se destacan en su labor y compromiso, son el verdadero ejemplo que necesitamos…

Abro la sección deportiva de un medio europeo; y, lo que hallo me llena de satisfacción como ciudadano de este país. Mientras leo, procuro evitar que quienes están a mi lado se den cuenta, que me he puesto sentimental, de que me he emocionado… Dice Cole Palmer, delantero del Chelsea, club en el que juega Moisés Caicedo (“el niño Moi”, nuestro valioso mediocampista), al término del partido entre su equipo y el Liverpool, campeón de la liga inglesa: “Hoy me sentí con confianza, traté otras cosas, pases de primera, jugar hacia delante. Es que, cuando lo tienes a él (a Moisés), es como un sueño. Desde el principio de la temporada ha sido nuestro mejor jugador, él recupera las bolas todo el tiempo, es un tipo humilde, es bueno con todos; y todo el equipo le adora”…

 

Pienso en la edad de Caicedo, en sus humildes comienzos, jugando quizá descalzo; en los sacrificios de su familia para comprarle sus botines, en su adaptación al club que lo descubrió y lo formó, en su pase internacional al Brighton donde se exhibió como uno de los jugadores con más futuro en la Premier League, en sus primeros meses en Inglaterra luchando con la soledad y el idioma, o en su transfer al Chelsea por un cifra inimaginable, y no puedo sino sentir un enorme orgullo por él, por su familia, por el fútbol nacional, por el país entero…

 

Y, claro, compruebo que no solo que la mayoría de jugadores de nuestra selección juega en equipos “grandes”, sino que ellos se están destacando en el fútbol internacional. Ahí están: Piero Hincapié, jugando para el Bayer Leverkusen, uno de los mejores equipos alemanes; William Pacho, otro monstruo en la defensa, un verdadero mariscal, jugando nada menos que en uno de los finalistas de la Champions League, el PSG (Paris Saint Germain); y así por ese orden… No me olvido de Pervis Estupiñan, de Joel Ordóñez o Félix Arboleda; todos juntos forman lo que la prensa especializada internacional ya llama “la mejor defensa de América”.

 

Algo parecido sucede en las cocinas de los mejores restaurantes del mundo. Estoy leyendo The nasty bits del desaparecido cocinero y comunicador Anthony Bourdain, autor de libros como No Reservations y Kitchen Confidential, y no puedo sino sentir lo mismo al revisar sus impresiones respecto a nuestros cocineros. Bourdain los llama “parte de la columna vertebral del negocio de restaurantes americanos”. “Son, libra por libra, los mejores cocineros de New York”, dice. “Los mejores chefs fueron antes lavavajillas. Diablos, los mejores tipos fueron lavavajillas”… “A lo mejor no saben qué es un soubise, pero de seguro saben hacerlo súper bien hecho; tienen carácter. Puedo enseñar a cocinar pero no puedo enseñar eso: carácter”.

 

“No quiero faltar al respeto a mi alma mater, ella no nos impartió carácter, el deseo de trabajar con alma y corazón, de aprender y crecer, de ‘saber aguantar’…”Los he tratado (a los cocineros ecuatorianos) por treinta años. Me siento privilegiado, ellos me hicieron mejor, los he conocido y hemos trabajado juntos. Me siento honrado por su esfuerzo, por su trabajo duro y por su lealtad. Me han enriquecido con su música, con su comida; con los apodos feos que me pusieron, con su amabilidad y la fuerza de su empeño.”

 

“Dicen que América es “la tierra de la libertad” (the land of the free), termina Bourdain, pero, ¿qué sería de América, si no fuera por ellos, o por todos los demás; por todos los que fueron llegando?”…


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23 mayo 2025

Por qué no somos felices *

 * Escrito por Javier Cercas para El País Semanal

“Puede ser que el único antídoto eficaz contra la envidia consista en negarse en redondo a competir con nadie. Salvo con uno mismo”.

 

En una entrevista reciente, Eduard Fernández confiesa: “Me gustaría no ser envidioso, pero no lo conseguiré, así que lo asumes y ya está. Me digo: pero ¿de qué tengo envidia? ¡Si me va muy bien!”. Estas palabras demuestran que, además de ser un gran actor, Fernández debe de ser un tipo muy honesto: hay que serlo para decir una cosa así, porque quien confiesa que envidia, confiesa que se siente inferior; también, que no es un hombre particularmente feliz.

 

No pudiera serlo un envidioso. En La conquista de la felicidad, Bertrand Russell argumenta que una de las causas fundamentales de nuestra infelicidad es la envidia (otra, añadiría yo, es el miedo: por eso Walter Benjamin escribió que la felicidad consiste en vivir sin temor); el problema es que, igual que nadie es inmune al miedo, nadie es inmune a la envidia, una de las pasiones más arraigadas, sobre todo en sociedades que, como las nuestras, han llevado el espíritu de competición hasta el delirio (o hasta el ridículo). Pero no solo en las nuestras: Russell duda que Simeón el Estilita —quien a principios del siglo V pasó 37 años subido a la minúscula plataforma de una columna— hubiera estado muy satisfecho si se hubiera enterado que otro santo había pasado más tiempo que él en una plataforma todavía más minúscula. Es una duda razonable.

 

El envidioso no solo desea hacer daño al envidiado y poner en práctica su deseo —sobre todo si puede hacerlo con impunidad—, sino que se hace infeliz a sí mismo; esto emparenta la envidia con el odio: quien envidia, igual que quien odia, es como el que bebe un vaso de veneno creyendo que va a matar al otro; también la emparenta con el odio la insatisfacción crónica de ambos: su avidez universal. Como dice Russell, quien desea la gloria puede envidiar a Napoleón, pero Napoleón envidiaba a César, César envidiaba a Alejandro y Alejandro probablemente envidiaba a Hércules, que ni siquiera existió… El cine y la literatura le han dado muchas vueltas a este infortunio. En Amadeus, Miloš Forman dramatizó el calvario que atraviesa un triste, esforzado y mediocre Antonio Salieri a manos de la genialidad precoz, alegre y gamberra de Mozart.

 

Menos conocido, pero no menos memorable, es un relato también protagonizado por músicos, obra de Dino Buzzati: El músico envidioso. En él se refiere la historia de Gorgia, un compositor a quien todo le va tan bien como a Eduard Fernández —es famoso, tiene dinero, goza de buena salud y de excelente reputación—; su desgracia es que padece una envidia tan enfermiza que su mujer y sus amigos, apiadados de él, intentan ocultarle la aparición de un genio musical, y que, cuando el desdichado Gorgia lo descubre, y para colmo resulta que es un compositor de su misma edad, hasta entonces desconocido y despreciado por todos, se sume en una desesperación sin confines. El final del cuento es un retrato del infierno: para Gorgia, “toda alegría había acabado. Ni siquiera podía ofrecer ese dolor suyo a Dios, porque, ante esta clase de dolores, Dios se indigna”.

 

Russell piensa que un antídoto contra la envidia es la admiración: si Salieri y Gorgia hubieran admirado sin reservas a sus dos némesis, no solo hubieran sido menos desdichados; también hubieran sido mejores músicos, porque hubieran podido aprender de la superioridad de sus rivales. Puede ser. Pero también puede ser que el único antídoto eficaz contra la envidia consista en negarse en redondo a competir con nadie. Salvo con uno mismo.

 

¿Todo es pernicioso en la envidia? ¿Ésta solo acarrea calamidades? Optimista irredento, Russell piensa que no, que la pasión igualitaria, indisociable de la envidia, inspiró la democracia en la Grecia antigua (“Nadie debe sobresalir entre nosotros”, decían los ciudadanos de Éfeso, para escándalo de Heráclito) e inspira la democracia y el socialismo modernos. También piensa que la envidia es, en parte, la expresión inevitable de un “dolor heroico” —el dolor de quienes caminamos a ciegas en la noche— y que, para salir de esa oscuridad sin esperanza, el ser humano debe aprender a transcender su yo y a adquirir “la libertad del universo”. ¡Qué envidia!


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20 mayo 2025

Un lugar emblemático

Tuve hace pocos días el afortunado privilegio de conocer –y de disfrutar de– el flamante edificio del prestigioso Club de la Unión del puerto principal. Sus cómodas, elegantes y bien diseñadas instalaciones corresponden a una nueva edición del que es ya, y sin lugar a dudas, el centro de reunión, tertulia y esparcimiento más completo que existe en nuestro país. Esta nueva versión del tradicional club social guayaquileño, está ubicada ahora en el moderno barrio de Samborondón y ha venido a reemplazar a la sede que antes se ubicaba junto a la ribera del río Guayas (José Joaquín Olmedo y Malecón Simón Bolívar), lugar en el que la sociedad funcionó desde mediado el siglo pasado; es decir, por más de tres cuartos de siglo.

Si revisamos los fragmentos de la historia del club, que se atribuyen a José Antonio Gómez, uno de sus socios más eminentes, habría que reconocer que, junto a la Sociedad Filantrópica del Guayas y al Benemérito Cuerpo de Bomberos, el club constituye una de las tres instituciones más antiguas que han dedicado sus empeños al servicio de la urbe. La entidad habría nacido no solo como un lugar de reunión, diversión y entretenimiento, sino como un dedicado centro de discusión para contribuir al ornato, planeación urbana y desarrollo integral de la ciudad. Con tal visión, sus directivos y socios más relevantes siempre se han interesado por promover la cultura, la industria, la actividad social y el desarrollo financiero de la emprendedora metrópoli porteña.

 

El Club de la Unión se habría fundado en 1869 y funcionado en tres distintos lugares hasta principios de 1885, cuando se mudó a una casa ubicada en la esquina norte de la avenida Nueve de Octubre y Malecón. En ese sitio se hallaba la sede hasta el incendio de octubre de 1896, cuando se habrían perdido los registros de sus primeros 27 años de vida. Más tarde (1898) el club se movilizó temporalmente a otro lugar ubicado en Pedro Carbo y Chile (quinto domicilio) para, en octubre de 1899, trasladarse a la intersección de Malecón e Illingworth, donde permaneció por algo más de 43 años. Más tarde, el club se mudaría a la casa de su propiedad que alguna vez conocimos (Olmedo y Malecón), la misma que se convertiría en su afamada sede por más de 80 años.

 

Así, luego de más de 150 años de vida, el club ahora ha abierto sus puertas en la vía principal de Samborondón. Si bien muchos de los servicios ya se ofrecen a sus complacidos socios (salones de eventos, comedores, salas de juego, gimnasio, biblioteca, bar inglés, terraza con vista al río Babahoyo, peluquería, etc.), existen todavía áreas que se encuentran en proceso de construcción (work in progress) como son: su capilla, jardines y terrazas o una glorieta enfrentada al río. Tuve la oportunidad de ser atendido en un amplio comedor del tercer piso con capacidad para más de 300 personas; y, aunque allí se siguen dando diferentes toques decorativos, aquello no es obstáculo para que se disfrute de una atención de altísima calidad.

 

El Club de la Unión existe también en otros países (a veces con el mismo nombre u otros parecidos), pero la relación no es parte de lo que pudiera llamarse “una cadena” de centros de este tipo; lo que existe, o pudiera existir, es una relación de tipo corresponsalía que permitiría a los socios disfrutar eventualmente de ciertos beneficios en otros países. De todos modos, el club destaca por su impresionante y bien logrado edificio, tanto por su elegancia como por su exquisita sobriedad. La propiedad (probablemente una de las más completas en el mundo) cuenta con una extensión de 20.000 metros cuadrados y una construcción en tres plantas con más de 7.000 metros de construcción. Es ya un referente para edificaciones sociales de este tipo.

 

La experiencia ha sido para mí un motivo de satisfacción y orgullo como ecuatoriano; he sido testigo de lo que puede lograr un grupo de afanosos asociados. Es esa la forma como el Club de la Unión “representa a la cultura de su gente, su hospitalidad y laboriosidad; así como su espíritu intenso, franco y progresista”, como tan bien lo expresa su sugestivo dosier informativo. Mi enhorabuena para los amigos guayaquileños.


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16 mayo 2025

¿Chongón o Daular?

Estoy en Guayaquil (sé que, más bien, debería decir ‘en Samborondón’ o, incluso, ‘en la isla Mocolí’ (tan diferentes parecen estos sectores comparados con gran parte de esta bullente e industriosa urbe). Es la hora del crepúsculo; salgo al balcón de un séptimo piso y observo, hacia el lado de levante, el privilegiado paisaje que brinda el pródigo Babahoyo. Estoy enfrente del más postrero meandro que tiene el río, poco antes de que recoja las aguas del Daule y pase a llamarse Guayas. Admiro este espejo de agua perfecto que reproduce los últimos fulgores del cielo; cirros y altoestratos difuminan el rutilante resplandor que surge del agua, mientras atrás el inquieto Sol, en su cotidiano e incesante periplo, ya transige en sus dóciles empeños.

Hay un vaivén engañoso que propone la corriente: son las ramas y más residuos que el río, siempre travieso y obcecado, ha ido empujando en su impetuoso recorrido: parecen sargazos que se rinden al brío victorioso de la marea. Comparo el gratuito panorama con los primeros asentamientos que tuvo la urbe, esos tercos intentos de fundación que ensayaron los europeos para eregir esta altiva y corajuda ciudad, la siempre aguerrida Guayaquil.

 

Cae la noche y regreso a mirar hacia mi izquierda; observo las luminarias de Ciudad Celeste y El cortijo, recorro con la mirada esa soberbia perspectiva. Continúo mi asombrada trayectoria, siguiendo el sentido del reloj; intuyo que ahí –escondidos detrás del penúltimo recodo–, se asientan Yaguachi y Milagro. No muy lejos, aunque bastante más al sur, sorprende otro nuevo y luminoso reflejo: es la populosa Durán… Se me hace imposible no recordar mis primeros viajes a Guayaquil en compañía de mi padre, llegando a la especular ribera del Guayas antes del amanecer. Era así como concluía aquel insufrible periplo, en una lenta gabarra que silenciosa cruzaba la ría; antes, mucho antes, de que la necesidad de integrarnos idearía la construcción de un puente que llamarían “de la Unidad Nacional”.

 

Pero, hay algo que interrumpe mi inesperada evaluación; y es que de repente, y de rato en rato, un ligero avioncito va haciendo su metódica aproximación al aeropuerto que conocí como Simón Bolívar, hoy rebautizado para rendir homenaje al apelativo de un patriota, presidente y poeta, recordado por sus proclamas independentistas, en un tiempo en que para los porteños no estaba muy claro que resultaría más pertinente, si depender de Quito (y de la Gran Colombia), ser autonómicos, o ser puerta de entrada al próspero y consentido Virreinato de Lima…

 

En medio de aquel escrutinio, sobresale hacia oriente un generoso espacio: es plano como una llanura costanera y lo he soslayado con intención… Parece una enorme y bien provista estancia (más tarde, el eco de una música alegre –emitida por parlantes de ignota ubicación– anunciará, con rítmica percusión, su intempestiva convocatoria a una festiva como súbita celebración: es el crepúsculo vespertino del 2 de mayo, primer día del feriado). El lugar se me antoja como el más adecuado e idóneo para ubicar y construir el nuevo aeropuerto internacional.

 

Es una repentina percepción. Por cincuenta años he escuchado innumerables planes, contradictorios y postergados, relacionados con la construcción del ansiado nuevo aeropuerto guayaquileño: primero, Chongón (tal vez descartado por su ubicación, muy cerca del Cerro Azul); luego, Daular (considerado probable alternativa, a pesar de su distancia con la ciudad). Este otro sector (lo llamaré, por ahora, ‘Ribera de Durán’) estaría más cerca y mejor ubicado (avecinado al lecho fluvial), se implantaría en un lugar totalmente plano, sin cerros u obstrucciones en su entorno, e incorporaría una serie impensada de ventajas que pudieran serle consecuentes.

 

Esta opción pudiera constituirse en una interesante alternativa para el propósito; satisfaría el concepto de convertir Guayaquil en aeropuerto regional (integrando no solo al Austro sino, eventualmente, al norte del Perú). Quizá, dado el incremento estimado de tráfico, pudiera requerir de un nuevo puente para cruzar el río (o un túnel; ¿por qué no?); aunque, temporalmente, el inicio de la vía a Yaguachi bien pudiera convertirse en corta y ágil autopista.

 

Reflexiono en el probable motivo que pudo haber para que no se considerara válido al sector oriental del río; y me resulta inevitable reconocer que quizá se debió a la ubicación de la Base de Taura. Esto, sin embargo, no constituiría tampoco un impedimento: sería cuestión de optimizar el cuadrante hoy restringido para la navegación aérea: solo haría falta rediseñar nuevos procedimientos para las maniobras de llegada y salida. Esta elección hasta permitiría reservar el actual aeropuerto para uso de la aviación general (avionetas y aviones ejecutivos).


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13 mayo 2025

Arrogancia y sabiduría

Dice Steinbeck, en Al este del Edén, que es una falacia aquello de que el tiempo nos dé sabiduría, cuando lo único que nos da son años y tristezas. Es en el Cap. 34 de la novela (una disquisición filosófica), que sugiere que en la vida, cuál si fuese una película, vivimos entre la reflexión y el asombro: “Los humanos están atrapados —en sus anhelos y ambiciones, en su avaricia y crueldad, en su bondad y generosidad— en una red entretejida de bien y de mal”. “Quitados polvo y paja, al final uno debe preguntarse ¿fue mi vida buena?, ¿he hecho el bien o he hecho el mal?, lo que importa es vivir de manera tal que nuestra muerte no les produzca ningún placer a quienes quedan en el mundo.”

Sospecho que la sabiduría nos enseña a ser humildes, ella es incompatible con la arrogancia. Medito en ello frente a esas discusiones en las que siempre hay alguien que cree saberlo todo, que se cree dueño de la verdad, que nos repite con necedad “estás equivocado”… Es que la ignorancia es atrevida; esto me recuerda que para los griegos el pecado no consistía en lo mismo que para el cristianismo: lo que era despreciado –malo para ellos– era la desmesura, la arrogancia: pretender saberlo todo, creerse igual que los dioses… Bien dice Ezequiel, en las Escrituras, que Dios ciega a quien quiere perder… Esto es lo que nos advierte la historia de Tántalo que, en castigo a su petulancia, fue obligado a pasar hambre y sed junto a una fuente cuya agua retrocedía cuando intentaba beber, y debajo de un árbol cargado de fruta que lo rehuía cuando lo quería alcanzar.

 

Mientras viví en el Asia, descubrí que los orientales percibían como indeseable o vergonzoso aquello de atufarse, exasperarse o perder el control. Parecido sentimiento intuyo que animaba a los griegos con aquello de que alguien pretendiese parecerse a los dioses; y eso era la hibris o hubris, que puede traducirse como insolencia, altanería, desenfreno, soberbia o desmesura. Aquello era considerado un desprecio temerario, una falta de control sobre los propios impulsos inspirada por pasiones exageradas; se lo percibía como algo irracional y desequilibrado. El castigo divino era la némesis, que intentaba devolver al individuo dentro de los límites que ya había excursionado.

 

En la noción moral griega, la hibris consistía en una falta contra la moderación: desobedecía la idea del pan metron, ‘la medida justa en todas las cosas’, que implicaba ‘no tener demasiado’ o ‘tener solo lo suficiente’. Hibris era un término utilizado en todos los asuntos de la vida; estaba relacionado con el ego inflado: la insolencia, la petulancia o la impiedad. Abundan en su mitología personajes que merecieron castigos: Atlas, Edipo, Ícaro, Narciso, Prometeo, Sísifo, Hércules… En la Biblia pasa lo mismo: hay varios ejemplos de quienes fueron castigados por su arrogancia: Adán y Eva, Sodoma y Gomorra, la torre de Babel… En su Estudio de la Historia, Arnold Toynbee culpa a la soberbia del colapso de las civilizaciones.

 

Existe un efecto conocido como Dunning-Kruger: se trata de un “sesgo cognitivo” (una forma de pensar y juzgar erróneamente) por el que algunas personas dotadas de capacidades algo limitadas tienden a sobreestimar su capacidad y su desempeño real en algunas áreas. Expone que cuando los individuos poseen esa tendencia la ignorancia genera confianza más frecuentemente que el conocimiento; y enuncia que: “en un medio típico los incompetentes tienden a sobrestimar su propia habilidad y son incapaces de reconocer la habilidad de los otros”. Por el estudio, tanto David Dunning como Justin Kruger obtuvieron el premio Nobel en el año 2000. Otra ley, la de la controversia de Benford (efecto Rosenthal) formula también que “la pasión asociada a una discusión es inversamente proporcional a la cantidad de información real disponible”…

 

A veces me he preguntado si es la estupidez la que nos lleva a la arrogancia o si es, más bien, esa misma soberbia la que nos conduce a la estulticia. Tal parece que la correcta es la primera alternativa: la mitología está llena de historias que reflejan la ira de los dioses y los castigos impuestos a titanes e individuos por su testarudez: Atlas lideró a los titanes y Zeus lo condenó a sostener el cielo sobre sus hombros para siempre. Prometeo (conocido por su astucia, amor a la humanidad y rebeldía) había robado el fuego del cielo; Zeus lo castigó por desafiar su autoridad y lo encadenó a una montaña, mientras un águila le devoraba el hígado, que, a su vez, se regeneraba (un sufrimiento infinito). Sísifo, conocido por su sagacidad, fue condenado a empujar una roca cuesta arriba, la misma que siempre volvía a rodar hasta su base.

 

Eso es la arrogancia: una presunción torpe, vana y desmedida; la actitud y condición de quien se atribuye cualidades a sí mismo. Parece cierto: “los dioses confunden a quienes quieren perder”.


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09 mayo 2025

Pocas nueces de Bergoglio *

* Escrito por David Uclés, para El País. Reeditado por espacio para IN.

 

A veces voy a misa. No soy religioso, pese a haber estudiado con las hermanas de la Caridad, pero siento la advocación de ciertos santos, residuo de haber crecido en un pueblo de ferviente fe hacia su patrona. Es objeto de mis rezos san Francisco de Sales, patrón de los escritores. Viví un año a metros de sus reliquias, a los pies de los Alpes y he de reconocer que todo lo que le pedí me lo concedió: las becas literarias, la publicación con Siruela, las traducciones… Desde entonces, he visitado muchos templos para charlar con él, y siempre he salido con una misma imagen de ellos: no hay apenas jóvenes en misa; cada vez, menos.

 

Que la Iglesia ha de adaptarse a lo contemporáneo es algo que siempre predicó Francisco, fallecido hoy, Lunes de Pascua. Pero le faltó predicar con el ejemplo. En comparación con los papas anteriores, trasgredió mucho más y, salvo el ala conservadora de la Curia, hizo sentirnos esperanzados ante las reformas que necesitaba y sigue necesitando la Iglesia. Pero murió y poco ha cambiado la institución. El ánimo casi revolucionario que nos transmitió hace doce años se fue apagando hasta dejarnos acostumbrados a verlo como una imagen viral, la de un viejo con carácter que, de vez en cuando, soltaba alguna sensatez, pero poco más… Según dijo el filósofo y sociólogo Juan José Sebreli en su libro Dios en el laberinto, el Papa era un gran populista: hacía mucho ruido pero daba pocas nueces.

 

Opino igual que Sebreli. Unas palabras en un avión, en un acto menor, en una encíclica abstracta, lírica y poco contundente, o en mitad de la calzada, no son suficientes para cambiar una institución obsoleta, homófoba, machista y profiláctica. A raíz de esta opinión en cuanto a Francisco, algunos amigos católicos me respondieron siempre una misma cosa: “El Papa no puede cambiar nada porque, si lo intentara, se lo quitarían de en medio”. Pero, ¿qué puede temer el máximo representante de Dios en la tierra? ¿Acaso no sabía Jesucristo que, si quería cambiar el mundo, enderezarlo y dotarlo de una moral fuerte, iba a morir por ello?

 

Me parece fantástico que decidiera usar zapatos negros e irse a vivir a unas instalaciones más simples para mostrar humildad; que hablara sobre la necesidad de abrir puertas, aunque no las entreabriera; incluso que fuera espontáneo, pese a aquella frase tan hiriente que pronunció sobre los homosexuales, cuando dijo que en la Iglesia “ya hay mucho mariconeo”, o a aquella otra afirmación de aplicar la psiquiatría para tratar la homosexualidad. Lo siento, pero he de dar la razón a Sebreli: solo llenó de aire un globo. Pudo redactar una encíclica con siete reformas principales y leerla al comienzo de su papado en el balcón de San Pedro, delante de todo el mundo, de medios y de fieles. He aquí un borrador rápido de dicho texto:

 

Como máximo representante de Dios en la Tierra y sucesor de San Pedro, es mi deseo, y no volveré a pronunciarme hasta que todo lo siguiente se ponga en marcha, que la Iglesia:

• Fomente como institución el uso del preservativo en África para intentar erradicar el SIDA y las enfermedades que matan diariamente a uno de los pueblos más pobres de la tierra.

• Conceda el sacerdocio a las mujeres y que puedan acceder a los mismos cargos que los hombres. Que lleve a cabo una completa reforma y una apertura en la ordenación femenina.

• Elimine el celibato forzado y solo sea una práctica optativa.

• Señale de forma pública, aparte definitivamente y juzgue, sin proscripción alguna y en todos los países del mundo, a aquellos clérigos/feligreses que ejercieron la pederastia.

• Abra las puertas de sus templos a los más necesitados. Que las iglesias sirvan de día al turismo y a la fe, pero que de noche sean abrigos de los sin techo.

• Permita el matrimonio católico entre personas del mismo sexo, ya que el amor, según el apóstol San Pablo, todo lo puede. Y que estas parejas homosexuales puedan adoptar.

• Pague los mismos impuestos que cualquier sociedad o individuo, ya que, al aportar tributariamente a las arcas nacionales, se enriquecen los países y se robustecen las sociedades y sus sistemas de salud, de justicia, de educación...

 

Nada de esto implementó Francisco de forma contundente. Quizás mencionó algunos aspectos similares; pero, las palabras, ya se sabe que se las lleva el viento... Y, de esto, él era buen conocedor. Me agradó tu música, Francisco, pero no tu obra realizada, pues da la impresión de que tu doctrina tuvo mucho de gatopardista. Aunque te echaremos de menos, pues todo indica que el próximo papa será contra-reformista y más inmovilista que el que te dejó en 2013 la silla bien caliente. ¡Que la tierra te sea leve, Bergoglio!



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06 mayo 2025

Una referencia al libre albedrío

Barrunto que así como llegamos a interesarnos en la literatura por mera casualidad, y no precisamente por que dispongamos de una cierta disposición, estoy también persuadido de que llegamos a interesarnos en un autor específico por pura serendipia, por un casual motivo. Para el caso del autor norteamericano John Steinbeck (1902-1968), me interesé en él, gracias a Chiquita, una mujer muy culta, profesora de literatura moderna y hermana de mi querida amiga Marcela Blomberg. Fue a ella a quien escuché referirse al escritor, como poseedor de un estilo que lo convertía en uno de los mejores autores estadounidenses. Pronunció ‘Shteinbeck’ quizá debido a la vocalización alemana del apellido original del escritor (Großsteinbeck).

Ya tenía leída La perla, una novela corta de Steinbeck, pero enseguida me preocupé, tan pronto como al día siguiente, de acudir a mi librería de viejo; así obtuve la obra que le haría merecedor al Nobel, Of mice and men (De ratones y hombres) que la adquirí en inglés; y Las uvas de la ira, novela que ha sido considerada como su obra más representativa. Fue entonces, ya animado por el carácter que estos trabajos tienen, que me propuse internarme en esa otra gran novela que es Al Este del Paraíso. Hoy me propongo traer a colación un interesante y conocido episodio bíblico que Steinbeck comenta en el Capítulo 22 de esa sugestiva obra.

 

Se trata de algo que persigue Samuel, uno de sus personajes: sabedor él de que Adam (Adán), uno de sus vecinos –hombre abandonado por su esposa– no ha dado todavía nombre a sus dos hijos recién nacidos (son mellizos), utiliza como sustento los 16 versículos de todo un Capítulo del Genesis para convencerlo de no postergar más ese inaplazable trámite. ¿No ha pensado en los primeros hijos que Adán tuvo?, le pregunta. “Caín quizá fuera el nombre más conocido que existe pero lo ha llevado una sola persona. Hay dos historias que nos obsesionan y persiguen desde el principio de los tiempos; el pecado original y Caín y Abel. Abel, quien no tuvo descendencia fue pastor de cabras y ovejas, pero Caín fue un labrador… Caín ofrendó al Señor de los frutos de la tierra, pero Abel escogió lo mejor de su ganado para agradarlo”…

 

Caín notó que su ofrenda no había agradado al Señor y anduvo resentido. “¿Por qué andas furioso y cabizbajo?, le preguntó el Señor. Si obras mal, el pecado estará agazapado a tu puerta, te acechará como una fiera y deberías dominarlo”. Fue entonces que Caín dijo a su hermano “Vamos al campo” y, cuando estuvieron ahí lo mató. Entonces el Señor preguntó a Caín: ¿Dónde está tu hermano?“, y este respondió: No sé, ¿acaso soy guarda de mi hermano? Ante eso, dijo el Señor: “¿Qué has hecho? La sangre de Abel clama desde la tierra. Maldito serás. Cuando labres, la tiarra te negará sus frutos, andarás fugitivo y errante sobre la Tierra”. Dijo Caín: “grande es mi castigo, andaré fugitivo y errante, me arrojas de mis cultivos y cualquiera que me encuentre me matará”. “No, le respondió el Señor, si alguien te hace daño serás vengado siete veces” y le puso una señal para que nadie lo confundiera. Caín se refugió en Nod, al Este del Edén.

 

“Esto siempre me pareció una injusticia”, replicó entonces Adam (en la novela). “Ambos le ofrecieron lo mejor que producían. Jamás lo comprendí”. “La Biblia es un libro escrito para un pueblo de pastores, no de agricultores”, un criado aportó. “Es que Caín se sintió herido, Adam arguyó, y cuando un hombre se resiente, se trata de desfogar. Dios había puesto a Caín un estigma, Samuel añadió, pero no lo hizo para destruirlo sino para protegerlo. Y, como Abel nunca tuvo descendencia, bien pudiéramos ser no solo hijos de Adán, sino también de Caín”…

 

Más tarde, en el Capítulo 24, Steinbeck vuelve sobre el mismo tema. Esta vez se refiere a las diferentes versiones que tienen las traducciones bíblicas. Al hacerlo, compara dos de ellas y hace notar que aquel “deberías dominarlo” o “deberías saber dominarlo”, que emite Dios respecto al pecado, bien pudiera interpretarse no como una orden sino como una promesa… En efecto, la palabra hebrea “timshel” significa el condicional “pudieras”, lo que querría decir tanto pudieras hacerlo como también que no… En suma, haría referencia a la gran libertad que Dios dio al hombre, el libre albedrío, la facultad de poder escoger…

 

Ha sido también por pura casualidad, y también sin querer, que he pensado en otro Caín, la breve novela escrita por ese formidable autor que fuera José de Souza Saramago. En ella, el lusitano hace reflexiones parecidas a las comentadas; lo hace, a pesar de su condición de agnóstico, pues los temas de la religión y de la Biblia fueron parte de su formación familiar y constituyen esa impronta que, cual una sombra, marcaría sus creencias y sentido moral.


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02 mayo 2025

Recogimiento y diversión

Escribo esta entrada mientras el mundo cristiano conmemora el Viernes Santo. Son estos, para todos, días de reflexión, si no de recogimiento. Se me hace inevitable no recordar los días de Semana Santa de mi niñez cuando no se nos permitía hacer bulla ni salir a jugar, porque aquello de distraerse –no se diga de divertirse– era muestra de impiedad, como lo eran otras “más indevotas” entretenciones. Esos fueron días de “ayuno y abstinencia”; fueron días para “hacer deberes”, portarse bien, hacer “buenas obras” y decir unas pocas oraciones…

He pensado en aquellas prácticas y rutinas de esos olvidados años, signadas ellas por la devoción y las tradiciones familiares… Hoy resulta irrisorio reconocer que hubo pasatiempos, antes considerados “non santos”, que hoy se ejercitan como actividades normales. Si el ideal fue abstenerse de todo aquello que produzca esparcimiento o diversión –no se diga lo que en esos días se dio por llamar “concupiscencias” o “placeres de la carne”–, mucho de lo que hoy implica simple satisfacción antes pudo estar incluido en el sumario de los pecados veniales.

 

¿Cuál pudo haber sido el criterio para una semana como la presente?, cuando hoy, y no por el afán de no provocar o escandalizar, he asignado mi tiempo a discretas actividades y a disfrutar (léase, “observar”) las incidencias de los torneos de la Champions o la Europa League (para no incluir también la Conference League), cuyos impredecibles y traviesos resultados estuvieron para el infarto. “De locos” hubiesen dicho, con razón, mis hijos.

 

Como penitencia para mis renuentes pecados (si es que mis aficiones me incluyen en la necia escala de los infractores irredentos) estaría la quizá prevista eliminación del Real Madrid, equipo que, con la ayuda de Dios y sus imprevisibles remontadas, se había malacostumbrado a reinar en la más importante competición europea. Esta vez, sin embargo, su derrota fue inapelable. Sus famosas y millonarias estrellas no estuvieron nunca a la altura de su reputación y prestigio. El Arsenal simplemente fue mejor, supo aprovechar el primer partido y terminó vapuleando a esos eternos triunfadores… Quizá se trate de lo que por ahí llaman “relevo generacional”.

 

Pero ningún partido fue tan emocionante como el que protagonizaron el Manchester United de Inglaterra (los Red Devils o Diablos rojos) y el Olympique Lyonnais de Francia. Si bien el primer encuentro se había efectuado en el sudeste francés (resultado parcial de 2 a 2); el segundo y definitivo se realizó en el estadio de Old Trafford o Theatre of Dreams (Teatro de los Sueños), de Manchester: recinto con capacidad para 75.000 espectadores. Esta era una disputa de cuartos de final; vale decir que se mantenían en liza todavía ocho equipos que, luego de los partidos de eliminación, sobrevivirían cuatro para luego definir los finalistas del torneo. Se aclara que, cuando subsiste el empate luego del tiempo reglamentario, los equipos han de jugar dos tiempos adicionales de 15 minutos;  o, incluso, dirimir el nuevo ganador en tandas de penales (5 tiros desde los 9 pasos).

 

El primer tiempo era favorable al United. Alentados por su enfervorizado público, los Diablos rojos se imponían por 2 a 0 en el período inicial (4 x 2 en el resultado global); esto produjo la reacción del equipo francés que en solo ocho minutos de la segunda parte, consiguió el tan ansiado empate. Continuado el tiempo suplementario, los franceses (que jugaban en desventaja, pues habían perdido uno de sus hombres) se adelantaron hasta ponerse 2 x 4 (4 x 6 en el global) cuando faltaban 10 minutos. En ese punto, las caras de júbilo de los aficionados ingleses se trocaron en rictus de angustia y desánimo (las cámaras mostraban las lágrimas y la desesperación de los niños que habían asistido con sus padres). Pasados cinco minutos de ansiedad e impaciencia, los locales lograron reducir la desventaja, mediante un penal, poniéndose 4 x 3, con lo que, si conseguían otro gol, hubieran forzado el desempate…

 

Minutos más tarde, lo impensable aconteció: cual si sacaran un conejo de la chistera, los Diablos rojos lograron el inesperado empate. Es más, tan solo un minuto después, el delirio y la algazara se convertirían en nada santa incredulidad cuando un defensa, ahora convertido en improvisado delantero, puso “cifras definitivas en el marcador” con un certero cabezazo que desató el infernal pandemonio. A partir de ahí, se produjo una “pecaminosa” celebración. Los diablos rojos (¡qué sacrílega indevoción!) enloquecieron al Teatro de los sueños.

 

Mientras volé en el Asia, me hice aficionado del Chelsea inglés. En esos años, se me hacía difícil competir con los copilotos locales; todos ellos (como pasa con toda la gente de esos países) resultaban ser hinchas a morir de un solo equipo; el venerado y famoso Man U (pronuncian “man-yu”): el Manchester United.


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