13 mayo 2025

Arrogancia y sabiduría

Dice Steinbeck, en Al este del Edén, que es una falacia aquello de que el tiempo nos dé sabiduría, cuando lo único que nos da son años y tristezas. Es en el Cap. 34 de la novela (una disquisición filosófica), que sugiere que en la vida, cuál si fuese una película, vivimos entre la reflexión y el asombro: “Los humanos están atrapados —en sus anhelos y ambiciones, en su avaricia y crueldad, en su bondad y generosidad— en una red entretejida de bien y de mal”. “Quitados polvo y paja, al final uno debe preguntarse ¿fue mi vida buena?, ¿he hecho el bien o he hecho el mal?, lo que importa es vivir de manera tal que nuestra muerte no les produzca ningún placer a quienes quedan en el mundo.”

Sospecho que la sabiduría nos enseña a ser humildes, ella es incompatible con la arrogancia. Medito en ello frente a esas discusiones en las que siempre hay alguien que cree saberlo todo, que se cree dueño de la verdad, que nos repite con necedad “estás equivocado”… Es que la ignorancia es atrevida; esto me recuerda que para los griegos el pecado no consistía en lo mismo que para el cristianismo: lo que era despreciado –malo para ellos– era la desmesura, la arrogancia: pretender saberlo todo, creerse igual que los dioses… Bien dice Ezequiel, en las Escrituras, que Dios ciega a quien quiere perder… Esto es lo que nos advierte la historia de Tántalo que, en castigo a su petulancia, fue obligado a pasar hambre y sed junto a una fuente cuya agua retrocedía cuando intentaba beber, y debajo de un árbol cargado de fruta que lo rehuía cuando lo quería alcanzar.

 

Mientras viví en el Asia, descubrí que los orientales percibían como indeseable o vergonzoso aquello de atufarse, exasperarse o perder el control. Parecido sentimiento intuyo que animaba a los griegos con aquello de que alguien pretendiese parecerse a los dioses; y eso era la hibris o hubris, que puede traducirse como insolencia, altanería, desenfreno, soberbia o desmesura. Aquello era considerado un desprecio temerario, una falta de control sobre los propios impulsos inspirada por pasiones exageradas; se lo percibía como algo irracional y desequilibrado. El castigo divino era la némesis, que intentaba devolver al individuo dentro de los límites que ya había excursionado.

 

En la noción moral griega, la hibris consistía en una falta contra la moderación: desobedecía la idea del pan metron, ‘la medida justa en todas las cosas’, que implicaba ‘no tener demasiado’ o ‘tener solo lo suficiente’. Hibris era un término utilizado en todos los asuntos de la vida; estaba relacionado con el ego inflado: la insolencia, la petulancia o la impiedad. Abundan en su mitología personajes que merecieron castigos: Atlas, Edipo, Ícaro, Narciso, Prometeo, Sísifo, Hércules… En la Biblia pasa lo mismo: hay varios ejemplos de quienes fueron castigados por su arrogancia: Adán y Eva, Sodoma y Gomorra, la torre de Babel… En su Estudio de la Historia, Arnold Toynbee culpa a la soberbia del colapso de las civilizaciones.

 

Existe un efecto conocido como Dunning-Kruger: se trata de un “sesgo cognitivo” (una forma de pensar y juzgar erróneamente) por el que algunas personas dotadas de capacidades algo limitadas tienden a sobreestimar su capacidad y su desempeño real en algunas áreas. Expone que cuando los individuos poseen esa tendencia la ignorancia genera confianza más frecuentemente que el conocimiento; y enuncia que: “en un medio típico los incompetentes tienden a sobrestimar su propia habilidad y son incapaces de reconocer la habilidad de los otros”. Por el estudio, tanto David Dunning como Justin Kruger obtuvieron el premio Nobel en el año 2000. Otra ley, la de la controversia de Benford (efecto Rosenthal) formula también que “la pasión asociada a una discusión es inversamente proporcional a la cantidad de información real disponible”…

 

A veces me he preguntado si es la estupidez la que nos lleva a la arrogancia o si es, más bien, esa misma soberbia la que nos conduce a la estulticia. Tal parece que la correcta es la primera alternativa: la mitología está llena de historias que reflejan la ira de los dioses y los castigos impuestos a titanes e individuos por su testarudez: Atlas lideró a los titanes y Zeus lo condenó a sostener el cielo sobre sus hombros para siempre. Prometeo (conocido por su astucia, amor a la humanidad y rebeldía) había robado el fuego del cielo; Zeus lo castigó por desafiar su autoridad y lo encadenó a una montaña, mientras un águila le devoraba el hígado, que, a su vez, se regeneraba (un sufrimiento infinito). Sísifo, conocido por su sagacidad, fue condenado a empujar una roca cuesta arriba, la misma que siempre volvía a rodar hasta su base.

 

Eso es la arrogancia: una presunción torpe, vana y desmedida; la actitud y condición de quien se atribuye cualidades a sí mismo. Parece cierto: “los dioses confunden a quienes quieren perder”.


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