27 mayo 2018

El valor divino de lo humano

“Algún día, después de dominar los vientos, las olas, las mareas y la gravedad, vamos a aprovechar para Dios las energías del amor, y entonces, por segunda vez en la historia del mundo, el hombre habrá descubierto el fuego”. Pierre Teilhard de Chardin.

Confieso que experimento una cierta sensación de escrúpulo cuando “asisto”, a través de la pantalla de televisión, a las bodas de la nobleza. No sé por qué, pero me siento como un polizonte asistiendo a un banquete ajeno al que nunca había sido invitado. Y, aún algo peor, me siento como agazapado en la estructura de esos enormes vitrales que adornan aquellas formidables iglesias góticas, disimulando mi furtiva presencia, procurando a la vez no ser descubierto ni reconocido. Creo que lo mío es una forma de prejuicio, simplemente no me gusta ser testigo de un acontecimiento signado por la intimidad al que no se me había convidado.

Creo que esa fue la sensación que me invadió el otro día, cuando me quisieron animar a que fuera parte de la audiencia que suscitaba desde Inglaterra la boda del príncipe Harry. No digo Enrique, con intención, pues soy poco amigo de cambiar los nombres propios de los demás idiomas, a menos que exista una cercana identidad con la fonética de lo que pretende traducirse. Para el caso que nos ocupa, no encuentro similares a los dos nombres, aunque tendría que aceptar que Henry y Enrique se escriben parecido. El Evangelio, por ejemplo, traduce Santiago (san Diego?) como James, que - a su vez- es traducido como Jaime en nuestro idioma.

Pero, mucho más allá de las frivolidades y del esnobismo, más allá de la levedad y de las veleidades, de la “pompa y la circunstancia”, de la banalidad y el contagioso fisgoneo, hubo algo en aquella celebración que ingresó en el terreno sorprendente que tiene lo inesperado; me refiero a esa admirable pieza de oratoria religiosa que fue proporcionada por el pastor negro Michel Curry, con su homilía acerca del amor. Así, hilvanando reflexiones y sentencias de Martin Luther King y Teilhard de Chardin, el predicador fue construyendo un inspirador y contagioso sermón que invitaba a cambiar el mundo sobre la base de empeñarnos en algo tan novedoso, aunque básico y primordial, como para el hombre primitivo habría sido la invención del fuego...

Leí a Teilhard de Chardin en mis días de colegio. Fue a través de la sugerencia de unos jóvenes estudiantes de un filosofado jesuita que conocí de su revolucionario pensamiento. Había en este cura erudito algo de tradición familiar en su esfuerzo y propensión hacia la ciencia y lo espiritual; me sorprendió conocer que este filósofo y sabio católico respaldaba en forma novedosa la teoría de la evolución y que había sido sobrino nieto de Francoise Marie Arouet, aquel filósofo e incorregible escritor francés, representante de la Ilustración, que fue más conocido por su nombre de pluma: Voltaire. Dos de sus libros cayeron en mis manos: El fenómeno humano y El medio divino; hoy los conservo en mi biblioteca, repletos de subrayados y anotaciones.

Si en Arouet admiré su persistencia para combatir la intolerancia y el fanatismo, en Teilhard de Chardin (se pronuncia Shardán) siempre aprecié su imaginación para encontrar una interpretación que pudiera conciliar la ciencia con la Escritura; los avances científicos, incluyendo la teoría darwiniana de la selección natural -o de la evolución- con la noción de la creación, como es presentada en la Biblia. El jesuita francés tuvo permanente cuidado en no pisar el terreno controversial y siempre cenagoso de la herejía y, para ello, intentó siempre buscar una explicación a sus convencimientos científicos sobre la base del lenguaje figurado de la Escritura.

El predicador de la boda que comentaba se habría inspirado en una cita del estudioso jesuita. Teilhard sugería que así como el fuego había sido fundamental para la supervivencia del hombre primitivo, y así como ese descubrimiento había sido un elemento esencial para el desarrollo de la especie humana y para la consolidación de ese proceso integrador que llamamos civilización; el fuego había sido también un factor determinante para la revolución industrial y lo que vino después (piénsese en las máquinas, el avión o el automóvil). Del mismo modo, debíamos nosotros volver a impulsarnos en el amor para hacer más fácil la vida entre los hombres. Ello equivalía a redescubrir, o a volver a inventar, aquel efecto mágico que había tenido el fuego.

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