28 junio 2018

El Coca en el recuerdo

Hay veces que la nostalgia nos induce al asombro. Sucede cuando tenemos la fortuna de comparar la más fresca imagen de un entorno urbano, y contrastarla con la más temprana impresión que alguna vez tuvimos. Nos sorprende, entonces, el vértigo demencial con que crecieron las ciudades; el impredecible, impensable y prodigioso desarrollo que alcanzaron ciertos pueblos. Allí, el esfuerzo de sus hombres fue superado por otros factores, por elementos que quizá ellos nunca hubieran imaginado. Y así crecieron esas pueblos y caseríos...

La aldea, en cuya pista de aterrizaje aterricé una tarde hace ya cuarenta y ocho años, ya era conocida por el nombre coloquial de algún narcótico, aunque había sido originalmente bautizada con el pretencioso patronímico de un esquivo como empecinado conquistador ibérico: don Francisco de Orellana. Le habían situado, al caserío, a la ribera de un río de aguas cenagosas llamado Napo, aunque el mismo realmente disfrutaba, desde su altivo promontorio, de ser el vértice de la casual confluencia de tres disímiles ríos: el antes descrito, el Coca y el Payamino. Allí, en esa pista de hierba, efectué mis primeros despegues y aterrizajes en aquel avión formidable que era el Douglas DC-3, el inolvidable C-47. Yo solo tenía dieciocho años.

En un tiempo que en TAO únicamente volábamos a Macas y Sucúa, por el sur; y a Villano y Curaray, por el oriente, eso de hacer un vuelo distinto, no solo que nos sacaba de la tediosa rutina, sino que ciertamente nos llenaba de una rara e inusitada novelería. Al sur íbamos a recoger el producto de los despostes de ganado; a los otros destinos, solo para llevar pertrechos y vituallas que serían utilizados más tarde para los trabajos de prospección sísmica de la empresa Anglo, esfuerzos que trataban de confirmar si era posible extraer petróleo del subsuelo en el Centro Oriente. TAO tenía un muy lucrativo contrato de servicios con Anglo por esos días; pero quien efectuaba los trabajos de prospección era realmente la empresa Western Geophysical.

Salíamos desde el aeropuerto de Río Amazonas, conocido como Shell Mera por los ingleses, y luego de bordear la población del Puyo (¿por qué será que, casi siempre, sucumbimos a bautizar los pueblos con nombres nada poéticos y tan prosaicos?), tomábamos un rumbo noreste, o de 45 grados, derrota que nos llevaba hacia las confluencias del Misahuallí (primero) y luego del Ahuano con el Napo. A un lado quedaba otra pista construida entre las dos guerras por la Shell, la de Arajuno, entonces convertida en enclave colonizador y religioso de las misiones capuchinas. A esa altura, el río se ensanchaba de pronto y su color lodoso contrastaba con el esmeralda de la selva impenetrable. Pasados unos minutos la tripulación reportaba que se encontraba a la cuadra del lomo del Galeras y se aprestaba para efectuar los preparativos del inminente descenso.

Si la pista era tan solo un claro en la selva, una cinta de pasto orlada por escuálidas palmeras tutelares, la aldea que se le avecinaba era diminuta, tanto que, si se la hubiera juzgado por su tamaño, todos habrían coincidido en que bien merecía la evaluación de insignificante. Hacia la cabecera septentrional, un somero desbroce denunciaba la existencia de un estrecho sendero que conducía al pueblo. Allí mismo, un enorme árbol de pan daba la bienvenida con el agasajo de sus frutos al grato y sorprendido viajero. Y eso era todo: la pista se veía más grande que las pocas manzanas que se esforzaban por parecer una cuadrícula. Y eso era el pueblo.

Transportábamos tambores de combustible. Hoy hago cuentas y, a juzgar por la capacidad de carga del Dakota, calculo que llevábamos hasta catorce tambores de 50 galones. Más tarde, durante los dos años en que volé para Texaco, el pueblo fue creciendo poco a poco. La petrolera centralizó sus bodegas de repuestos en la ya incipiente ciudad; y ese edificio desmontable fue por un tiempo lo más llamativo que El Coca exhibía: aquel improvisado campamento.

No siempre fui a Francisco de Orellana atendiendo a vuelos contratados o previamente convenidos; sin embargo, todas aquellas otras ocasiones, nunca tuvieron “non santos” o díscolos motivos. Consistieron en viajes improvisados que se efectuaron reajustando lo previos compromisos, y que estuvieron destinados a justificar un humanitario, y siempre generoso, cometido. Más de una vez atendí a una llamada de socorro que propició la evacuación tardía de un joven ahogado o la desesperada movilización de unos conocidos empresarios cuyos vuelos de salida habían sido definitivamente suspendidos. Esas excursiones surgieron de un afán de colaboración y de servicio. Ellas estuvieron autorizadas y nada tuvieron de furtivo.

Han pasado casi cincuenta años desde aquella primera vez. Hace pocos días fui invitado a participar en uno de los primeros vuelos de promoción de una bisoña, aunque entusiasta, línea aérea que pronto estará efectuando vuelos a la región amazónica. He aprovechado para visitar el nuevo y muy moderno terminal aéreo del aeropuerto de El Coca. Al recorrer sus amplios espacios y reconocer el esfuerzo en el que el gobierno central se ha empeñado, no puedo menos que aplaudir la obra realizada y reconocer el formidable desarrollo que esa sencilla ciudad ha sabido alcanzar en un lapso relativamente reducido de tiempo. Enhorabuena!

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