28 marzo 2025

Eufemismos técnicos

Hay dos palabras que en un principio significaron algo muy distinto y que, luego de un largo proceso, hoy han venido a convertirse en sendos insultos. Hace mucho tiempo quisieron designar a alguien indocto o sin educación formal, aunque no se utilizaban con el sentido de iletrado o analfabeto (para esto último se usaba el término “agrammatos); más tarde, sirviéron para identificar a un no creyente; posteriormente, desde algún momento del Medioevo, pasaron a denotar “persona con algún tipo de discapacidad”; para luego designar (hacia el 1300) a quienes sufrían desórdenes mentales. Después, en los SS XVI o XVII, se las utilizó en Europa como “eufemismos técnicos” para llamar así a los perturbados y lunáticos. Estas palabras fueron: imbécil e idiota.

Un idiota, en la antigua Gracia, era quien no atendía los asuntos públicos sino solo sus propios intereses. La máxima pena era entonces el ostracismo, que no consistía en expatriar al reo sino en privarlo de su participación en lo comunitario. Lo propio era opuesto a lo común, a lo público. Ser idiota, no constituía una enfermedad mental ni una forma de esclavitud, consistía en ejercer actividades propias: algo voluntario y quizá destinado a obtener propios ingresos; no tenía un valor peyorativo.

 

A partir del siglo V a.C., el término fue adquiriendo un carácter despectivo, quizá por considerarse tontos a quienes no daban importancia a lo público. Por ello, al pasar la voz al latín, ya lo hizo con el sentido de zafio, burdo o sin instrucción. Este sentido tuvo durante la Edad Media hasta que en la Francia del siglo XVII se creó una clasificación para los enfermos mentales, y –similar a lo que pasa con el vocablo imbécil– se lo utilizó para definir un grado de deficiencia psíquica, lo que explica el uso del vocablo en relación con las enfermedades mentales. Más tarde se usaría como insulto para referirse a una supuesta incapacidad mental del agredido.

 

Imbécil, por su parte, tiene una etimología más controvertida. Para unos vendría de becillis, diminutivo de baculum (bastón), para referirse a quienes, por vejez o enfermedad, no podían sostenerse a sí mismos y necesitaban apoyarse en un cayado. Con el tiempo, de debilidad física pasaría a significar debilidad mental. No obstante, esta versión –sine-báculo– atribuida a un comentarista de los poetas latinos, debería interpretarse como “alguien con apoyo en el bastón”; así, significaría débil o sin fuerza. Pero esto bien pudo ser un calambour, un juego de palabras del comentarista, ya que aquello de “sin bastón” más bien se aplicaría a los ágiles y saludables.

 

Ni báculos ni bacilos provendrían de la voz griega para designar “bastón para caminar”, sino del sufijo indoeuropeo bak, pues baculum significa también “cetro”, símbolo de autoridad y poder que se concede a alguien por su experiencia y conocimiento. La palabra imbécil en latín quiere decir “demasiado joven”: sin la sensatez y experiencia que proporcionan los años. Se atribuye a Horacio la expresión “Imbecilla aetas” (la edad débil) para referirse a la niñez y primera juventud. El francés del siglo XVII crearía, con imbécile, una nueva acepción: “disminuido psíquico o débil mental”, como aparece en diccionarios y tratados hasta principios del s. XX. Más tarde, la voz dejaría de ser un eufemismo técnico y pasaría a convertirse ya en un insulto.

 

Sería el Bethlem Hospital de Londres el primer centro de salud que atendería “lunáticos” en 1377. Lo llamaban Bedlam (manicomio), tenía reputación de aplicar crueldad y atender con desprecio. Lo conocían por sus “tratamientos” para debilitar “el espíritu animal” que se creía que producía la locura; utilizaba cadenas, sangrías, vomitivos y purgaciones; intentaba confinar, pero no curar. Muchos asilos parecían reclusorios, trataban a sus pacientes como animales. Sus dietas eran inadecuadas, la ropa provista era rústica y no se ofrecía actividad. Los perturbados en Bedlam eran exhibidos como “fenómenos de feria” y  eran parte de un sórdido espectáculo pagado…

 

No sucedió lo mismo con el Hospital de San Patricio en Dublin, que fuera fundado gracias a los aportes de Jonathan Swift en 1745. Fue el primer psiquiátrico construido en Irlanda para atender a los “idiotas y lunáticos” (como entonces se los llamaba). Swift (1667-1745) fue poeta, prolífico escritor y extraordinario satírico; escribió obras famosas como Los viajes de Gulliver o Una propuesta modesta. También fue un reconocido clérigo, se graduó en el Trinity College de Dublin y fue diácono de la Catedral de San Patricio, desde 1713 hasta su fallecimiento.

 

Swift pudo estar él mismo “perdiendo la cabeza” hacia el final de sus días. Padecía del mal de Meniere (desorden del laberinto). Su gran preocupación fue el tratamiento que se daba a los enfermos mentales, quienes eran hacinados y mezclados con todo tipo de criminales. A su muerte, legó toda su fortuna para la construcción del “Hospital para Imbéciles” (hogar y asilo para alienados) que aún sigue operando como un hospital psiquiátrico.


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25 marzo 2025

El loquito de la Caldas

Artículo publicado en La Nación de Guayaquil, el 8 de marzo de 2025.

Lo he recordado de pronto. Era un muchacho torvo y desquiciado; recordarlo aún resucita los fantasmas de mi infancia, su memoria es una de las huellas más vívidas que conservo de esos días… Ahí, en la parte de la Caldas que sube a la Basílica, entre Guayaquil y Vargas, justo frente a donde yo vivía, había un mozalbete perturbado cuyo mayor empeño era salir a la puerta del zaguán de su casa para acosar a los viandantes y provocar tremendas grescas con el pretexto de que algún inocente caminante habría tenido la audacia de “haberle quedado mirando”… Era digno de un psiquiátrico (“hogar para imbéciles” lo llamaban los ingleses).

En tan torpe e insulso argumento, y en tan estúpida como pugnaz experiencia, he pensado con motivo del “diálogo” que mantuvieron, en la Oficina Oval, los presidentes de Ucrania y Estados Unidos. Para empezar, no entiendo para qué tuvo que ser televisado; quizá por ello algunos piensan que todo aquel rifirrafe estuvo “programado” con anterioridad… Yo no soy tan suspicaz, pero creo que dada la personalidad de los anfitriones, su soberbia volatilidad contribuyó para que su actitud visceral se tornara incontrolable y se les fuera de las manos. Aun si la intención fue provocar la reprimenda, hay que preguntarse: “la prensa, ¿para qué?”

 

Estoy persuadido de que para el mundo civilizado –al menos para Occidente–, esa oficina, el despacho presidencial de los EEUU, ha gozado de una suerte de reverencia. Nada debería representar más –como algo paradigmático– los valores del mundo libre y la majestad del poder (léase, “la dignidad” del mismo) como esa dependencia. Pero convertirla de pronto en escenario de un “reality show”, o desnaturalizar su objetivo, solo para que “todos lo vean” o para entretener a la “American people”, no fue conveniente ni elegante, fue una imprudencia que no está a tono con la diplomacia, con la visión sabia y serena que debe tener un estadista.

 

El desliz de regañar en público al presidente Zelensky no solo afecta a Ucrania y a su pueblo; ha sumido en la incertidumbre a los miembros de la OTAN, y hoy esos viejos aliados de los norteamericanos parecen mirar con desconfianza la real unidad de aquella antigua entente. En la más pura y nueva versión de aquel peregrino programa televisivo (“El aprendiz”), el renovado show fue nada hospitalario, se convirtió en un espectáculo denigrante, chabacano y grosero. La etiqueta (¿vale decir la estética?) estuvo ausente; y no se sabe si también la ética. No, quizá no quisieron armar una emboscada, pero hay temas y asuntos que no merecen tan insensible tratamiento. Fue como un injusto rapapolvo público a un  hijo confundido.

 

A la postura cuasi-imperial del norteamericano se sumó –y agravó las cosas– su imprudente vicepresidente, a quien no se le ocurrió proferir nada mejor que recordarle al mandatario ucraniano que “debía (más bien) estar agradecido”. Sin duda, y dadas las circunstancias, el “interpelado” actuó con más paciencia, sentido de responsabilidad, sabiduría y prudencia. Lástima que en ese caótico desorden nadie quiso ni podía escucharle (de hecho, nadie lo escuchó) para poder decir que fue su país el invadido y que un cese al fuego solo puede venir del compromiso, de las verdaderas garantías; en suma: de “una paz firmada con honor”…

 

Fue entonces cuando Trump increpó a Zelensky de “no disponer de las cartas” (fue, esa sí, su “carta bajo la manga”), como si no fuera una ventaja representar a la nación agredida, contar con el respaldo unánime de Europa y –por qué no– haber confiado en la palabra de un audaz negociante que quería cobrarle regalías (un acuerdo de explotación de minerales raros) por “ayudarle” a firmar una paz que nada tendría de incondicional. La cereza del pastel no tardaría en llegar con aquello de que él mismo, sí Zelensky, sería el ominoso y único culpable de una tercera conflagración mundial… Como están las cosas, es evidente que, dada su actual postura, quien está urgiendo el armamentismo europeo no es otro que el mismo Trump.

 

En un plano más objetivo, es comprensible el recelo de Putin de que Rusia pudiera sentirse amenazada por la expansión de la OTAN (y la eventual incorporación de Ucrania). Ello pudiera llevar algo de razón; pero no se entendería un cese al fuego que no garantice la soberanía de Ucrania, así como su seguridad y reconstrucción, a cambio de que pudiera mantenerse neutral… El Mundo parece haber cambiado y hasta parecería depender de los caprichos de un solo hombre… No olvidemos que dependemos de su decisión. Ahora –eso ya lo sabemos– habremos de ser siempre sumisos y, claro, muy agradecidos… ¡No faltaba más!


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21 marzo 2025

Recordando a Torcuato

Fuimos compañeros hacia el final de la escuela. Hablaba francés y había nacido en Bélgica; su padre era tan mayor que parecía su abuelo, venía a dejarlo en el colegio todos los días. Pronto nos hicimos muy amigos; no sé por qué nos identificamos, si por mi interés en aprender su gutural idioma, si porque éramos huérfanos o porque él era un gran conversador, tanto que muchas veces nos reprendieron por charlar en misa, pues allá íbamos todas las mañanas, a oír misa en la capilla del colegio. Pero también pudo haber otro motivo: eso es lo más probable.

Un buen día descubrió lo de mi primer nombre, Mariano de Jesús, y me preguntó que por qué no lo usaba; no tuve tiempo de responderle. “Creo que me pasa lo mismo”, me comentó. “Michel es mi segundo nombre, pero el verdadero, el que quisieron mis padres, es Torcuato, el nombre de mi abuelo”… Pasamos así a ser compañeros de un mismo repudio y cómplices de un mismo secreto. Con una diferencia, claro: yo hubiese transigido ante la necesidad de usar el mío, con tal de que no se lo diga completo y de que no se use el diminutivo. Otra cosa hubiese sido si tenía la desgracia de llamarme Pancracio, Tarquino o… Torcuato. ¡Eso nunca!

 

Éramos íntimos. A veces, como sucede en esas edades, nos resentíamos por asuntos nimios; cuando ello pasaba, yo amenazaba con contar su secreto y trataba de incordiarle llamándole Tarquino, que me parecía otro nombre horrible. Cierto día, era víspera de la clase semanal de redacción, nos anticiparon que, como el domingo siguiente sería Día de la Madre, el examen consistiría en una carta que deberíamos entregar a nuestras madres en la sabatina. “Y, qué vas a hacer, si no tienes mamá”, me preguntó. “Pues, escribirle al cielo”, le contesté; entonces me comentó que iba a hacer lo mismo… “No puedes hacer eso, le advertí, van a pensar que nos hemos copiado”. Noté entonces que Torcuato, digo Michel, se puso mohíno y se retiró malhumorado.

 

Cuando salimos al recreo, al día siguiente, él seguía enfurruñado. Ni siquiera quiso saludar. Como sabía que su madre había estado por largo tiempo en un hospital antes de fallecer, se me ocurrió en casa hacer un borrador de carta con ese destino para darle una mejor idea y así poder entregársela poco antes de volver a clase. Más tarde, mientras todos nos concentrábamos en desarrollar nuestra prueba, noté que un sonreído Michel me regresaba a ver de rato en rato…

 

Torcuato no es un nombre tan feo. San Torcuato (en latín Torquatus o "el que lleva un collar") fue un santo mártir venerado por las iglesias ortodoxa y católica. La tradición dice que fue un misionero cristiano de la época apostólica. Por su parte, el más famoso de estos Torcuatos es probable que haya sido Torcuato Tasso, un poeta italiano (Sorrento 1544 - Roma 1595), cuya obra marcó el final de la poesía italiana del Renacimiento. Su trabajo más conocido quizá sea La Jerusalén liberada, inspirada en las Cruzadas, en la que los críticos encuentran la influencia de Virgilio, autor de la Eneida, y de Ludovico Ariosto, autor, a su vez, del Orlando furioso.

 

Cuenta la Wikipedia que “coincidiendo con la interminable revisión de su Jerusalén liberada, el poeta comenzó a mostrar síntomas de una inestabilidad psíquica que pudo ser esquizofrenia, y que le hacía caer en estados de profunda postración, melancolía repentina, irrefrenable ira y manía persecutoria”. Poco antes de morir, su desequilibrio se agudizó, pero aún tuvo tiempo para recibir la visita del gran Michel de Montaigne, su admirado escritor y filósofo, y para volver a revisar su obra, dados su escrúpulos religiosos. Así apareció La Jerusalén conquistada.

 

Durante mi primer viaje a Buenos Aires, descubrí una calle con el nombre de un amigo, se llamaba Marcelo T. de Alvear. Años más tarde me enteré que Marcelo Torcuato de Alvear (1868-1942), abogado y político argentino perteneciente a la Unión Cívica Radical, de tendencia liberal, había sido en realidad un hombre ilustre: embajador en Francia, diputado y presidente de la Nación Argentina entre 1922 y 1928. Conocí también la villa de Don Torcuato, ubicada a 30 km del centro de Buenos Aires, parte de la región de Tigre, en la zona norte del llamado Gran Buenos Aires. Marcelo T. de Alvear habría pedido, siendo presidente, que se creara el barrio de Don Torcuato en terrenos que habían sido parte de la hacienda de su padre, don Torcuato de Alvear, a su vez primer intendente de Buenos Aires.

 

En cuanto a mi compañero, siempre lo recordaré por dos circunstancias: porque nunca me devolvieron mi propia carta; y porque la suya, por la que obtuvo la mejor nota, él –Michel o Torcuato– a pesar de su aparente felicidad, nunca me dijo ni gracias... “No importa, creo que me habré dicho a mí mismo, ralmente no hacía falta”...


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18 marzo 2025

‘Streaming’ e ‘influencers’…

Ya les conté del paseo (fue más bien una visita) que hice en meses pasados con mis primos al secular convento de San Diego, en el suroccidente de Quito. Algo que mucho nos llamó la atención –como en su día lo comenté– fue el precario uso de los espacios del monumento; la explicación que se nos dio, comprensible por lo demás, fue que la escasez de vocaciones ya no permitía a la comunidad franciscana, propietaria del lugar, tener el personal suficiente para mantener una escuela u hospital que dieran utilidad a esas áreas tan desperdiciadas.  

“En tiempos de la Colonia –se nos dijo– las familias dedicaban un primer hijo a la milicia y otro a la vida religiosa. Eso ya no pasa hoy en el mundo de hoy; además, la sociedad de consumo ha ido desarrollando en los jóvenes otros más mundanos intereses”. “Es que hoy todos quieren ser “influencers”…”, alguien susurró a mis espaldas. Me quedé pensando en que quien lo había dicho sottovoce tenía realmente razón, tal parecería que aquello (de convertirse en famoso para “influenciar” con su opinión) se ha constituido de golpe en la gran aspiración de muchos muchachos, tengan o no aptitudes para ello. Total, parece que eso tampoco importa; ya lo saben: “Dios a veces da barbas a quien no tienen quijadas”…

 

Cuando fui niño, la mayoría de los chicos se decantaba por una de las llamadas “profesiones liberales”; aunque un grupo, no muy despreciable, ya insinuaba que le gustaría ser torero, piloto o actor de cine… Para el tiempo de mis hijos creo que algo cambió, probablemente por propia influencia de sus respectivos progenitores; sin embargo, más de uno de mis vástagos –por ejemplo– ya no incluyeron, en sus respectivos presupuestos a futuro, eso de convertirse en aviadores o toreros. Aunque alguno ya mencionó que le gustaría ser bombero y hasta futbolista (en mi tiempo, ser un famoso futbolista no era todavía parte de una vocacional ilusión, quizá por aquello de la fugaz temporalidad del oficio o por lo exiguos que resultaban sus pecuniarios reconocimientos).

 

En días pasados estuve leyendo una crónica relacionada con los incendios en la ciudad de Los Ángeles. El autor del reportaje explicaba: “Los curiosos llegaban a la puerta de las casas, junto con influencers que hacían streaming en directo a sus seguidores”. Enseguida yo mismo me pregunté si todo el mundo entendía del mismo modo la intención y alcance de la frase; o, en suma, ¿qué se quería decir con el uso arbitrario –aunque en apariencia convenido– de esos prestados términos?... Esto que sigue es un poco lo que investigué o llegué a concluir:

 

Empecemos por lo primero: ¿qué es aquello de ejercer de “influencer”, aparente actividad o profesión de moda, y qué es lo que de esa condición atrae, seduce o llama la atención?

 

Ser influencer no es ni puede ser “una profesión”, en el sentido de que esta se pueda estudiar en un instituto o universidad; o de que, de buenas a primeras, se la pueda escoger. Un influencer es un comunicador social, alguien con cierto talento o cierta fama, que –además– tiene sus seguidores y la espontánea capacidad para “saber influenciar” (de ahí su nombre). Serlo no es solo fruto de “querer ser y ponerse a estudiar”, hace falta tener ciertos recursos y habilidades que no se consiguen necesariamente en las instituciones académicas. Para ello, se depende de la fortuna y la casualidad. Suena cursi como nombre, pero implica algo indispensable: el “influenciador” debe tener no sólo qué decir sino también a quién decir: debe tener gente que esté pendiente de lo que diga u opine, en resumen: debe ser dueño de un mensaje, y tener su propio medio de difusión y su particular audiencia…

 

En cambio, Streaming o “estriming” es otra palabra que hoy se usa para expresar la idea de un tipo de grabación, sea de una noticia o un mensaje, a la manera de lo que antes lo hacían (y todavía lo hacen) las radiodifusoras (o incluso la televisión); pero que, a diferencia de estos medios, alguien edita un programa que se lo puede repetir una y otra vez, cuantas veces uno quiera. Así, el streaming es un tipo de tecnología multimedia que envía contenidos de vídeo o audio a un dispositivo conectado al internet. Esto permite acceder a esos contenidos (TV, películas, música, pódcast) en cualquier momento que se desee, ya sea en un computador, tableta o teléfono móvil, sin tener que someterse a horarios, sin soportar comerciales y sin sujetarse al capricho del proveedor.

 

Hoy disponemos de una serie de palabras que, por no tener traducción directa, y en el interés de mantener su sentido original, se las conserva en idioma inglés. Muestras al canto: podcast (episodios, entrevistas o comentarios sobre un tema específico); onboarding (incorporación, contratación o vinculación). Como puede notarse, son vocablos que no tienen todavía una traducción acordada pero no siempre son necesarios.


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14 marzo 2025

Las tiendas de ultramarinos *

  * Escrito con el título Todo un mundo en cinco sílabas. Por Álex Grijelmo para la revista Babelia. Reeditado.

Pasaba antes a menudo por el número 103 del Paseo de La Habana, en Madrid. Y he visto hace unos días que el comercio tradicional que funcionaba ahí a pie de calle ya no existe. Qué pena, porque desaparece así uno de los escasísimos establecimientos de la capital donde aún flameaba la palabra “Ultramarinos”. Ahora se ve un cartel que dice “Coko’s Catering”. Eso probablemente sucedió tiempo atrás, pero me he dado cuenta ahora. (A veces ocurren hechos que uno, en su ingenuidad, tarda en percibir, y que después se le manifiestan con crudeza por no haber estado atento). Siempre me fascinó el vocablo “ultramarinos”, porque representa el mecano que nuestra lengua ensambla para ampliar sutilmente el significado de un término.

 

“Ultramarinos” consta de doce letras, cinco sílabas y cinco cromosomas o rasgos morfológicos que ponen luz sobre su significado. Antes de llegar a la simple base “mar”, apreciamos el elemento compositivo latino ultra-, que, entre otros valores semánticos, significa “más allá” o “al otro lado de”. Con ello disponemos ya de la base ampliada “ultramar”. Por la parte derecha se le añadió el sufijo -ino, acerca del cual todos los hablantes sabemos intuitivamente que sirve para formar adjetivos con el significado de pertenencia o relación (cervantino, andino, capitalino…). Así pues, deducimos en un milisegundo que a la base “mar” y al elemento ultra- –y por tanto a la nueva base “ultramar”– se ha incorporado la noción de adjetivo que se refiere a aquello que se encuentra al otro lado del mar. Y finalmente, dentro de ese sufijo -ino identificamos los morfemas del masculino (-o) y del plural (-s).

 

Todas esas piezas constituyen la extensa palabra “ultramarinos”, a partir de una sencilla sílaba que nos habla del mar. En este caso, del mar por antonomasia: el océano; y del océano por antonomasia: el Atlántico. Y de los productos ofrecidos en esas tiendas, que llegaban de América principalmente pero también de Asia: el cacao, el café, el azúcar cande, la canela, el clavo, el té… Los traían en abundancia durante el siglo XIX decenas de barcos que entraban por el puerto de Cádiz.

 

Cuántos recursos de la lengua depositados en una sola palabra. Y cuánta memoria. Y cuántos alimentos en una sola tienda, porque con el tiempo acogieron también los recolectados o fabricados acá. “Tiendas de (productos) ultramarinos” se llamaron, para luego acortar su designación con un solo vocablo: “Lo compraré en el ultramarinos”. Sin embargo, la modernidad reciente fue acorralando a la palabra y luego a estos comercios. Primero aparecieron términos más prestigiosos: “autoservicio”, “supermercado”; sin que eso afectara a la viabilidad del negocio. Pero después se establecieron los hipermercados de la periferia, y más tarde se instalaron en el centro las grandes cadenas de distribución, que podían ofrecer marcas blancas y ofertas llamativas en un mayor espacio.

 

El poder financiero y empresarial que hacía ejecutar todo tipo de desahucios sin despeinarse no iba a reparar en daños con este asunto menor. A quién le importa el pequeño comercio que articula los barrios, el tendero que fiaba al vecino apurado. A quién le importa un vocablo. Y así hemos llegado hasta aquí, a la desaparición de ese letrero que durante tantos años vi en el paseo de La Habana, firme entonces ante el poder del dinero. Ya siempre asociaré la palabra “ultramarinos” con todo lo valioso que se extingue.

 

Nota del editor: las “tiendas de ultramarinos” se llamaron bodegas en mi niñez; vendían licores, conservas, embutidos y otros productos... Conocí al menos dos en el centro de Quito: La feria de Viteri Rites (Bolívar y García Moreno), cuyo rótulo rezaba: Abarrotes, Conservas, Vinos y licores; y, La favorita, de Guillermo Wright (en el mismo sector), que al principio vendía jabones, velas y aceites: se movió al norte en 1983 y pasó a llamarse Supermaxi. En el barrio donde yo vivía, San Blas, hubo dos, ubicadas muy cerca entre si (Guayaquil y Briceño). Una estaba en el lado oriental de la cuadra, cerca del que sería el Filanbanco, pertenecía a un señor Valencia; la otra estaba ubicada en la esquina opuesta –menos surtida aunque con productos más finos– se llamaba Bodega Portugal. Las recuerdo por sus olores y sabores: estaban llenas de verdaderas golosinas. Mi memoria se llena de nostalgia; estas bodegas acicatearon mi gula infantil, nunca exenta de cierta codiciosa novelería. A. Vizcaíno.


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11 marzo 2025

Recetando un sacramento...

“En los tiempos que corren, un jurista debe ser muy honrado, pero además es indispensable que tenga sentido común. Claro que mucho ayudaría que también sepa de Derecho”… (Escuchado en el Metro: dos personas refiriéndose a los asesores jurídicos del Presidente).

Todo el mundo (es un decir) ha estado estos últimos días haciendo diversos análisis de qué pudo haber sucedido en las votaciones pasadas, en las cuales una gran mayoría de gente esperaba un triunfo más holgado del candidato-presidente. Algunos, efectivamente, tal vez pecaron de excesivamente optimistas; otros quizá subestimaron ciertos asuntos que pasaron probable factura al joven mandatario; otros pudieron haber desdeñado el desgaste natural que produce la gestión política a quien ejerce la 'majestad' del poder y enfrenta el desengaño social.

 

Procuremos pues actuar con objetividad ya que es casi imposible ser de veras neutrales… No sería adecuado hablar de “errores” aunque sí de varias situaciones, episodios o circunstancias que se presentaron durante el año anterior. Vamos pues cronológicamente: Quizá el hecho menos esperado, y que produjo más críticas e innecesario desgaste a Noboa fue el conflicto generado por su mal manejo de la relación con su Vicepresidente. En ese tema, por lástima, se actuó en caliente, no se utilizó el desfogue de la conciliación ni se meditó a futuro en las consecuencias de tal desencuentro. Sí, pienso que se dejó innecesariamente agravar esa situación. Por lástima, las artimañas jurídicas empleadas solo dejaron entrever triquiñuelas: el gobierno se enfangó sin necesidad en un feo guirigay.

 

Mientras este culebrón pasaba, el Presidente perdió valioso tiempo que pudo ser utilizado para asegurar el siempre elusivo apoyo legislativo y conseguir un mínimo, pero necesario, apoyo de parte de las élites políticas de su región de origen. Al hacerlo pudo encontrar el sustento y compromiso indispensables para reactivar la economía, cumplir con sus ofertas de gobierno y solventar la evidente crisis general de empleo. Sería iluso no reconocer tanto el estancamiento de la economía, así como la flagrante crisis de varios sectores de la industria. Todo aquello hizo evidente que el Presidente no gozaba del asesoramiento y posicionamiento adecuados.

 

En lo internacional, tampoco fue debidamente meditado el affaire de la Embajada Mexicana. Bien visto, nunca fue indispensable asaltar ese recinto; hubiera bastado con acordonar esa sede y asegurarse de que el funcionario allí asilado no tuviera posibilidad de escape. No había para qué convertir en víctima a un convicto. De similar manera, la crisis de energía no fue oportunamente controlada y, a pesar de la eficiente labor de la ministra encargada, el Presidente perdió importantes y continuas oportunidades de ejercitar su exiguo liderazgo. Noboa pudo hacerse asesorar mejor, aparecer como mejor enterado e infundir tranquilidad.

 

Hacia el final, sus insólitas gambetas con el tema de su sucesión, su cada vez más manifiesto autoritarismo, su desdoblamiento como gobernante y candidato y el nombramiento de otra funcionaria para aparentar el encargo de la presidencia (desdeñando lo establecido en la Constitución), fueron generando el rechazo de importantes personalidades y consiguieron crear la impresión de que existía un rígido entorno jurídico junto al Presidente. Para colmo, su imagen fue cobrando paulatinamente una contraproducente aura de triunfalismo, convirtiendo la victoria en primera vuelta en un grito de guerra, asunto que solo impulsó la ceguera de sus propios partidarios Todo ello dio como resultado el descuido proselitista, además de una  torpe polarización.

 

No debe desecharse, tampoco, que el fervoroso rechazo que tuvo en su momento el correísmo se ha ido poco a poco desmitificando y diluyendo, esto porque el grueso del electorado juvenil nunca lo vivió. Asimismo, los partidarios de Noboa no ejercieron un adecuado control del voto; aquí me parecería conveniente volver a encargar a las FF AA un acta adicional, para garantía electoral de todos los ciudadanos.

 

Frente a lo que hoy nos ocupa, no queda sino sugerirle al “penitente” que proceda conforme a lo dispuesto por la estrategia católica de los cinco elementos del sacramento de la confesión, fórmula de evangelización que –mediante la “recuperación de la gracia perdida” por causa de los pecados cometidos (que deben narrarse al confesor) y para lograr un mejor control de los fieles– desarrolló la Iglesia Católica durante la Contrarreforma (Concilio de Trento, 1545-1563), a saber: examen de conciencia, dolor de corazón, propósito de la enmienda, confesión de boca y “cumplir la penitencia impuesta por el confesor”. Para esto último, no estaría por demás pedirle al confesante-candidato que rece un padrenuestro y tres avemarías, y que cumpla con lo que ya dispone la Constitución…


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07 marzo 2025

Intolerancia y polarización

Hace poco decía un querido amigo que a veces la vida se nos convierte en un rompecabezas, frente al cual uno se siente incapaz de completarlo porque advierte que le faltan las piezas… Si bien mi amigo se refería a un episodio íntimo, la verdad es que en ocasiones la vida personal y familiar se convierte en un confuso rompecabezas donde, sea que nos falten o sobren las piezas, llegamos a tener la impresión de que no solo que su aparente número no parece coincidir con ese todo que pretendemos armar, sino que algo nos indica que las piezas de que disponemos no parecen siquiera pertenecer al lúdico desafío que enfrentamos.

Y eso mismo parece ocurrirnos en la vida social; y es lo que percibimos respecto a nuestros conciudadanos en su relación con la vida y los intereses de la comunidad. Por eso nos asalta la duda de si no será que ellos no solo que no cuentan con las piezas adecuadas, sino que hasta darían la impresión de que no saben qué mismo “puzle” están tratando de completar… Es en época de elecciones, como ahora, que parecen existir dos posturas irreconciliables. Todo se ha polarizado: y hay gente inconsciente que quiere hacer de estrellita de navidad y se dedica a enviar todo tipo de mensajes. Reenvían lo que es y lo que no es; y, con tal de parecer enterados, difunden cualquier despropósito como si fuera irrefutable y cierto, y –ellos mismo y poco más tarde– vuelven a enviar uno nuevo, solo que defendiendo justo lo contrario…

 

Es mi impresión que cada vez se usa y abusa más de algo que pudiendo ser una maravillosa herramienta, se ha ido más bien convirtiendo en un insufrible fastidio, justamente porque no se lo utiliza con ponderación e inteligencia: me refiero a las redes sociales. Se emplea este recurso con tal virulencia –y manifiesta irresponsabilidad– que quienes intentan contagiarnos de su rechazo hacia todo lo que represente inquina, odio y resentimiento, lo hacen con tal venenosa pulsión que no hacen sino demostrar que su aversión y antipatía hacia la opción que denigran es tanto o más insidiosa que la que han querido criticar. Hastiado de tan negativa cantaleta, no me ha quedado más remedio que retirarme de un par de chats en forma temporal.

 

Cuesta creer que esos individuos, a pretexto de hacer proselitismo por quienes apoyan, se hayan declarado en franca competencia de quién es quien puede herir, insultar y odiar más… Es el suyo “el odio de los que odian al odiador”, como si el fin justificaría los medios, como si tratar de hacer el mal a quien no piensa como ellos sería algo trivial, intrascendente; solo una nimiedad, una insignificancia… ¿No era acaso eso la “banalidad del mal” de la que, con tanta insistencia, nos hablaba Hannah Arendt en el siglo pasado?... Aquello, por desgracia, nos pone frente a lo que se hado en llamar “la paradoja de la intolerancia” que solo quiere decir, en pocas palabras, que uno debe respetar la diversidad y las opiniones que pueden tener los demás individuos, pero que no estamos obligados a ser tolerantes con los intolerantes.

 

Lo que comento contrasta con lo que acaba de hacer en Estados Unidos una septuagenaria que participó en los disturbios de hace cuatro años. Ella se llama Pamela Hemphill, padece de cáncer y está a punto de recibir quimioterapia; estuvo condenada a cumplir cárcel por sesenta días por su participación en la asonada que trató de tomarse el Capitolio el 6 de enero de 2021, al considerar que  Donald Trump era quien realmente había ganado las elecciones. La señora Hemphill, en gesto que demuestra su honradez e integridad, ha decidido rechazar el perdón que la ha sido concedido por el ahora reelecto presidente. De paso, no debe olvidarse que un indulto solo exime al culpable de la pena, no significa que se anule la sentencia…

 

“Aceptar el perdón solo significaría insultar a los policías del Capitolio, al Estado de Derecho, y, desde luego, a nuestra nación”, ha dicho; me declaré culpable pues era culpable; aceptar el perdón solo ayudaría a echar leña al fuego y contribuiría a esa falsa narrativa”. “Estuvimos equivocados ese día, rompimos la ley, no debería haber tales indultos, cometimos un error y deberíamos pagar por ello”. Es lo mismo que escuché por ahí: “aceptar como justo algo que no fue legal, y que encima estuvo mal, solo significaría haber perdido el sentido de la honradez”…

 

Es importante que recuperemos nuestro sentido crítico; hace poco vi y escuché a Richard Gere en su discurso al recibir un premio internacional. Gere, al referirse al presidente Trump lo descalificó, dijo que era “a bully and a tugh” (que la traducción que apareció en la parte inferior de la pantalla, reprodujo como “un matón y un matón”), lo que debió haberse traducido como lo que en realidad dijo el reconocido actor: “es un abusador y un rufián”…


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04 marzo 2025

Historia y profecía

Hay ocasiones en que se me da por merodear por los mismos lugares, escarbar en los mismos sitios, frecuentar los mismos escritores, hasta un punto tal que daría la impresión de que aquello se me ha convertido en adicción. Hoy mismo estoy dedicando tiempo a completar la lectura de unas novelas de Saramago que tenía en lista de espera. Él es un escritor que tiene una estilo diferente, se da ciertas libertades con la puntuación, favorece las frases y párrafos largos, utiliza las comas y la mayúscula inicial para satisfacer los diálogos (no usa ni el guion ni el punto aparte) y, entre otros arbitrios, prescinde de algunos signos ortográficos.

Saramago produce una sensación distinta, a veces da la impresión de haber abandonado la trama (como justo pasa en la vida) mientras nos hace disfrutar de sus personajes y episodios. No todo en lo suyo es perfecto, sin embargo. Tiene libros que gustan menos, y aun otros que no alcanzan al nivel al que nos tiene acostumbrado. No solo eso: hay por ahí un par que invita a interrumpir su lectura… Y es que, no se puede seducir ni ser brillante todo el tiempo. En ello quizá intervenga un factor subjetivo: lo que gusta a unos no necesariamente ha de cautivar a todos. Ello es ineludible; así, uno va de la elación (Memorial del convento) a la desidia (La balsa de piedra); o, del hastío (Ensayo sobre la lucidez) al fervor (El hombre duplicado).

 

Esta última relata la historia de un sosias (un doble o clon): es lo que vive un individuo que descubre la existencia de alguien que es copia idéntica de sí mismo (viví alguna vez en Miami una experiencia parecida, entre dejar el hotel y tomar el bus de enlace al aeropuerto, cuando me di de bruces con mi propio espejo). Hay en la novela una frase que me hizo sentir que antes ya la había leído. Dice “La Historia es una profecía al revés” y se la atribuye al alemán Frederich Schlegel, que la habría escrito hace un cuarto de siglo; ella es casi idéntica a otra: “La Historia es una profecía que mira hacia atrás”, que Vincent Cronin, uno de los biógrafos de Napoleón Bonaparte endilga a Gustave Flaubert, quien solo habría de vivir 50 años más tarde…

 

Profecía es curiosa palabra, puede significar anuncio de un portento y, por lo mismo, motivo de esperanza; o, por el contrario, anticipo de desgracia y, por tanto, una franca amenaza… El diccionario la define como “predicción hecha en virtud de un don sobrenatural”. Al parecer, no siempre quiere decir anticipo o predicción: en Occidente su noción implica, de acuerdo con mis lecturas, un discurso público que contiene un mensaje social o político orientado hacia el futuro (no necesariamente religioso), tanto que su significado pudiera circunscribirse al simple acto de prever para más tarde. Sería pues inadecuado decir que predice el pasado; lo realmente factible sería aprender del pasado para intentar evitar (o no) su repetición…

 

Hay una famosa profecía paradigmática comentada por Heródoto: cuenta que Creso, rey de Lidia (ubicada en el Occidente de Anatolia, en la actual Turquía) formó una poderosa coalición para combatir a los aqueménidas persas, unos 500 años a.C. En previsión de contar con un buen augurio, habría enviado emisarios al oráculo de Delfos para asegurar el éxito de su bélica empresa. Esta fue la respuesta: “Si cruzas el río Halis, habrás destruido un gran imperio”. Creso, animado por lo que creyó que era un favorable auspicio, dispuso el ataque a las huestes de Ciro el Grande; por lástima solo obtuvo un resultado adverso… ¡No había contado con que ese gran imperio podía haber sido el suyo!

 

El texto profético, dado su carácter, exhibe atributos característicos: puede ser tomado como una amenaza o solo como una advertencia; mas, su vigencia es siempre indefinida. Contiene un lenguaje que, si no busca intimidar, trata al menos de convencer de que algo está por ocurrirr. El suyo es un estilo poético y simbólico que procura parecer verosímil y digno de credibilidad; para ello requiere de un código cultural, un conjunto de convenciones previas. Proyecta así dos tipos de interpretación: una –con carácter secreto– para el iniciado; y otra, difícil de procesar, destinada al profano. Su impronta es el circunloquio y la metáfora; su fin es provocar una respuesta en quien lo recibe… Así, logra transmitir no solo una promesa sino también una amenaza: intenta generar ora miedo, ora ilusión; unas veces temor y otras veces esperanza.

 

Las profecías aparecen en tiempos de crisis, cuando el futuro luce incierto. Son instancias de cambios profundos y consecuencias impredecibles para cualquier situación. Su texto, siempre ambiguo, convierte todo tipo de resultado en pronóstico verdadero, abierto al milagro, al prodigio y al portento… sin reserva para el error. Es oportunidad para que surjan los ‘falsos profetas’, quienes gustan de llenarnos de temores y engañarnos con su verborrea…


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