Hay dos
palabras que en un principio significaron algo muy distinto y que,
luego de un largo proceso, hoy han venido a convertirse en sendos insultos. Hace mucho tiempo quisieron designar a alguien indocto o sin educación formal, aunque no se utilizaban con el sentido de iletrado o analfabeto (para esto último se usaba el término “agrammatos”); más tarde, sirviéron para identificar a un no creyente; posteriormente, desde algún
momento del Medioevo, pasaron a denotar “persona con algún tipo de
discapacidad”; para luego designar (hacia el 1300) a quienes sufrían desórdenes
mentales. Después, en los SS XVI o XVII, se las utilizó en Europa como “eufemismos
técnicos” para llamar así a los perturbados y lunáticos. Estas palabras fueron: imbécil e
idiota.
Un idiota, en la antigua Gracia, era quien no atendía los asuntos públicos sino solo sus propios intereses. La máxima pena era entonces el ostracismo, que no consistía en expatriar al reo sino en privarlo de su participación en lo comunitario. Lo propio era opuesto a lo común, a lo público. Ser idiota, no constituía una enfermedad mental ni una forma de esclavitud, consistía en ejercer actividades propias: algo voluntario y quizá destinado a obtener propios ingresos; no tenía un valor peyorativo.
A partir del siglo V a.C., el término fue adquiriendo un carácter despectivo, quizá por considerarse tontos a quienes no daban importancia a lo público. Por ello, al pasar la voz al latín, ya lo hizo con el sentido de zafio, burdo o sin instrucción. Este sentido tuvo durante la Edad Media hasta que en la Francia del siglo XVII se creó una clasificación para los enfermos mentales, y –similar a lo que pasa con el vocablo imbécil– se lo utilizó para definir un grado de deficiencia psíquica, lo que explica el uso del vocablo en relación con las enfermedades mentales. Más tarde se usaría como insulto para referirse a una supuesta incapacidad mental del agredido.
Imbécil, por su parte, tiene una etimología más controvertida. Para unos vendría de becillis, diminutivo de baculum (bastón), para referirse a quienes, por vejez o enfermedad, no podían sostenerse a sí mismos y necesitaban apoyarse en un cayado. Con el tiempo, de debilidad física pasaría a significar debilidad mental. No obstante, esta versión –sine-báculo– atribuida a un comentarista de los poetas latinos, debería interpretarse como “alguien con apoyo en el bastón”; así, significaría débil o sin fuerza. Pero esto bien pudo ser un calambour, un juego de palabras del comentarista, ya que aquello de “sin bastón” más bien se aplicaría a los ágiles y saludables.
Ni báculos ni bacilos provendrían de la voz griega para designar “bastón para caminar”, sino del sufijo indoeuropeo bak, pues baculum significa también “cetro”, símbolo de autoridad y poder que se concede a alguien por su experiencia y conocimiento. La palabra imbécil en latín quiere decir “demasiado joven”: sin la sensatez y experiencia que proporcionan los años. Se atribuye a Horacio la expresión “Imbecilla aetas” (la edad débil) para referirse a la niñez y primera juventud. El francés del siglo XVII crearía, con imbécile, una nueva acepción: “disminuido psíquico o débil mental”, como aparece en diccionarios y tratados hasta principios del s. XX. Más tarde, la voz dejaría de ser un eufemismo técnico y pasaría a convertirse ya en un insulto.
Sería el Bethlem Hospital de Londres el primer centro de salud que atendería “lunáticos” en 1377. Lo llamaban Bedlam (manicomio), tenía reputación de aplicar crueldad y atender con desprecio. Lo conocían por sus “tratamientos” para debilitar “el espíritu animal” que se creía que producía la locura; utilizaba cadenas, sangrías, vomitivos y purgaciones; intentaba confinar, pero no curar. Muchos asilos parecían reclusorios, trataban a sus pacientes como animales. Sus dietas eran inadecuadas, la ropa provista era rústica y no se ofrecía actividad. Los perturbados en Bedlam eran exhibidos como “fenómenos de feria” y eran parte de un sórdido espectáculo pagado…
No sucedió lo mismo con el Hospital de San Patricio en Dublin, que fuera fundado gracias a los aportes de Jonathan Swift en 1745. Fue el primer psiquiátrico construido en Irlanda para atender a los “idiotas y lunáticos” (como entonces se los llamaba). Swift (1667-1745) fue poeta, prolífico escritor y extraordinario satírico; escribió obras famosas como Los viajes de Gulliver o Una propuesta modesta. También fue un reconocido clérigo, se graduó en el Trinity College de Dublin y fue diácono de la Catedral de San Patricio, desde 1713 hasta su fallecimiento.
Swift pudo estar él mismo “perdiendo la cabeza” hacia el final de sus días. Padecía del mal de Meniere (desorden del laberinto). Su gran preocupación fue el tratamiento que se daba a los enfermos mentales, quienes eran hacinados y mezclados con todo tipo de criminales. A su muerte, legó toda su fortuna para la construcción del “Hospital para Imbéciles” (hogar y asilo para alienados) que aún sigue operando como un hospital psiquiátrico.
