28 octubre 2025

El malquerer *

  * Escrito por Marta Peirano, para El País de España.

Tengo un truco para detectar a la gente que se odia a sí misma: son los que te tratan mal cuando tú los tratas bien.

 

Vivo rodeada de gente que lo consigue de forma frecuente y aparentemente sin esfuerzo, pero hacer amigos es para mí un acontecimiento extraordinario, prácticamente mágico, un hecho histórico y excepcional. Sufro importantes limitaciones. En un acto social, mi ancho de banda no supera las cinco personas, incluyendo las que ya conozco. Tampoco fui agraciada con el don de la promiscuidad. Quizá por eso, cuando la conexión sucede, para mí es como estar enamorada. Pienso en esta nueva persona cada día y me gusta escuchar sus audios de cuatro minutos por el simple placer de oírla reír o pensar. Quiero ver fotos de su familia, visitar la aldea de su infancia, descubrir lo antes posible cuántas canciones, películas y ciudades favoritas tenemos en común. Leo todo lo que escribe y escucho todo lo que dice. Hago regalos sin justificación. Soy instantáneamente cariñosa, violentamente protectora, y doy por hecho que esa persona siente lo mismo. Todo esto es muy problemático. Todos vemos el mundo como somos nosotros, y no como realmente es.

 

Hay personas que, cuando reciben amor, lo devuelven por triplicado. Cuando se cruzan conmigo, estalla un romance victoriano de escribirse mucho, intercambiar ropa, ir al cine los martes. Sincronizarse, contarse la infancia, leer los mismos libros a la vez. Cuando ese romance echa raíz, el mundo se expande porque podemos vivir en él con ligereza, equivocarnos en alto y arriesgar por encima de nuestras posibilidades. También porque uno entra en las sombras del otro y las protege y las hace suyas. El amor no nos hace perfectos pero sí más libres porque, irónicamente, amamos más en los defectos que en la virtud.

 

Luego hay personas que, cuando las quieres, te tratan mal. Mi tesis más generosa es que lo hacen porque no te creen. Sienten que no merecen ser queridas y desconfían de tus intenciones; o “saben” que dejarás de hacerlo en cuanto las conozcas de verdad. Entonces te ponen a prueba constantemente o mantienen las defensas puestas, o te castigan por querer convencerlos de algo que “saben” que no es cierto. Típica profecía auto-cumplida porque, el día que abandonas por agotamiento, confirmas su peor teoría sobre sí mismos.

 

La variante extrema es el cínico que ve tu generosidad y cariño como debilidades a explotar. Los que creen que toda relación es un juego en el que sólo existe dominar o ser dominado: o eres el que pimpea o te pimpean a ti. Tardamos en darnos cuenta que son grandes imitadores del amor. Lo simulan para elevar su estatus, conseguir contactos, atención y oportunidades. No creen en la reciprocidad. Hay nombres muy feos para esa clase de gente, porque la vergüenza del incauto es incompatible con la compasión. Pero tiene que ser triste que todos se arrepientan de haberte querido. Hasta las plantas más venenosas necesitan de la luz.

 

Amar es peligroso. Exige que abandones la máscara de normalidad y ofrezcas todo lo que hay dentro, esplendor y miseria, lo bello y lo terrible, todo sin editar. No trae garantía de supervivencia. Dice Alain de Botton que por eso hay quien se pasa la vida esquivándolo y llega a los 50 sereno y vacío. No saben que el propósito de la vida no es salir indemne sino ser derrotado por cosas cada vez mayores. Conquistar el espacio para poder estirarnos y crecer.

 

Nota del editor: “pimpear” es un anglicismo (penúltimo párrafo), significa explotar a alguien (o, aprovecharse de los demás). En la próxima entrada procuraremos ofrecer un comentario aclaratorio, respecto al aparente (o probable) sentido del último párrafo de este interesante artículo.


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24 octubre 2025

Seducido por Calipso...

Ya era tarde cuando me llamaron al hotel para anunciarme que retrasarían el vuelo de retorno. El avión que debíamos tomar en Fez, Marruecos, la madrugada del día siguiente no había salido todavía de Jeddah (Yeda, en español, una ciudad árabe avecinada al Mar Rojo) y tendríamos un retraso de 24 horas. Como una deferencia para la tripulación, el jefe de aeropuerto ofreció enviarnos una limusina de turismo, temprano en la mañana, por si quisiéramos ir a Tánger o a Ceuta, ciudades ubicadas en el norte del país (“del reino”, es lo que dijo). Notifiqué al primer oficial y me acosté a dormir, dejando cualquier decisión para resolver a la mañana siguiente.

Desayunamos temprano por causa del cambio de hora (Jeddah, mi base con Air Atlanta Icelandic, tenía dos horas de diferencia) y esperamos la llamada del conductor que vendría a buscarnos. Al parecer, nos habían mal informado con respecto al tiempo de viaje hasta Ceuta (el destino que habíamos escogido); solo cuando llegó el chofer (un bereber amigable que había perdido sus dientes delanteros) nos enteramos de que la ruta que debíamos tomar no constituía un camino directo: había que dirigirse hacia Rabat, luego seguir al norte hacia Tánger y dirigirse por un desvío a Ceuta. El viaje no nos tomaría las tres horas anticipadas sino algo más de cinco…

 

Fue una lástima. Desde siempre, Ceuta había sido un lugar que me producía curiosidad, y yo mismo me tenía ofrecido conocer ese enclave español situado junto al Mar de Alborán, en el septentrión de Marruecos, el país más noroccidental de África. Ceuta iba a quedar para después: era arriesgado enfrentar cualquier contingencia y no poder regresar a tiempo a Fez para descansar y estar listos para realizar el vuelo que se había suspendido. En el folleto turístico que nos había traído el bereber se apreciaba una casona de pocos pisos que parecía un hotel; no recuerdo si se llamaba Palacio o Edificio Trujillo (se parecía a nuestro hotel Majestic), estaba situado cerca de un peculiar monumento: este hacía referencia a otro hito geográfico: “Las columnas de Hércules”.

 

Pasado el tiempo, dos o tres años después, encontré en la prensa una curiosa noticia. En una plaza aledaña, enfrentada al Trujillo, se había erigido una enorme estatua de bronce –tenía casi seis metros de altura–, hacía honor a una divinidad griega conocida por haber seducido a Ulises, el héroe de la Odisea: la traviesa Calipso. La nota incluía una foto de la escultura; ahí estaba la diva con sus pechos enormes y turgentes; aquello parecía, más bien, un dolmen dedicado a la voluptuosidad. Nunca antes había encontrado nada que expresara mejor esa sensual y erótica palabra que aquella espléndida efigie. Aquello me haría meditar en que ya nada podía existir más lúbrico que esa lasciva palabra, con la sola excepción de esta mágica estatua dedicada a esa ninfa enamorada, la sugestiva Calipso.

 

Cuenta la Odisea que su héroe Ulises, que antes ya había permanecido con Circe –la hechicera–, por todo un año, habría luego sido seducido por esa ninfa, que lo tuvo secuestrado por otros siete años, cautivo de sus encantos. Ella lo había abducido con dos irresistibles promesas: la inmortalidad y la juventud eterna (¿quién querría eternidad si no pararía de envejecer?...) Con ella, Odiseo engendraría dos hijos: ellos son los mismos héroes que luego se convertirían en protectores de los navegantes… Ulises gastó todo ese tiempo, ocho de los diez años que le tomaría su viaje de retorno, antes de volver a Ítaca, donde lo esperaba su amada Penélope, acosada por sus pretendientes… Sería Atenea, quien intercedería ante Zeus para que la ninfa dejara partir al cautivo héroe.

 

Yo tendría unos diez años cuando descubrí, en el escritorio de uno de mis tíos, unos rollos de pegatinas, que se adherían al banano de exportación: proclamaban una marca cuyo nombre resaltaba en el conspicuo logotipo: Calipso, decían. Reviso en el internet por el sugestivo nombre, y esto es lo encuentro como resultado:

 

Calipso, en la mitología, fue la bella hija de Atlas que reinaba en la isla de Ogigia; fue también una Nereida (hija de Nereo). En astronomía, es el nombre de un satélite de Saturno; y, además, el de un asteroide. Calipso es también un color muy apreciado que combina el azul con el verde: el aguamarina o turquesa. Además (aunque con escritura ligeramente distinta), se conoce así a un ritmo africano que es muy popular en el Caribe y que está emparentado con el “Reggae”, como lo habría explicado el desaparecido músico jamaiquino Bob Marley. Calipso sería entonces, nada más que un acrónimo; significaría: “Canto Ancestral Lírico Interpretado (con) Pasión, Sentimiento y Orgullo”…


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21 octubre 2025

Información y “contenidos”

En nuestros días, y en especial en el ámbito del periodismo, se ha vuelto frecuente escuchar algo que parece haberse puesto de moda: es el vocablo ‘contenido’ (o su plural, contenidos). Como se lo escucha, tiene que ver con algo relacionado con los medios (preferentemente escritos). Los profanos podemos interpretar que ello se refiere a segmentos de información que nada tienen que ver con el editorial o los artículos de opinión, por ejemplo. Lejos estamos de saber qué mismo significa y a qué se refieren cuando mencionan el ahora ubicuo término.

Contenido, por su sentido natural, es el participio del verbo contener, por lo que implica concebir una cosa como incluida dentro de otra (acepción # 2 del DLE). O puede tratarse de una tabla de materias, a modo de índice (a. # 3); adicionalmente, como lo dice el mismo texto: el tema de una obra literaria, su asunto o argumento (a. # 4). Por último, ofrece otra opción: su uso como adjetivo, para quien “se conduce con moderación o templanza” (a. # 2), la misma que adquiere un tono elegante al escribir, como en: contenida emoción o contenido estupor.

 

Lo expuesto en el párrafo previo, sin embargo, no deja claro qué mismo quiere decir la gente relacionada con los medios, con esto de los inefables contenidos. He debido acudir a un buen amigo que sabe de todo esto y lo que he obtenido es que el periodismo, a diferencia de otros medios, privilegia la investigación, la información veraz y la visión equilibrada de los hechos; también es más formal y fidedigno; procura concentrarse en la información y educación del público. Pero posee algo más: aplica una deontología: respeta unas leyes y un código ético.

 

La redacción de unos y otros, tanto de contenidos como del periodismo, tiene objetivos y públicos distintos, aunque a veces pueden sobreponerse. Estas son las principales diferencias:

 

Objetivo

El objetivo del periodismo es informar al público sobre la actualidad, problemas y temas de interés. Se centra en la información veraz, la investigación y visión equilibrada de las noticias. Los ‘contenidos’, por su parte, se concentran en “generar tráfico” y conseguir clientes.

Estilo y tono

El periodismo exhibe un tono más formal y objetivo, procura dar prioridad a la precisión e imparcialidad. Su redacción suele seguir guías de estilo específicas, a semejanza de lo que suelen hacer las cadenas internacionales de noticias. El contenido, por otro lado, intenta ser más coloquial o conversacional, utiliza para ello elementos más persuasivos.

Investigación y fuentes

El método periodístico implica una investigación exhaustiva, la verificación de datos y cita de fuentes fidedignas. Se esfuerza en que los periodistas verifiquen la información y presenten diversos puntos de vista. En los contenidos, la investigación puede ser menos rigurosa y sus criterios son más subjetivos o promocionales; sus escritores siguen la tendencia de moda.

Formato

El periodismo presenta artículos de opinión e interés general; así como documentales, entrevistas y reportajes de investigación. Suele seguir estructuras y formatos específicos. El contenido incluye textos para sitios web, blogs, redes sociales. Su formato es más creativo.

Audiencia

El periodismo va dirigido al público en general o a comunidades específicas, concentrándose en informar y educar a los lectores sobre temas más amplios. El contenido va dirigido a sectores o grupos específicos, con un enfoque, más bien, en la discusión y el diálogo.

 

En resumen, si bien ambos constituyen formas importantes de comunicación, difieren en sus objetivos, estilos y métodos de investigación; en sus formatos y tipo de público como objetivo.

 

A veces lo producido por periodistas también puede ser considerado un contenido. Si bien estos son profesionales capacitados y certificados, los creadores de contenido no tienen por qué serlo, aunque ya existen capacitaciones y certificaciones para estas ocupaciones en los medios de comunicación. Un periodista puede crear contenidos; mientras que quien solo crea contenidos no tiene la preparación académica ni está autorizado para ejercer como periodista.


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17 octubre 2025

Celibato y castidad

Hay vocablos que no necesariamente comparten sinonimia; es el caso de abstinencia (sexual), castidad y celibato. A veces cuando conversamos, no siempre caemos en cuenta que no todos están conscientes de ciertas ausencias de analogía; y aquello, en algunos casos –a más de meternos en indeseados problemas– termina arrastrándonos hacia territorios que no habían sido previamente marcados, hacia lugares desconocidos que nadie antes había transitado…

Sucedió la otra tarde en una entretenida invitación. Hablábamos de un par de asuntos que ha descuidado la Iglesia y que, como va el mundo, ya merecen una expedita, si no urgente, revisión; temas como el ordenamiento sacerdotal para las mujeres o el celibato de los clérigos. Estuve a punto de intervenir, cuando de pronto recordé una entrevista que alguna vez hicieron a Woody Allen, cuando le preguntaron por su criterio respecto a la muerte. El actor no tardó en responder con genialidad: “No solo que estoy en desacuerdo, estoy completamente en contra”.

 

Recordando las largas temporadas que, por circunstancias de mi profesión, he tenido que manejarme muchas veces solo (Singapur, Shanghai), me animé a “meter cuchara” y estuve a punto de intervenir con una frase parecida a la utilizada por el cómico norteamericano; pero, luego de pensarlo dos veces, expresé: “no estoy de acuerdo con el celibato religioso; a pesar de que he caído en cuenta, cuando tengo que ejercer el mío, que no tengo ningún problema: estoy perfectamente acostumbrado”. Hubo risas disimuladas y alguien mirándome con un reprensivo reproche…

 

Celibato no quiere decir abstinencia, o represión sexual, como en forma casi automática se interpreta; celibato viene de célibe que significa soltero, vivir la condición de una circunstancial o permanente soltería. Expresarlo así –con desparpajo– podrá sonar hilarante y provocar risa, pero nada tiene de inaudito si solo nos anima una traviesa socarronería... Por su parte, algo similar sucede con la palabra castidad, que no necesariamente quiere decir rechazo a toda actividad sexual, ni debe confundirse con abstinencia de lo que se dio en llamar “placeres de la carne”, que tampoco–. Y nada tiene que ver con la renuncia a ese mismo alimento (la carne), como cuando confundíamos abstinencia con ayuno en tiempo de cuaresma...

 

Etimologías de Chile dice que: “celibato no significa abstención de relaciones sexuales, solo se refiere a un ‘estado de soltería’ en el que no se han asumido los vínculos jurídicos que tiene el matrimonio: no hace alusión a las prácticas sexuales. Resulta igual que el latín caelebs, que significa ‘soltero’, no que no practique el sexo. Lo que sucede es que cuando nos referimos al celibato eclesiástico –que se prescribe para los religiosos de ciertas religiones, como la católica– los sacerdotes, monjes y monjas tienen prohibido casarse, y se supone que no deberían tampoco practicar el sexo, dado que son representantes de una religión que lo prohíbe fuera del matrimonio”.

 

Al respecto, nos recordaba, hace pocos días, en uno de sus artículos la escritora Irene Vallejo, que palabras como castigo, castidad y castración comparten una misma raíz lingüística: “vendrían del latín castus que significa puro, decía; y, de ese vocablo latino también vendría 'casta', un grupo social cerrado con restricciones o privilegios”. Y continuaba: “Su origen está, tal vez, relacionado con el fuego –en griego pur– que purifica al precio de destruir la vida”. Su inquietud estaría justificada: así se ha venido insistiendo desde hace mucho tiempo, de acuerdo con diversas investigaciones, pero habría terminado como “una propuesta etimológica por completo desacreditada”. El origen de puro y purificar estaría más bien en otras lenguas antiguas.

 

La referencia sería válida, sin embargo, con respecto a las castas sociales, asunto de gran impacto en ciertos países asiáticos, ya que el discrimen en perjuicio de algunos grupos, allí conocidos como “intocables” desborda lo meramente étnico, como el color de la piel. Se trata, más bien, de un concepto religioso que el hinduismo relaciona con el karma y que genera una especie de resignada pasividad en esos estamentos: lo referente a la reencarnación.

 

Para concluir: puede haber castidad aun sin cumplir con aquella pre-condición del celibato (si, como se ha aclarado, este solo significa soltería). Se puede ser soltero, por otra parte, sin que ello obligue a abstenerse de mantener relaciones, pues ello depende ya de valores personales como la fidelidad o el compromiso. “Ser puro” puede ser también un concepto personal y subjetivo; tampoco es una obligación: obligar a ejercitar esa “pureza” sonaría antinatural. Ser “puro”, célibe o soltero es una opción, nadie debería estar obligado a ello. Como todo en la vida, lo que cuenta es practicar y mantener una ética responsable.


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14 octubre 2025

Tiempos de “bullshit” *

  * Escrito por Isabel Coixet, para El País de España. Condensado por espacio para Itinerario Náutico.

Hace 20 años, cuando Harry Frankfurt nos regaló su pequeña joya Sobre la mierda del toro —perdonen la traducción directa, pero es la única honesta—, el mundo parecía un lugar más predecible. Más ingenuo, tal vez. Creíamos que las mentiras tenían una forma reconocible, que verdad y falsedad eran territorios claramente delimitados, como esos mapas antiguos donde lo desconocido se marcaba como “aquí hay dragones”. Qué equivocados estábamos.

 

Frankfurt (que publicó en los 80), con esa precisión quirúrgica que caracteriza a los grandes pensadores, nos alertaba sobre algo más insidioso que la mentira: la indiferencia ante la verdad. El bullshitter, decía, no miente por su relación torturada con la realidad, sino porque esta le resulta irrelevante; forma de violencia epistemológica que ahora reconocemos en cada debate político, en cada conversación familiar que termina en portazo. Pienso en ello mientras camino por Manhattan una mañana cualquiera. Los altavoces vomitan un flujo de información que ya no aspira siquiera a lo verosímil. Solo a ser viral, memorable o rentable.

 

El asesinato de Charlie Kirk, bullshitter por antonomasia, llorado por bullshitters profesionales y elevado a la categoría de mártir, es una prueba más del triunfo de esa realidad paralela en que nos han obligando a vivir. Ver al director del FBI atribuirse el mérito de la captura del presunto culpable, cuando sin la denuncia del padre aquella no se hubiera producido, es un espectáculo que produce vergüenza ajena, aunque no tanta como la repugnante satisfacción con que los republicanos acusan del crimen a la “izquierda radical” (?) a las feministas, a los trans, a los emigrantes, a los comunistas y por qué no, a mi tía Rosario, ya puestos.

 

Todo menos admitir que la muerte de Kirk es consecuencia del bíblico y sarnoso culto a las armas, en un país que está viendo desaparecer su democracia en caída libre. El mentiroso, al menos, honra la verdad con su traición; sabe qué oculta o tergiversa. Hay algo casi romántico en esa relación conflictiva pero íntima con los hechos. El bullshitter, en cambio, habla desde un vacío moral donde las palabras son herramientas para conseguir un efecto, como un director de cine que solo se preocupa por el impacto visual sin importarle si la historia tiene sentido.

 

Y aquí estamos, lo vemos en los políticos que cambian de discurso según la audiencia, no porque hayan evolucionado en su pensamiento, sino porque han calculado qué palabras generarán más likes, más votos, o poder. Lo vemos en las redes sociales, donde la veracidad importa menos que su capacidad de confirmar nuestros prejuicios. Lo vemos, con una tristeza particular, en el periodismo que se ha rendido a los algoritmos y produce titulares diseñados para provocar indignación antes que comprensión. Pero Frankfurt no era un pesimista. Era algo más valioso: sabía diagnosticar. Y ello cobra urgencia en estos tiempos de polarización, cuando hemos perdido consenso sobre qué es verdad, por qué la verdad debería importarnos.

 

El bullshitter, advertía, es antidemocrático. La democracia requiere gente capaz de evaluar argumentos, de cambiar de opinión ante nuevas evidencias, mantener diálogos sobre temas complejos. Pero cuando el discurso se contamina por despreciar los hechos, y las palabras se vacían de significado, la democracia se convierte en teatro donde los actores han olvidado el guion e improvisan para arrancar aplausos. Me pregunto si Frankfurt intuía que viviríamos tiempos en los que un tweet influiría más en la opinión pública que años de investigación periodística. Que veríamos a líderes gobernar a golpe de eslogan, tratando los hechos como material maleable, como arcilla que se puede moldear según las necesidades del momento.

 

La genialidad del autor fue identificar que el problema no estaba solo en la proliferación de mentiras, sino en la erosión de la idea de que la verdad importa. Y esa erosión, que parecía un fenómeno académico, hoy es una crisis civilizatoria. Es, en estos momentos de confusión, que esa lucidez resulta más necesaria. Su trabajo ofrece un léxico para nombrar lo que estamos viviendo, y nombrar es el primer paso para resistir. Nos recuerda que distinguir entre verdad y falsedad no es un lujo intelectual, sino una necesidad democrática. Veinte años después, On Bullshit no es solo un texto brillante; es un manual para sobrevivir en tiempos tóxicos. Una brújula moral para navegar un mundo donde las palabras han perdido su ancla con la realidad.

 

Y tal vez, solo tal vez, sea también una invitación a recuperar algo que hemos perdido por el camino: el respeto por la verdad como valor en sí, independientemente de si nos resulta cómoda o incómoda, rentable o costosa, popular o no. Porque al final, como nos enseñó Frankfurt, el bullshit no es solo ruido. Es silencio disfrazado de palabras. Es la ausencia de sentido pretendiendo ser discurso. Y contra eso, contra esa nada que se disfraza de todo, solo tenemos una herramienta: la insistencia obstinada, casi heroica, en que las palabras importan, en que la verdad importa, en que todavía es posible —y necesario— hablar en serio.


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10 octubre 2025

Que “ochenta años” no es nada

Es el “más joven” de mis hermanos mayores (acaba de cumplir 80 años); no lo parece, pues pudiera decirse que es unos diez años menor (bien pensado, su edad me hace recordar aquel adagio, el de que “quien va al anca no va atrás”). Siempre ha procurado vivir en forma frugal y sencilla. No sé si cree en eso que tantos llaman “felicidad” pero barrunto que solo persigue (y conserva) en la vida un sentido de tranquilidad; la enfrenta sin hacerse vanas ilusiones.

Su secreto es más bien simple: Alfonso es inteligente, tiene firmes principios y valores; habla en ocasiones para expresar lo que siente, pero su inteligencia le sugiere cuándo debe decirlo y, también, cuándo es preferible postergar lo que quiere decir o, incluso, callar… Creo que ha descubierto que no es buena fórmula aquello de buscar la felicidad con valores ajenos, ni decir a los otros cómo han de ser felices, si habrán de emplear los valores que él defiende.

 

Hace pocos días, los miembros de su familia inmediata organizaron un sentido homenaje; hubo un momento en que uno de sus vástagos –quien hacía de anfitrión– pidió a sus tíos, ubicados entre los ahí presentes, que dijeran unas pocas palabras, refiriéndose a recuerdos o episodios mutuamente compartidos con su padre, o su impresión respecto a la manera en que él había enfrentado sus vicisitudes o a su actitud ante la vida. Para entonces ya había yo caído en cuenta que la cualidad que la gente más admiraba en él era su sentido de la prudencia. Esa es una virtud natural en él, que surge espontánea, como si siempre hubiese leído a Séneca o a Baltasar Gracián, ese jesuita aragonés que fuera desafecto a los votos de obediencia.

 

Ochenta años se dice rápido. Mientras yo dirigía unas breves palabras de homenaje, pude advertir que así como en francés veinte (20) se dice vingt (se pronuncia vant), ochenta (80) se dice quatre-vingt (catre-vant), es decir cuatro veintes o, si se prefiere, cuatro veces veinte. Aún más curioso –comenté– resulta noventa (90), que se dice quatre-vingt-dix (catre vant diz) que literalmente significaría “cuatro veintes diez” o, realmente, cuatro veces veinte más diez… Pero esa misma y extraña casualidad no termina ahí: en inglés existe también una palabra que quiere decir marcador, o anotar (como en lograr un gol) e incluso partitura musical; es el sustantivo “score” que, curiosamente, también significa veinte, grupo de veinte o alrededor de veinte…

 

Consultando “cómo así” es que score ha tomado tal sentido, me he topado con una interesante explicación. Transcribo lo que he encontrado en mi testaruda indagación: El vocablo "score" significa veinte porque su origen está en un sistema de recuento antiguo, donde se hacía una muesca, o corte, en un tronco, por cada veinte artículos contados, como ovejas o bebidas. Esa palabra, que viene del nórdico antiguo "skor" (que significa marca, muesca o corte), pasó hace unos 700 años (siglo XIV) al inglés antiguo como "scoru", para también representar veinte. Con el tiempo, el significado de “score”, evolucionó de muesca a la cantidad de dos decenas –que representaba– y de ahí a otros significados, como un punto ejecutado, un recuento deportivo y hasta una composición musical. Así, score pasó a representar la base del sistema vigesimal.

 

Es comprensible que el uso se expandió para representar el acto de efectuar un conteo (como los alimentos en una taberna o los troncos cortados de madera); o para expresar la cantidad total de lo que se había contado, o incluso una partitura musical (líneas escritas de música); todo ello estaría derivado del concepto original de “hacer una marca o corte”. Ya en nuestros días, acostumbrados como estamos a usar sistemas con base 10, 12 o 60, esto puede resultar extraño, y hasta un tanto anticuado, pero era muy común y utilizado en esos días. Ese fue un sistema de computo celta que influenció en otros métodos como el irlandés y el galés. Y es la misma razón por la que la numeración ha mantenido palabras derivadas de veinte en el francés.

 

De mi propia experiencia, estoy persuadido de que score no es utilizado (o, si lo es, muy poco) en los Estados Unidos; tiene, más bien un uso británico (recién lo he encontrado con relativa frecuencia en una novela escrita hace más de doscientos años en Inglaterra). Score es una palabra que ha sido utilizada para representar veinte, cuarenta, sesenta, ochenta e, incluso, noventa: “…he has been dead and laid in his grave above fourscore and ten years…”. Pero también hay algo más: “score” es un verbo que se utiliza para significar “hacerse un levante” (una conquista)…


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