02 agosto 2025

La Plaza de Iñaquito *

  * Título original: La demolición de la memoria.  Escrito por: Mauricio Riofrío Cuadrado

En Quito, ciudad de conventos, campanas y contradicciones, la modernidad ha decidido pasar la retroexcavadora por la historia, se ha confirmado lo que muchos temían y otros esperaban con ese fanatismo posmoderno que confunde civilización con demolición: la Monumental Plaza de Toros de Iñaquito, inaugurada en 1960, será destruida. No renovada, no reinterpretada, no resignificada, será simplemente, reducida a polvo, como se borran los recuerdos incómodos o los abuelos que ya no combinan con el sofá minimalista de la casa.

 

El progresismo mal entendido, el animalismo de pancarta, el desarrollismo inmobiliario y la estética anodina del shopping, han hecho causa común para sepultar uno de los espacios culturales más significativos de la hispanidad en los Andes. No se demuele una plaza, se demuele una época; y ellos lo hacen con la sonrisa de satisfacción de quienes creen que demoler una tradición es el acto más sublime del progreso. Lo hacen luego de que se llenaron los bolsillos y elevaron su ego cuando adquirieron un status que nunca merecieron, son tan pobres que solo tienen dinero…

 

¿Pero quién necesita una plaza de toros cuando se puede tener un centro comercial con nombres en inglés, cafés veganos y toros de peluche ecológico? ¿Quién va a llorar por un coso taurino si tenemos influencers que defienden la biodiversidad mientras se toman selfies con sus bulldogs franceses en la Mitad del Mundo? El Quito de hoy, ya no tolera la contradicción, la tensión, el rito, solo acepta lo deslactosado, lo plano, lo repetible.

 

En 1960, cuando se inauguró la plaza, Ecuador apenas aprendía a soñar con la modernidad, la obra fue una afirmación de identidad, de continuidad cultural de una tradición hispanoamericana viva, donde lo trágico y lo bello se fundían en la arena. En América, la tauromaquia fue siempre mucho más que sangre y capotes: fue símbolo, honor, ritual, arte, duelo entre lo humano y lo animal, lo cual nunca supieron distinguir, ni valorar, aquellos adoradores del becerro de oro, mercaderes arrogantes por fuera y simplones sin fondo por dentro.

 

Por la Monumental Plaza de Quito pasaron artistas, poetas, pintores, políticos, toreros de leyenda, cronistas de alcurnia, pero sobre todo pasó el pueblo, con su proverbial sal quiteña, su bondad y su inteligente agudeza para diferenciar entre el espectáculo y el ritual, se divertía con lo primero y se emocionaba con lo segundo.

 

¿Y ahora qué? ¿Vamos a destruir todo espacio que no se acomode a los requisitos morales del momento? ¿Borramos también la mitad del Centro Histórico porque no está habitado? o el convento de San Francisco porque no tiene rampa para bicicletas eléctricas?

 

El rumano Emil Cioran entre sus disquisiciones sobre el desencanto del porvenir escribió: “El futuro es ese lugar vulgar donde todo lo sublime muere.” Y tenía razón. La Plaza de Toros no murió por la fuerza del tiempo, sino por la vulgaridad del presente, la de una clase política que fungía de revolucionaria cuyos líderes ahora están prófugos, presos y procesados por corruptos y ahora hasta por violadores sexuales. Destruyeron lo que no comprendían.

 

A los promotores de esta demolición les vendría bien leer a Octavio Paz: “La modernidad no es un hecho, es una idea. Y como idea, se pervierte cuando se vuelve dogma.” Hemos hecho de lo nuevo un ídolo y como todo los ídolo, exige sacrificios. Hoy le toca a la Plaza de Toros, mañana será el turno de otro símbolo que no encaje con el edulcorado paisaje de esta ciudad que, en nombre de no molestar, ya no conmueve a nadie porque simplemente eligió el olvido...

 

¡Aplausos para la retroexcavadora! Es el emblema, sin alma, de la nueva Escuela Quiteña.

 

Si hubieran vivido en aquella época, Pabel y los hermanos Dalton, hubiesen fulminado a Miguel de Santiago, Manuel Chili “Caspicara” y Bernardo de Legarda…


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31 julio 2025

Semántica de 'atorrante'

Resulta fascinante el significado que tienen las palabras. Más fascinante aún, la evolución que sus sentidos tienen, siempre en acuerdo con la época y el lugar donde aquello va ocurriendo.

 

Hablábamos el otro día del reciente Mundial de Clubes y coincidíamos en su aparente éxito, a pesar del arbitrario sistema de selección, del calor reinante (aunque poco se puede hacer con relación al clima, que no sea escoger mejores horarios o estadios más adecuados). En cuanto a lo primero, hubo una cierta disparidad en el nivel de algunos equipos, incluyendo uno cuya participación pudo estar motivada por factores que giraban alrededor de la imagen que genera un solo jugador o el propósito de promocionar mejor el fútbol (soccer) en los Estados Unidos.

 

Fue inevitable argumentar que el criterio de dicha selección no debió ser afectado por el impacto financiero de un determinado jugador, sino por la voluntad de propender a un nivel más competitivo y equilibrado, que propenda no solo a satisfacer la calidad de la competición sino a asegurar el prestigio del certamen. Al mencionar a ese jugador utilicé el sustantivo “atorrante”, pues me parecía cargante que se le siga dando tanta relevancia a pesar de su evidente declive. Lo dije con el sentido de pesado o cansino, nunca con el de vago o dormilón, o con el del sinvergüenza que va de aquí para allá, aprovechándose de los demás, a cuenta de su pretendida fama.  

 

Pude darme cuenta ipso facto –al recibir un comentario discrepante– no solo que el término goza de una plétora de significados distintos, y hasta opuestos, sino que muchas personas, basándose en una aparente cercanía fonética confunden atorrante con arrogante… En efecto, el argumento que se me esgrimió era que el interfecto o aludido era, más bien, bastante humilde. Estoy seguro que si conducimos una encuesta y consultamos por el sentido que corresponde al vocablo ‘atorrante’, y proporcionamos diversas alternativas (como vago, arrogante, pesado, sinvergüenza, aprovechado e insufrible) habremos de recolectar un sorpresivo caleidoscopio de opiniones (pruébelo usted mismo, pero le recomiendo admitir una sola respuesta).

 

Me permito aquí una digresión adicional: pudiera haber una leve variación en el sentido de la voz, dependiendo de si se la usa como adjetivo o sustantivo. Asimismo, sería importante no confundir lo particular con lo universal, pues todo arrogante es un pesado, pero: no por el solo hecho de ser pesado, todo pesado es necesaria y definitivamente un arrogante… He de coincidir con la mayoría en que hay palabras que al ser escuchadas, no nos queda más (y mejor) alternativa que atinar a preguntar con oportunidad con qué sentido se las utiliza…

 

Es probable que sea la zona del río de la Plata donde más se usa el vocablo en referencia. Para un diccionario del lunfardo argentino que he consultado, ‘atorrante’ es un vocablo que significa “holgazán, sinvergüenza, vago que anda de un lado a otro, sin oficio”. Dice también que el verbo “atorrantear” es “vagar sin oficio, ociosamente”; y define “atorrar” como dormir; y “atorro” como sueño. Bien habría dicho Enrique Santos Discépolo que “Lo que muchos llaman lunfardo es el brillo de la imagen popular, una nueva forma de metáfora; es el lenguaje propio de la canción”, epígrafe que encuentro en el Diccionario etimológico del lunfardo de Oscar Conde.

 

El diccionario de la Real Academia parece más bien refrendar el sentido que se da al término en el sur del continente; dice que viene del dialectal atorrar ‘haraganear’ y que significa vago u holgazán; o desfachatado y desvergonzado. Habremos de coincidir en que, aun en el caso de que ese significado sea el correcto, su definición estaría incompleta: existen muchos otros usos en los distintos países para dar un significado a esa misma palabra. De acuerdo con la Wikipedia, si bien en algunos países atorrante es un individuo sin domicilio fijo, un vagabundo o un mendigo; en otros, en cambio, se usa para describir a alguien pesado, necio o molesto. Se trataría de una persona cargante, fastidiosa e inoportuna: un pelma (apócope de pelmazo).

 

No descarto tampoco que el vocablo pudiera tener origen en el latín (torrare quiere decir asar o tostar). A pesar de su incierta etimología, parece ser una voz utilizada en varias regiones del norte de España con carácter coloquial (en euskera, ‘atorra’ significa camisa)… Tostón (de tostar) sería el paradigma de lo aburrido y bien pudo haber dado lugar a voces como ‘tórrido’ (pesado, agobiante, insufrible, insoportable) o, incluso, torrente (corriente impetuosa).



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28 julio 2025

Explorando El Quijote

“En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres (cuartas) partes de su hacienda”. Cervantes, El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha.

 

Asistí a un sepelio hace pocos días. Y, mientras un familiar efectuaba al elogio fúnebre, mencionó algo que pronto relacioné con mis lecturas de El Quijote. Se refirió él a una pócima de los tiempos de las novelas de caballería: el famoso “bálsamo de Fierabrás”. De inmediato me prometí que, una vez llegado a casa, revisaría la naturaleza de esa poción o brebaje y quién mismo habría sido tan conspicuo personaje. Una vez en casa y puesto a cumplir con mi tarea, caí en cuenta que ubicar aquello en las varias ediciones que poseo, hubiese constituido no solo una ímproba faena, sino que era más fácil “bajar” el texto digital y utilizar la herramienta requerida…

 

Así fue como di con la expresión en el Cap. X de la Primera parte en la que don Quijote confiesa a Sancho la existencia de ese raro bálsamo y le confía que conoce la fórmula para elaborarlo. En el Cap. XVII Alonso Quijano pide que le preparen el mágico mejunje; más tarde, Cervantes relata los contradictorios efectos que el nauseabundo potingue (vino, aceite, romero y sal) produjo, tanto en el disparatado caballero como en su fiel escudero: aquél padece de vómitos y sudores; este, de efectos laxantes y siente la cercanía de la muerte… El bálsamo resulta así un falso remedio, una suerte de placebo, una fraudulenta panacea sin resultado confiable.

 

En el Medioevo habrían abundado los remedios preparados en botica (bálsamos, ungüentos, emplastos, aceites reparadores); estos eran de uso tópico o de ingestión oral, que se fabricaban con diversas substancias y estaban destinados a curar heridas y más enfermedades. Para el caso del bálsamo de Fierabrás, era necesario usar romero, hierba a la que se han atribuido múltiples propiedades, siendo un conocido colerético, diurético y espasmolítico. En Italia (siglo XVI), habría existido también un producto similar: lo llamaban bálsamo de Fioravanti, habría estado compuesto por trementina, incienso, mirra, resina, clavo, jengibre, canela y laurel. Le atribuyeron propiedades portentosas. Quién sabe, quizá inspiró el nombre de nuestra gaseosa vernácula…

 

Fierabrás, por su parte –del francés Fier-à-bras–, significaría tener «brazo bravo», «fanfarrón, o bravucón». Sería, en versión castellana, un personaje legendario –y por tanto ficticio– que ya figuró en los cantares de gesta del ciclo carolingio y en las hazañas de los doce Pares de Francia. Hijo de un rey de Alejandría, lo describen como un guerrero sarraceno de enorme estatura, incalculable fuerza y bondadoso corazón; muy diestro en el manejo de las armas.

 

Pero no ha sido sino hace unas pocas semanas que escuché en un programa político, que un facultativo, propietario de una importante clínica guayaquileña, utilizaba una conocida frase que yo había leído que NO pertenecía a Don Quijote de la Mancha y, tampoco, por lo tanto, a Miguel de Cervantes. Era aquella que con frecuencia se le atribuye: “Los perros ladran, Sancho. Señal es de que avanzamos”. Del igual manera, tomé los textos de las dos partes (en la versión de la Comisión de Monumentos Históricos y Artísticos del Ayuntamiento de Toledo - 1859) y me di al cometido de intentar esa búsqueda con la misma frase u otras parecidas, y aun probar con palabras como perro y algunos modos de los verbos ladrar, avanzar y cabalgar: ¡pero nada!

 

Del mismo modo que con la primera referencia (la relacionada con Fierabrás), que la encontré en la página de theconversation.com, esta otra, la referente a los supuestos perros ‘ladrones’ la obtuve del blog de la escritora Sandra Flores. Allí corroboré que tal autoría –la de Cervantes– era realmente un mito. Tal parece que hacia 1808, fue Johann Wolfgang von Goethe quien publicó un poema que tituló “Labrador”, cuya letra dice: “Cabalgamos por el mundo / En busca de fortuna y placeres / Mas siempre atrás nos ladran / Ladran con fuerza… / Quisieran los perros del potrero / Por siempre acompañarnos / Pero sus estridentes ladridos / Solo son señal de que cabalgamos.

 

En 1916, Rubén Darío habría usado la misma frase (quizá en uno de sus impulsos creativos): “Deja que los perros ladren Sancho, es señal de que avanzamos”. Habría sido ese, su modo de responder a quienes lo denostaban por su origen mestizo. En ese blog se dice que la fuente de la frase, más bien pudiera estar en un antiguo proverbio turco o, aun, en una sentencia de origen griego…



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25 julio 2025

El arte de la digresión

Era inglés. Quiso la casualidad que naciera en el sur de una isla que antes se llamó Reino de Irlanda. Lo bautizaron de Laurence (no Lawrence ni Lorenz) y su apellido era Sterne. Vino al mundo bajo el signo de Sagitario, hacia el final de noviembre de 1713. Nacía cien años después de que un lisiado de su mano izquierda publicara la segunda parte de su Ingenioso Hidalgo. Nadie se imaginaría que tendría una vida bastante corta: murió a los 54 años.

A los 24 fue ordenado de diácono; a los 25 ya era sacerdote anglicano. Cometió matrimonio a los 28 y cuentan que tuvo una serie de aventuras extramaritales que le otorgaron fama de libertino. Fue escritor y humorista; autor de una novela –curiosamente desconocida por muchos– que lleva por título La vida y opiniones de Tristram Shandy, caballero. Fue pobre gran parte de su vida; prolífico escritor de sermones y panfletos políticos, dominó la sátira con el ejemplo de Rabelais (Voltaire diría que lo superó) e incursionó en la novela inspirándose en Cervantes. Influyó en el estilo de un gran número de importantes escritores que vendrían luego. Representaría la resurgencia del “lúcido cultivado”. Goethe lo elogió como “el más soberbio espíritu que jamás haya vivido”…

 

Llegué a Sterne gracias a Javier Marías. Él tradujo el Tristram Shandy; Marías comentaba que para Nietzsche esa era la novela "más libre" de todos los tiempos. Un día, buscando una lista de las mejores novelas jamás escritas, di con una selección de Arthur Schopenhauer: la incluía entre las cuatro mejores… Ingenioso y erudito, Sterne utiliza el humor, la digresión y las insinuaciones (innuendos, en inglés) para entretener y cautivar a quien sigue sus hilarantes historias. Tristram Shandy es realmente un cuento largo, un cuento interminable, una historia que no parece terminar nunca. Sterne es uno de los precursores de la literatura experimental, entendida como aquella que desafía a los cánones y se interroga a sí misma; que reta las convenciones y prueba nuevas técnicas y artificios.

 

Nada hay que caracterice mejor su estilo que sus frecuentes digresiones. Son interrupciones que cortan la estructura linear del relato, que no siguen un orden temporal. No bien Sterne empieza a contar una historia o trata de reiniciarla, cuando de pronto la suspende con la promesa de volverla a retomar (¿no nos pasa lo mismo cuando contamos una anécdota, o conversamos?). O, como él mismo lo expresa: “Ningún autor… presumiría de saberlo todo: el verdadero respeto que se puede dar a la comprensión del lector, es proporcionar solo parte de algunos asuntos (…) y dejarle a él algo para imaginar por sí mismo”. Esa habría sido su divisa, según explica Marías: "I progress as I digress", escribió; o lo que es lo mismo: "Progreso con las digresiones": avanzo el relato a través de ellas.

 

Se ha dicho de Sterne que fue uno de esos autores que se contentó con escribir una sola gran obra (un ‘One-hit wonder’), al estilo de el Arcipreste de Hita en el XIV (El libro del buen amor); o, Emily Brönte (Cumbres borrascosas); o, J.D. Salinger (El guardián entre el centeno); o, un Boris Pasternak (Doctor Zhivago), autor este cuyo solitario esfuerzo le valdría ese premio Nobel que nunca aceptó. Pero no seamos injustos: tiene para muchos otra obra que quizá sea mejor reconocida: se llama Viaje sentimental por Francia e Italia. Así y todo, Tristram Shandy es su libro más buscado; hoy el título ha entrado en el vocabulario popular inglés para describir a los individuos de sorprendente imaginación e ideas geniales e inusitadas.

 

Javier Marías también reconoció que: “Tristram Shandy puede ser considerada la novela más cervantina posterior al Quijote y que es el precedente más claro y directo del Ulises de Joyce: tanto por la complejidad de su estructura, como por su excéntrica ambición; por su carácter innovador e irrespetuoso, y por la dificultad de su lenguaje; por sus endiablados juegos de palabras y su disparatada erudición; así como por sus atrevimientos sintácticos, tipográficos o su peculiar puntuación; por su incesante humor… para muchos intraducible. No puedo dejar de recordar que Sterne fue un precursor del flujo de conciencia (el monólogo interior).

 

Nota: hay párrafos que pudieran prescindirse en la novela (los sermones, por ejemplo). Son pasajes que si no invitan al tedio, solo aportan a hacer más extensa la obra. Renunciar a ellos (no suprimirlos) pudiera hacer la lectura más ágil, y permitirnos disfrutar más de la narrativa. Tampoco debería disociarse la obra de su contexto histórico (la novela se escribió hace casi 300 años…). Yorkshire, lugar donde se desarrolla la trama, significa condado de York. No debe decirse por tanto ‘condado de Yorkshire’ (‘shire’ ya significa condado).


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22 julio 2025

Declaraciones y monólogos *

 * Escrito por Álex Grijelmo para la revista Babelia. Título original: Sin preguntas no hay rueda (de prensa).

Vi y oí con estupor que en multitud de medios se denominaba “rueda de prensa” al monólogo (mejor llamarlo así) ofrecido el 5 de junio por Leire Díez, entonces ya ex militante del Partido Socialista Obrero Español, PSOE, protagonista de una de esas grotescas comedias políticas de gran impacto que enseguida nos hacen olvidar a la anterior y que a su vez quedan relegadas por la siguiente.

 

La falta de respeto en el periodismo de hoy hacia el idioma está alcanzando cotas que reflejan la degradación general del oficio. Porque todo va junto. Las construcciones sintácticas deficientes, las repeticiones de vocablos, la ausencia de voluntad de estilo, la pobreza léxica, el abuso de anglicismos innecesarios y a menudo incomprensibles incluso para quienes saben inglés… forman una combinación de defectos que conduce a la falta de rigor semántico y a la consecuente manipulación de las palabras.

 

“Rueda de prensa” se define con claridad en el Diccionario de las academias: “Reunión de periodistas en torno a una figura pública para escuchar sus declaraciones y dirigirle preguntas”. Por tanto, no se puede hablar de “rueda de prensa” si se ha prohibido a los informadores interpelar a la persona convocante.

 

Esta locución se basa en dos sustantivos muy transparentes: “rueda” y “prensa”. “Rueda” se vincula aquí con la séptima acepción del vocablo, relativa a “turno, vez, orden sucesivo”, y que evoca por tanto una serie de preguntas planteadas en orden siguiendo un turno; en concurrencia con su segunda acepción: “círculo o corro de personas o cosas”; en este caso de periodistas. O sea, de prensa. Todo clarísimo.

 

Por tanto, no se puede tratar como “rueda de prensa” la farsa montada por Leire Díez, ni tampoco las situaciones similares protagonizadas por otros políticos o personajes públicos que no admiten preguntas. Algunos periodistas combinaron esa expresión inadecuada con otra también sospechosa: “comparecencia”. El significado tradicional de esta palabra (desde el primer diccionario académico, en 1729) requería la convocatoria de un juez o de un superior jerárquico. En 1956 se extendió a citaciones como las de una autoridad en general o un Parlamento. Y en 1992 se empieza a notar la influencia del periodismo, porque ya desaparece de la definición incluso el matiz de que para comparecer hace falta ser convocado.

 

Con los años, el uso de los medios ha desvirtuado el contenido histórico de esta palabra (su significado), pero ha mantenido la carcasa de prestigio (su significante) de cuando “comparecer” implicaba cumplir una orden. Sin embargo, los personajes ya no comparecen porque los convoque una autoridad sino que convocan ellos a quien les da la gana, y además ponen condiciones: por ejemplo, la ausencia de preguntas, la duración del acto o el lugar; y la altura del convocante respecto de los demás asistentes: en un plano superior, y no al revés como sucedía en las comparecencias judiciales o ante una autoridad. El compareciente de ahora manda, el de antaño obedecía.

 

Las degradaciones de “comparecencia” y “rueda de prensa” van paralelas, pues, a la degradación de la política y, con ella, a la del periodismo, cada vez más supeditado en su léxico a las conveniencias de otros, cada vez menos rebelde ante el vocabulario ajeno. Ciertos periodistas han olvidado que quien no reflexiona sobre el lenguaje del poder queda indefenso ante él; y acaban pasando por alto que hablar de una rueda de prensa sin preguntas viene a ser algo así como imaginar una rueda cuadrada.


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18 julio 2025

Una cultura de estacionamiento

No, no te vayas, más bien dame crédito cortésmente por un poquito más de sabiduría de la que exhibe mi apariencia —y mientras seguimos, o ríete conmigo o de mi, o en suma haz cualquier cosa— solo conserva tu buen talante Laurence Sterne. Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy. 

La señal de ‘No Estacionar’ no solo es uno de los símbolos más reconocibles que existen: es un elemento que aporta a la seguridad vial, al respeto de la propiedad privada y a la adecuada convivencia en sociedad. Se me ocurre que es tan precaria nuestra cultura de correcto estacionamiento vehicular que no solo que su exigencia debería fortalecerse, sino que amerita la creación de un símbolo que recuerde la obligación de estacionar correctamente.

Así como se puede medir el grado de desarrollo de una sociedad por la condición de sus aceras, así también pudiéramos calificar su grado de cultura por la forma disciplinada, ordenada y respetuosa con que la gente sepa ubicar en forma adecuada sus vehículos en los espacios disponibles. La realidad, por desgracia, es que somos una sociedad de conductores que ni siquiera sabe estacionar. ¡Qué digo! No es que no lo sabemos: no nos importa. Nos vale un soberano rábano estacionar de manera correcta. Parece que no nos interesa hacerlo bien.

 

Hace poco comentaba la incredulidad que siento cuando voy por las mañanas a la panadería y puedo observar el ánimo díscolo de la gente que utiliza los estacionamientos asignados: casi nadie ubica su vehículo dentro del espacio que está marcado; unos se montan en medio de dos espacios; otros estacionan en forma oblicua y no faltan quienes incluso se ubican en forma transversal con el pretexto –imagino yo– de que “ya mismo se van”… Con ello, se crea todo un relajo porque todos paran como les da la gana. Sí, “paran” (no se estacionan) pues a nadie se le ocurre estacionarse en forma racional y exacta, sin ese ánimo mezquino de no dar importancia al perjuicio ajeno (¿no es este un asunto de nobleza?), de preocuparse por considerar la comodidad de los demás.

 

Tampoco a los propietarios de los negocios parecería importarles, es como si esa costumbre indócil y rebelde no afectaría a su propio beneficio, como si ese orden no fuera parte del mismo, como que no les va ni les viene, como si más bien, el desorden tolerado es solo evidencia de que “hay buen negocio”, muestra de que la gente compra; de que a ellos sí les va bien… A nadie se le ocurre ni pintar ni delimitar esos espacios ni poner un anuncio para urgir a los usuarios que estacionen correctamente, que lo hagan bien. Sospecho que, en el fondo, recelan de que para qué han de ponerlo si pudiera ser un esfuerzo inútil, si los díscolos y reacios tampoco lo habrían de respetar.

 

Ni qué pedirles que lo hagan en reversa, por su propio beneficio, por su propia seguridad. Si bien lo pienso, muchos no estacionan en reversa no solo porque no sepan hacerlo sino porque al reducir la velocidad para estacionarse, temen tener que lidiar con la impaciencia, ansiedad y actitud hostil de quien viene por detrás. La mayoría actúa como si nunca necesitaría hacer lo mismo, como si aquel prurito, el de estacionar en forma correcta, sería una forma abusiva, una forma incivilizada de ignorar la comodidad del atolondrado que viene atrás… Vivimos apresurados y ansiosos; solo nos interesa asegurar nuestra prioridad; no nos preocupa ni el tiempo ni la comodidad ajena. A nadie se le ha ocurrido iniciar una sencilla campaña, en pro de la consideración, el sentido comunitario y la civilizada convivencia; una cruzada que nos estimule a vivir en armonía y sosiego, disfrutando de una mejor calidad de vida.

 

Sin embargo, para conseguirlo, debemos respetar a los otros y tratarlos con gentileza. Solo así recibiremos, como contrapartida, un trato civilizado, respetuoso y cordial. Sí… aunque, por lástima, parece más bien una utopía, pero qué bonito sería… Seríamos un país de gente más tranquila y solidaria; un pueblo habitado por gente convencida de que solo el respeto mutuo nos hará merecedores de nuestros derechos, con el compartido y recíproco disfrute de todos aquellos privilegios que nos otorga nuestra libertad. Por ello, propongo crear un sencillo símbolo; consistiría en un rectángulo con un vehículo superpuesto inclinado hacia cualquier lado, con una línea cruzada diagonal para dar a entender que se encarece estacionar con la debida prolijidad.


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