* Escrito por Isabel Coixet, para El País de
España. Condensado por espacio para Itinerario Náutico. 
Hace 20 años, cuando Harry Frankfurt nos regaló su pequeña joya Sobre la mierda del toro —perdonen la traducción directa, pero es la única honesta—, el mundo parecía un lugar más predecible. Más ingenuo, tal vez. Creíamos que las mentiras tenían una forma reconocible, que verdad y falsedad eran territorios claramente delimitados, como esos mapas antiguos donde lo desconocido se marcaba como “aquí hay dragones”. Qué equivocados estábamos.
Frankfurt (que publicó en los 80), con esa precisión quirúrgica que caracteriza a los grandes pensadores, nos alertaba sobre algo más insidioso que la mentira: la indiferencia ante la verdad. El bullshitter, decía, no miente por su relación torturada con la realidad, sino porque esta le resulta irrelevante; forma de violencia epistemológica que ahora reconocemos en cada debate político, en cada conversación familiar que termina en portazo. Pienso en ello mientras camino por Manhattan una mañana cualquiera. Los altavoces vomitan un flujo de información que ya no aspira siquiera a lo verosímil. Solo a ser viral, memorable o rentable.
El asesinato de Charlie Kirk, bullshitter por antonomasia, llorado por bullshitters profesionales y elevado a la categoría de mártir, es una prueba más del triunfo de esa realidad paralela en que nos han obligando a vivir. Ver al director del FBI atribuirse el mérito de la captura del presunto culpable, cuando sin la denuncia del padre aquella no se hubiera producido, es un espectáculo que produce vergüenza ajena, aunque no tanta como la repugnante satisfacción con que los republicanos acusan del crimen a la “izquierda radical” (?) a las feministas, a los trans, a los emigrantes, a los comunistas y por qué no, a mi tía Rosario, ya puestos.
Todo menos admitir que la muerte de Kirk es consecuencia del bíblico y sarnoso culto a las armas, en un país que está viendo desaparecer su democracia en caída libre. El mentiroso, al menos, honra la verdad con su traición; sabe qué oculta o tergiversa. Hay algo casi romántico en esa relación conflictiva pero íntima con los hechos. El bullshitter, en cambio, habla desde un vacío moral donde las palabras son herramientas para conseguir un efecto, como un director de cine que solo se preocupa por el impacto visual sin importarle si la historia tiene sentido.
Y aquí estamos, lo vemos en los políticos que cambian de discurso según la audiencia, no porque hayan evolucionado en su pensamiento, sino porque han calculado qué palabras generarán más likes, más votos, o poder. Lo vemos en las redes sociales, donde la veracidad importa menos que su capacidad de confirmar nuestros prejuicios. Lo vemos, con una tristeza particular, en el periodismo que se ha rendido a los algoritmos y produce titulares diseñados para provocar indignación antes que comprensión. Pero Frankfurt no era un pesimista. Era algo más valioso: sabía diagnosticar. Y ello cobra urgencia en estos tiempos de polarización, cuando hemos perdido consenso sobre qué es verdad, por qué la verdad debería importarnos.
El bullshitter, advertía, es antidemocrático. La democracia requiere gente capaz de evaluar argumentos, de cambiar de opinión ante nuevas evidencias, mantener diálogos sobre temas complejos. Pero cuando el discurso se contamina por despreciar los hechos, y las palabras se vacían de significado, la democracia se convierte en teatro donde los actores han olvidado el guion e improvisan para arrancar aplausos. Me pregunto si Frankfurt intuía que viviríamos tiempos en los que un tweet influiría más en la opinión pública que años de investigación periodística. Que veríamos a líderes gobernar a golpe de eslogan, tratando los hechos como material maleable, como arcilla que se puede moldear según las necesidades del momento.
La genialidad del autor fue identificar que el problema no estaba solo en la proliferación de mentiras, sino en la erosión de la idea de que la verdad importa. Y esa erosión, que parecía un fenómeno académico, hoy es una crisis civilizatoria. Es, en estos momentos de confusión, que esa lucidez resulta más necesaria. Su trabajo ofrece un léxico para nombrar lo que estamos viviendo, y nombrar es el primer paso para resistir. Nos recuerda que distinguir entre verdad y falsedad no es un lujo intelectual, sino una necesidad democrática. Veinte años después, On Bullshit no es solo un texto brillante; es un manual para sobrevivir en tiempos tóxicos. Una brújula moral para navegar un mundo donde las palabras han perdido su ancla con la realidad.
Y tal vez, solo tal vez, sea también una invitación a recuperar algo que hemos perdido por el camino: el respeto por la verdad como valor en sí, independientemente de si nos resulta cómoda o incómoda, rentable o costosa, popular o no. Porque al final, como nos enseñó Frankfurt, el bullshit no es solo ruido. Es silencio disfrazado de palabras. Es la ausencia de sentido pretendiendo ser discurso. Y contra eso, contra esa nada que se disfraza de todo, solo tenemos una herramienta: la insistencia obstinada, casi heroica, en que las palabras importan, en que la verdad importa, en que todavía es posible —y necesario— hablar en serio.
 
 
 
 

 

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