Ya era tarde cuando me llamaron al hotel para
anunciarme que retrasarían el vuelo de retorno. El avión que debíamos tomar en Fez,
Marruecos, la madrugada del día siguiente no había salido todavía de Jeddah (Yeda, en
español, una ciudad árabe avecinada al Mar Rojo) y tendríamos un retraso de 24
horas. Como una deferencia para la tripulación, el jefe de aeropuerto ofreció
enviarnos una limusina de turismo, temprano en la mañana, por si quisiéramos ir a
Tánger o a Ceuta, ciudades ubicadas en el norte del país (“del reino”, es lo que
dijo). Notifiqué al primer oficial y me acosté a dormir, dejando cualquier
decisión para resolver a la mañana siguiente. 
Desayunamos temprano por causa del cambio de hora (Jeddah, mi base con Air Atlanta Icelandic, tenía dos horas de diferencia) y esperamos la llamada del conductor que vendría a buscarnos. Al parecer, nos habían mal informado con respecto al tiempo de viaje hasta Ceuta (el destino que habíamos escogido); solo cuando llegó el chofer (un bereber amigable que había perdido sus dientes delanteros) nos enteramos de que la ruta que debíamos tomar no constituía un camino directo: había que dirigirse hacia Rabat, luego seguir al norte hacia Tánger y dirigirse por un desvío a Ceuta. El viaje no nos tomaría las tres horas anticipadas sino algo más de cinco…
Fue una lástima. Desde siempre, Ceuta había sido un lugar que me producía curiosidad, y yo mismo me tenía ofrecido conocer ese enclave español situado junto al Mar de Alborán, en el septentrión de Marruecos, el país más noroccidental de África. Ceuta iba a quedar para después: era arriesgado enfrentar cualquier contingencia y no poder regresar a tiempo a Fez para descansar y estar listos para realizar el vuelo que se había suspendido. En el folleto turístico que nos había traído el bereber se apreciaba una casona de pocos pisos que parecía un hotel; no recuerdo si se llamaba Palacio o Edificio Trujillo (se parecía a nuestro hotel Majestic), estaba situado cerca de un peculiar monumento: este hacía referencia a otro hito geográfico: “Las columnas de Hércules”.
Pasado el tiempo, dos o tres años después, encontré en la prensa una curiosa noticia. En una plaza aledaña, enfrentada al Trujillo, se había erigido una enorme estatua de bronce –tenía casi seis metros de altura–, hacía honor a una divinidad griega conocida por haber seducido a Ulises, el héroe de la Odisea: la traviesa Calipso. La nota incluía una foto de la escultura; ahí estaba la diva con sus pechos enormes y turgentes; aquello parecía, más bien, un dolmen dedicado a la voluptuosidad. Nunca antes había encontrado nada que expresara mejor esa sensual y erótica palabra que aquella espléndida efigie. Aquello me haría meditar en que ya nada podía existir más lúbrico que esa lasciva palabra, con la sola excepción de esta mágica estatua dedicada a esa ninfa enamorada, la sugestiva Calipso.
Cuenta la Odisea que su héroe Ulises, que antes ya había permanecido con Circe –la hechicera–, por todo un año, habría luego sido seducido por esa ninfa, que lo tuvo secuestrado por otros siete años, cautivo de sus encantos. Ella lo había abducido con dos irresistibles promesas: la inmortalidad y la juventud eterna (¿quién querría eternidad si no pararía de envejecer?...) Con ella, Odiseo engendraría dos hijos: ellos son los mismos héroes que luego se convertirían en protectores de los navegantes… Ulises gastó todo ese tiempo, ocho de los diez años que le tomaría su viaje de retorno, antes de volver a Ítaca, donde lo esperaba su amada Penélope, acosada por sus pretendientes… Sería Atenea, quien intercedería ante Zeus para que la ninfa dejara partir al cautivo héroe.
Yo tendría unos diez años cuando descubrí, en el escritorio de uno de mis tíos, unos rollos de pegatinas, que se adherían al banano de exportación: proclamaban una marca cuyo nombre resaltaba en el conspicuo logotipo: Calipso, decían. Reviso en el internet por el sugestivo nombre, y esto es lo encuentro como resultado:
Calipso, en la mitología, fue la bella hija de Atlas que reinaba en la isla de Ogigia; fue también una Nereida (hija de Nereo). En astronomía, es el nombre de un satélite de Saturno; y, además, el de un asteroide. Calipso es también un color muy apreciado que combina el azul con el verde: el aguamarina o turquesa. Además (aunque con escritura ligeramente distinta), se conoce así a un ritmo africano que es muy popular en el Caribe y que está emparentado con el “Reggae”, como lo habría explicado el desaparecido músico jamaiquino Bob Marley. Calipso sería entonces, nada más que un acrónimo; significaría: “Canto Ancestral Lírico Interpretado (con) Pasión, Sentimiento y Orgullo”…
 
 
 
 

 

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