31 octubre 2015

Llamado a maitines

Sí, como en los viejos tiempos; hoy tuve que madrugar. En este caso, la utilización del verbo se convierte tan solo en un decir puesto que, por una razón que solo puede estar emparentada con el avance de mi edad, todos los días me despierto muy temprano. Reflexiono, y hago una necesaria digresión: ¿en qué mismo consiste madrugar?, en despertarse a horas que se convienen en prematuras o más bien en levantarse más temprano?

El título de la entrada me he sustraído esta vez de las páginas de "Confesiones de un inglés comedor de opio" de Thomas De Quincey. Este es justamente el pequeño libro que he concluido de leer esta misma madrugada. Qué es el opio? Se lo fuma o se lo come? Quién fue ese extraño individuo que nos legó su experiencia con ese elixir de la adormidera o con esa otra droga, emparentada con el opio, que el suizo Paracelso llamó "láudano"? Este otro personaje fue un alquimista, nacido hacia finales del SS XV; su nombre completo era Teofrasto Felipe Aureolo Bombasto von Hoheinheim, lo conocían también como Teofrasto Bombasto de Hoheinheim, pero él había escogido un sobrenombre latino que quería decir nada menos que "igual o mejor que Celso".

A veces hablamos del opio (no era Marx quien había dicho que la religión era el opio de los pueblos?) y, la verdad sea dicha, a más de suponer que es efectivamente una droga, jamás hemos olido o probado, y ni siquiera visto cómo luce, esa tan particular substancia que incluso diera margen a una guerra de enormes implicaciones. Haya sido esta como haya sido provocada; si por razón justificada, si por subterfugio o si por pretexto.

La guerra del opio la libraron China y Gran Bretaña y solo estaba sustentada en lo que hoy pudiera llamarse la necesidad de equilibrar la balanza de pagos entre esas dos naciones. En la idea de perseguir dicho propósito, Inglaterra introdujo en China enormes cantidades de esa substancia, creando dependencia en ese alcaloide en un número significativo de personas de escasos recursos, creando así un grave desequilibrio de otro orden: esta vez, médico y social...

El libro de De Quincey se publicó hace casi doscientos años (1821), su prosa es espléndida y el autor no hace sino glorificar los efectos de una sustancia que antiguamente se la usaba sobre todo con fines medicinales. El láudano, que no es sino opio mezclado con otros ingredientes y también con una base alcohólica, incorpora otros elementos como la morfina, la codeína o la narcotina. De Quincey da testimonio de que utilizó opio por alrededor de diez años; en ese tiempo, el opio era ingerido principalmente en forma comestible que, según el británico y otros entendidos, es la forma más efectiva y rápida de conseguir los efectos deseados.  
El británico proclama con altivez que no tiene sangre noble y que tampoco le distingue ninguna relación aristocrática. Las principales ventajas de su crianza fueron la integridad de su padre y la intelectualidad de su madre. “Estos son los honores de mi ascendencia -dice en referencia a su ilustre herencia-; no tengo otros y he dado sinceras gracias a Dios por no tenerlos ya que, a mi juicio, una posición que eleva demasiado al hombre por encima del prójimo no es la más favorable para las cualidades morales o intelectuales"...

De Quincey actuó a veces como vagabundo y confiesa que más de una vez se encontró carente de alimento y estuvo a punto de morir de hambre. Sus merodeos peripatéticos lo llevaron a experimentar ambientes no sólo bohemios sino también sórdidos, situados en los lóbregos subterráneos del bajo mundo. Por eso resulta interesante su apología de la vida en la calle. Su oda a Oxford Street ("madrastra de corazón de piedra") es una pieza literaria notable.

Pero la mayor defensa que realiza De Quincey es a esta misma substancia que ha sido denigrada por el mundo moderno: “aquí estaba, descubierto de un golpe, el secreto de la felicidad sobre el que disputaron los filósofos a través de las edades; la felicidad podía comprarse por un penique y llevarse en el bolsillo del chaleco”… Así defiende a una sustancia que, lejos de producir aquel embotamiento que aduce que provoca el vino, subraya que provoca efectos que potencian y dan mayor nitidez a los que, en condiciones normales, experimentan los sentidos: “mientras el vino desordena las facultades mentales; el opio, por el contrario (si se toma de manera apropiada), introduce en ellas el orden, la legislación y la armonía más exquisitos”...

Los Ángeles, USA

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