22 junio 2016

Aquel "puto" 7 a 0…

Esa fue una imagen distorsionada que captamos de México y su cultura. Era la propuesta devaluada de una sociedad de ranchos y de haciendas, con sus charros dueños de un hablar que alargaba las vocales y de unos mariachis que exhibían su dudosa elegancia. Fueron esas unas películas que se proyectaban en cines de barrio carentes de abolengo, cuyos nombres ya denunciaban el precario buen gusto de esas representaciones. Luego vendrían las poco imaginativas telenovelas de estopa y libreto carentes de contenido. Ese fue el México ramplón y cansino que nos trató de vender la industria del celuloide...

Por fortuna, pronto descubrimos que existía otro México; uno que, aunque todavía jineteaba sobre la huella de un exagerado nacionalismo, dejaba tras de sí la impronta de términos con significados distintos. Pero este era un país que dejaba apreciar el vigor de sus manifestaciones artísticas; este otro México -con esa equis que se pronunciaba como una jota árabe- era un país que se había adelantado a los caminos del progreso. Ello, a pesar de lo segmentada y estratificada que se mostraba su sociedad. Esa imagen siempre nos invitó a consultar a qué debíamos culpar por aquel otro inmerecido estereotipo.

Si algo llamaba la atención eran todas esas palabras con significados diferentes o apoyadas en sufijos que sonaban distinto. Voces como pinche o naco, órale, pos, mano, guey (y, sobre todo ese verbo que comenzaba con “che” que tenía la virtud de convertirse con facilidad en ubicuo adjetivo o sustantivo), contribuyeron a difundir la idea de que México era un pueblo donde no se había enseñoreado el buen gusto, que no privilegiaba lo mejor y lo distinguido. Era un país que lo habíamos contemplado desde afuera alterado por el lente del prejuicio. Hizo falta compartir con colegas y conocidos para descubrir su distinta manera de ver la vida y, además, para comprender qué querían decir aquellos términos que intuíamos distintos.

Fue en mi primer desplazamiento hacia el Asia que descubrí a un "infante terrible", era un piloto mejicano; este era un personaje díscolo e incorregible. Con él tuve la oportunidad de conocer, y de disfrutar, una de las sociedades más interesantes que existen en el planeta: el pueblo coreano. Allí, en esa tierra tan interesante, juntos aprendimos a interpretar las costumbres de ese pueblo, a desentrañar los protocolos de nuestra nueva compañía, a comer unos gusanos expendidos en rincones callejeros, a saborear pulpos crudos capturados directamente de unas enormes peceras. Allí aprendí el significado de voces y expresiones que se usan a diario en el país azteca, como: puto, pedo, chido o ¡no mames!

En estos días, una versión especial de la Copa América ha tenido como anfitrión a Estados Unidos, pero quienes han jugado como dueños de casa han sido los mejicanos. Por este motivo, los arqueros de los equipos que han enfrentado a México han tenido que soportar la molestosa costumbre de los residentes mejicanos, quienes se confabulan para fastidiar a los guardametas contrarios llamándoles de “putos” cada vez que realizan un nuevo servicio... Pero, ha sucedido -por esta vez- que al enfrentarse al equipo chileno, este les ha dado tal tipo de vapuleo que no sólo que los ha eliminado del torneo, sino que les ha quitado las ganas de incordiar, pues les ha propinado una concluyente lección. Así, los putos han pasado a ser unos inesperados guarismos: 7 a 0!

Mas, sin embargo (como dicen en México), el grito que se corea en sus estadios no es una expresión homofóbica, ni siquiera tiene por intención abusar de los arqueros (hacer "bulling"). Solo intenta concertar una manera de disfrutar en grupo o, si se quiere, de hacer relajo. La voz “puto” se utiliza en México para designar a quien es gay u homosexual, equivale al manido “marica” de nuestros pueblos, término que la sociedad mojigata lo quiere identificar con la falta de valor o de arrestos y lo confunde con lo opuesto a masculinidad.

Pero, en esta época de reivindicaciones, ser "puto" no es ya un sinónimo de cobardía. Esta es una hora en la que se respetan las preferencias de sexualidad y de estilo de vida. Aunque la homosexualidad no sea lo más típico, la sociedad ha aprendido a aceptar las diferencias involucradas en esa alternativa. A pesar del vocerío de la intolerancia, la sociedad ha tenido que aprender a transigir para aceptarla como una opción diferente.

Ha existido hasta hace poco un innegable estigma que implicaba esa condición; esto ha postergado el advenimiento de un espíritu de aceptación y tolerancia. ¿Qué ha facilitado esta nueva integración? Fundamentalmente dos cosas: el espíritu liberal, de que cada cual atienda a lo de cada uno, y la reflexión de que si tal situación no la habríamos vivido en nuestras propias familias (porque quizá la desconocíamos), no estábamos exentos de que la hubiéramos tenido que enfrentar con nuestros más cercanos seres queridos…

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