08 abril 2018

De bubas y naufragios

“Toda historia, aunque no sea bien escrita, deleita”. Así comienza Francisco López de Gómara su “Historia General de las Indias”. Toda historia, completaría o revisaría yo, resulta apasionante cuando está bien contada o bien escrita, aún en el improbable caso de que no fuese auténtica, y aun en el inaceptable de que, en todo o en parte, no fuera cierta. Qué, sino eso, fueron los cuentos que escuchamos alguna vez en nuestra infancia, historias falsas o deformadas que, por bien contadas, nos crearon la ilusión de que eran verdaderas, como si se compusiesen de episodios que de veras habrían sucedido en la vida real.

López (natural de Gómara, una localidad avecinada a Soria) fue probablemente el único de los llamados cronistas de Indias que escribió acerca de los primeros años de la conquista sin embargo de que nunca había estado en América. Él se esforzó, según su propio decir, y así lo expresa en el mensaje de advertencia a sus “leyentes” (lectores), en contar las cosas tal como habrían sucedido. Descuidando quizá que, esa pretendida objetividad, está siempre relacionada con la impresión que uno tiene cuando observa las cosas, deformándolas a través de la opinión o el prejuicio. Sabido es que es casi imposible mantenerse neutral.

López de Gómara había conocido personalmente a Hernán Cortés, luego de que él mismo tuvo una larga estadía en Italia; se sabe que estableció una profunda amistad con el controvertido conquistador y se convirtió en su secretario y capellán. Imposible que al estructurar su crónica americana no hubiese estado influido por su admiración por el extremeño, o con el afán de validar su propia versión. Improbable, también, que no hubiese distorsionado algunos de los episodios que relató, influenciado como estaba por la simpatía.

La cosmovisión del fraile contrastó con “la otra historia”, la presentada más tarde como “verdadera”, la narrada por Bernal Díaz del Castillo, con su impresión de lo que habría sido la conquista española de México, conocido entonces como Nueva España. Resulta fascinante leer a Gómara y no caer en cuenta del uso de una serie de expresiones y términos que se usaban con similar sentido hace cinco siglos, algunos de los cuales todavía usaron nuestros abuelos y quedaron en la lengua coloquial como un rezago del habla de provincia.

Así descubro el uso del adjetivo “tiriciado”, por ejemplo, que en nuestra infancia escuchamos alguna vez a nuestros mayores con el sentido de enclenque, contrahecho o escuálido. Como cuando se tildaba a una chica enjuta de “flaca tiriciada”, descuidando la raíz etimológica y la intención del uso original de la palabra, que habría sido la descripción de una persona como afectada por la tericia, condición de apariencia amarillenta, o afectada por ictericia (nótese aquí la deformación semántica).

Según el cronista, Cristóbal Colón, el almirante de la Mar Océano y descubridor de lo que llamamos América, habría conocido de la existencia del Nuevo Mundo mucho antes de la epopeya de Guanahaní, la isla avistada por Rodrigo de Triana aquella madrugada de octubre de 1492. Sugiere el fraile que Colón (“hombre de buena estatura y membrudo, cariluengo, bermejoso, pecoso y enojadizo”) habría atendido los estertores de ciertos marineros moribundos, desafortunados sobrevivientes de una carabela que habría llegado hasta el nuevo continente, y que habrían naufragado cerca de Madeira, poco antes de concluir su ansiado viaje de regreso, debido a los trágicos estragos de una devastadora tormenta.

López de Gómara nos describe también los perniciosos efectos de las llamadas “bubas”, ampollas o inflamaciones linfáticas inguinales ocasionadas por la relación carnal con las mujeres aborígenes. Esos síntomas estarían relacionados con lo que más tarde se dio por llamar “mal napolitano” o “mal francés”, e incluso, y aun con mayor razón, como “sarna española”... eufemismos, todos, para designar a una enfermedad que desde siempre se relacionó con la promiscuidad y la degeneración erótica: la temida y abominable sífilis.

También relata el clérigo el efecto aniquilador que tuvo en los indígenas un mal para el que no estuvieron genéticamente preparados: la viruela, que según los cálculos del cronista: de “quince veces cien mil y más personas”, solo quedaron quinientas... Su historia describe el encuentro entre dos diferentes cosmovisiones y el choque entre dos disímiles culturas. La historia que le correspondió narrar al fraile, es en parte la relación de dicho encuentro, el mismo que por siempre significó más bien un mal disimulado desencuentro. Pero, eso mismo es el mestizaje, un inmemorial e interminable proceso, camino intermedio entre la invasión y la sumisión, entre la dominación y la transigencia, entre la admonición y la sorpresa.

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