22 abril 2018

De Hipócrates e hipocresías

Tengo un amigo cercano que está persuadido de que existen defectos que identifican a las personas según su nacionalidad; él cree, por ejemplo, que los chilenos se caracterizan por su arrogancia, los peruanos por su tendencia a la discriminación social, los venezolanos por cierta superficialidad, y así por ese orden. Yo no me suscribo a esa impresión, sobre todo porque no soy partidario de generalizar; además, estoy convencido de que en todas partes hay arrogantes y humildes, o gente que integra y también que excluye… Pienso que no se puede agrupar a las personas, sea por sus virtudes o por sus más comunes o frecuentes defectos.

En cuanto a los ecuatorianos, asimismo él está convencido de que si hay un defecto que nos identifica, como marca de fábrica, es aquel horrible pecado que se conoce como envidia. Pero no estoy muy de acuerdo con mi buen amigo, creo que si algo nos invade, si es que no nos caracteriza, es algo con lo que me enfrento minuto a minuto y día a día, algo con lo que choco en forma permanente y en todas partes: me refiero a la mezquindad, a la falta de generosidad, a la ausencia de nobleza de espíritu. Somos incapaces de ceder el paso a los demás, o de tener un gesto de magnanimidad o cortesía; estamos persuadidos de que siempre debemos ir primero y que los demás están en la obligación de esperar su turno.

Al reconocer esta perniciosa forma de ser y de actuar, que creo que nos identifica, a menudo me pregunto por qué no sería posible proponernos, como ciudadanos, algo parecido a lo que los médicos conocen como “juramento hipocrático” que es una especie de promesa o de compromiso que, supuestamente, identifica a la muy noble tarea que relaciona a los galenos: la de cuidar no solo por la salud sino ante todo la vida de sus pacientes. Imaginen ustedes un propósito o empeño tan solidario y noble como el que he descrito, que comprometa a la gente a preocuparse por la comodidad ajena, a poner cuidado en su seguridad, tratando siempre de anteponer el interés de los otros… ¡Cómo avanzaríamos como sociedad!

Pero claro, estoy siendo utópico. Buscar en efecto, la comodidad y preferencia ajena, sobre todo en nuestro medio, es simplemente imposible. Tan pronto como tratásemos de implementar una cultura de preferir el bienestar ajeno, enseguida vendrían los “sapos vivos” y se aprovecharían del espíritu civilizado y de la generosidad ajena; los bien intencionados se convertirían en unos pobres ingenuos que pasarían por simplones e ilusos…

Había empezado hablando de aquel maravilloso juramento que, en teoría, es la impronta que caracteriza a quienes comparten el oficio médico; mas, sucede, que el mismo ni siquiera identifica a muchos de ellos. El ejercicio de la medicina no es, para muchos de quienes la practican, aquel supuesto apostolado, ese celo preponderante por cuidar la salud y la vida de sus semejantes; para aquellos el dolor ajeno es solo un medio para obtener comodidad material, una forma ágil de hacerse ricos en corto tiempo. En casos así, ya no importa la curación, la mejoría o recuperación del paciente; lo que interesa y predomina es el honorario del facultativo, convertido ya en prioritario, abusivo y exagerado emolumento.

Hipócrates había sido un sabio griego que vivió en el llamado “Siglo de Pericles” (quinientos años antes de Cristo). Se dice que había aprendido el arte de la medicina de su padre y de su abuelo; muchos de los conocimientos relacionados con la sanación y diagnóstico se los debemos a sus investigaciones y metódicos experimentos. Pero su nombre ha quedado como referente para la posteridad por la invocación de aquel tan desinteresado juramento. Es una lástima que el mundo se haya materializado en forma tal que aquel espíritu noble, altruista y generoso haya dejado de manifestarse en buena parte de los actuales galenos.

Una noche de la pasada semana, siendo ya tarde y mientras conducía de bajada por la autopista, fui embestido desde atrás por un vehículo grande de uso privado, que transitando a exceso de velocidad se movilizaba sin haber encendido las luces nocturnas correspondientes. La dama que manejaba parecía operar bajo los efectos del alcohol (lo deduje debido al desplazamiento raudo y zigzagueante que caracterizaba a aquel deambular). Se me ocurrió lo tranquilo y ordenado, armónico y seguro que sería el tránsito motorizado, si nosotros, todos los que de uno u otro modo participamos en esa forma demencial de caos organizado que es este tipo de “acuerdo social”, nos haríamos una ya necesaria promesa…

El juramento de Hipócrates y sus discípulos fue una promesa votiva que se efectuó en la antigüedad a Apolo, Hygia, Esculapio y Panacea (divinidades de la salud, los remedios y la vida) y a todos los demás dioses. El compromiso que insinúo sería un cotidiana forma de ofrecimiento que los conductores deberíamos hacer cada día, al salir de nuestras casas, en ofrenda a la armonía y al bienestar ajeno; un juramento de cuidar por la tranquilidad y la vida de nuestros semejantes, de los demás conductores, de todos los otros hombres.

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